Olor a fábrica
El Congreso se vistió ayer tarde de mono azul para oír el concierto obrero, en tres partes, según el método dodecafónico, a cargo de los directores Tomás García, Nicolás Redondo y Marcelino Camacho. La verdad es que la relación de tantas lacerías laborales, la exhibición en público de todas las llagas del trabajador, soplada con un desgarro de trombón de varas, no le va demasiado a ese clima de terciopelo y frescos encantados del salón. Al aire del reciento le pega mejor una tonalidad quisquilla en los oradores, lo que se dice un color rojo campar¡ en forma de protesta, interpelación o queja. Pero hoy el Congreso olía a aceite pesado, a carbonilla y a chimenea de fábrica. El comunista Tomás García, perdido en un pajar de folios y telegramas sobre el pupitre, ha contado una a una todas las pústulas de la empresa Intelhorce, dentro del marco general de los trapos sucios del sur y con una prolija narración apoyada con el puño ha pintado el cuadro de expresionismo abstracto de esta fábrica textil solitaria, desamparada, que va de mano en mano, de Málaga a Barcelona, siguiendo el camino torturado que trazó Picasso. Sábanas, toallas y pantalones de pana, obreros en el alero, figuras con un ojo en el occipital, toda la ceremonia del absurdo que el ministro Oliart ha tratado de recomponer con la afirmación clásica de que todo se arreglará. Con un poco de calma, buena voluntad y un pico de mil millones que está ahí esperando en el buzón, como quien dice.
El socialista Nicolás Redondo, con su cazadora de camionero en domingo, ha leído diez folios de otra sonata obrera para exigir la devolución de todo el patrimonio de la UGT usurpado por el franquismo. Otra madeja musical de bienes, propiedades y derechos de los socialistas que Jiménez de Parga se ha encargado de enredar aún más para que se vea que el asunto es muy difícil. El ministro de Trabajo es un frontón acolchado. Recibe todas las pelotas lanzadas con cesta, apunta por la izquierda y al rebotar en su sonrisa de fino y plateado profesor vuelven con un efecto técnico. Jiménez de Parga aguanta lo que le echen. Nunca se inmuta. Sube al estrado, se despoja de su reloj de oro, le da cuerda, lo deposita tiernamente a un lado, sonríe, dice para empezar que el interpelante tiene razón, que comprende los motivos de tanto enojo y en seguida, remando a contrapelo, con una de cal y otra de arena, cita tres artículos, cuatro apartados, añade dos partes de agua y una cucharada sopera de azúcar, agita el mejunje y, finalmente, exhibe al respetable el resultado de la receta de esta repostería técnica.
Así ha sucedido esta tarde también con Marcelino Camacho. Ante una relación apasionada de despidos, crisis, hambres, paro, quiebras, bajo la amenaza de la flexibilidad de las plantillas, cuando Camacho ha vaciado la aorta obrera, palpitante contra el forro de su chaqueta de pana, y en el cielo de la reunión pendía una greca pintada de apocalipsis, con la tribuna llena de trabajadores andaluces, acude Jiménez de Parga al púlpito y comienza a hacer distinciones entre las razones emocionales y los argumentos económicos, llama en su auxilio a los seis millones de parados europeos y promete el ungüento de una nueva ley. La trama se repite.
Pero a veces la emoción del Congreso también está en la puerta antes de entrar. Como esta tarde, que se han querido llevar preso al cronista parlamentario el escritor Carlos Luis Alvarez, como a un mexicanito sin carnet. Todo un Mariano de Cavia zarandeado. Para que se vea de qué va la cosa. Para no salirse del marco de expresionismo abstracto.
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