San Juan de la Cruz, el primer "desmitilogizador"
Yo no soy aficionado al tenis ni a casi ningún deporte, pero desde hace casi treinta años conozco a Lilí Alvarez que, en sus días, consiguió lo que ningún deportista español ha logrado: ser finalista en Wimbledon y número dos en clasificación mundial de tenis.Sin embargo, yo conocí a Lilí en otro humus: eran los años cincuenta; un grupo de católicos progresistas (¡qué difícil era eso entonces, sobre todo, frente a la misma Iglesia!) intentábamos hacer pinitos para romper la cáscara del agobiante nacional-catolicismo, que iba a acabar con la poca fe de verdad que había en este: Israel hispánico. Lilí fue pionera también en esta búsqueda: ahí están sus libros: Plenitud (1958), En tierra extraña (1966), El seglarismo y su integridad (1966), Feminismo y espiritualidad (1965) y El mito del «amateurismo» (1968). A esto habría que añadir la revista Espiritualidad seglar, de la que ella lo era casi todo.
Mar adentro
Lilí Álvarez. Ed. Paulinas. Madrid, 1977.
Lilí ha sido siempre todo, menos una esquizofrénica: su condición de deportista ha estado tan intrínsecamente ligada a su experiencia religiosa, que apenas se pueden distinguir. Yo diría que Lilí pertenece de lleno a eso que parece ya no se lleva, pero que va a llevar de inmediato: a la dinastía de los auténticos místicos.
En este libro de madurez y de increíble frescor Lilí nos dice, como reza el slogan publicitario, lo que tiene que decir. Y es difícil cumplir el consejo de los filósofos griegos: empezar por el principio. No obstante, creo que una clave de su libro puede ser este sorprendente párrafo: «El primer desmitologizador entre los pensadores cristianos, muy anterior a Bultmann o a cualquier otro, fue nuestro dilecto San Juan de la Cruz. Y, además, el único correcto. El fue el primero en pedir «entrecomillásemos» nuestras experiencias religiosas, al afirmar que aquello que sentíamos y nos "regalaba" el alma, y por muy iluminados que estuviésemos, "no era Dios". Razón por la cual él insistiera en que no "parásemos" en esas vivencias al tomarlas como reveladoras de la divina Esencia, sino que debíamos "negarlas" y "atravesarlas" por medio de las "nadas", a fin de poder ir más allá en la inacabable subida del alma hacia su Dios. Su negación es una purificación para ascender los peldaños de la contemplación. El místico de las nadas y de la noche oscura es el de las grandes revelaciones íntimas. Y es lo que la gente moderna no entiende, incluido herr Bultmann. La negación de éstos es una destrucción, un aniquilamiento, mientras que la del santo es un impulso; la incisión de aquéllos, una mutilación; la de éste, una poda...»
Consecuente con esta intimidad con el santo de las nadas, Lilí ha sabido poner el dedo en la llaga del mismísimo catolicismo progresista de última hora, descubriendo lo que en él hay de arriesgado y de caduco. En efecto, los que se confiesan de una fe religiosa están en la actualidad trágicamente escindidos en dos tipos de espíritu antagónicos, que no hallan puente entre sí; y este fenómeno se repite en todas las latitudes y en todos los credos. En lo que a los católicos se refiere, se comprueba cómo los tradicionales se cierran cada vez más, se encierran y asfixian en un mundo rebasado; mientras que los «abiertos» al presente y al futuro, los captantes y posiblemente adivinadores, corren el albur de «abrirse» con exceso y perder la fragancia de su creencia. Pueden a tal punto ventilarse que, sin darse cuenta -en eso consiste precisamente el demoníaco riesgo-, han quedado evaporados de todo perfume del Misterio Trascendente.
Lilí detecta igualmente otro fenómeno, aparentemente paradójico. Partiendo de lo que yo mismo contaba de un encuentro entre marxistas y cristianos en Ginebra, en 1968, recuerda lo que en aquella ocasión nos decía una profesora marxista rumana: «Nosotros los marxistas hemos maltratado el Misterio y creemos que hay que redescubrirlo, y os pedimos a vosotros, los cristianos, no que nos expliquéis el Misterio, que nos lo racionalicéis, sino que nos comuniquéis esa experiencia trascendente.»
Lilí dice que para comunicar el Misterio (que no puede ser visto ni racionalizado) hay que hacer algo parecido a lo que se hace con un ciego: hacerle tocar, palpar algo inusitado, algo que le desconcierte y sorprenda. Que la yema ultrasensíble de sus dedos le transmita alguna noticia para él desconocida, por él ni barruntada. Este, el directo, -es el último y único medio apostólico que nos queda. Por tanto, concluye Lilí, la pregunta que nos tenemos que hacer los creyentes es: ¿qué hemos ofrecido de «incomprensible» al tacto del espabilado invidente de nuestros días que pueda causarle impresión? Este y no otro es el reto lanzado al cristiano moderno.
Partiendo de aquí Lilí lanza una terrible denuncia profética, de nuevo cuño, que puede estremecer los mismísimos cenáculos del neoprogresismo católico. En efecto, el intento de los cristianos -sobre todo, de los «consagrados»- de asimilarse lo más posible a la lucha del hombre por una sociedad mejor les ha producido un vértigo, en virtud del cual han roto a veces el equilibrio dialéctico entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Y así, hoy día, es difícil distinguir en buen número de «consagrados» lo que de pasión política o de amor comunitario sobrenatural realmente hay tras sus desvelos sociales.
Aún más, parece que nos encontramos ante un nuevo «protestantismo», que sirve, sobre todo, para crear excelentes ciudadanos. Si la Reforma produjo en su día al óptimo burgués, actualmente sin duda produciría, cierto con la ayuda de algún arreglillo o apaño doctrinal, al óptimo marxista o al óptimo hijo de Mao.
Y no es que Lilí defienda un «verticalismo» a ultranza. Todo lo contrario. Ella conoce que esta preocupación de los creyentes por lo social nace del error de no haberse percatado -sobre todo, en la Edad Moderna- de que la equidad y la justicia son asequibles a todo ser normalmente constituido, que sea abierto y reflexione honestamente y con bondad. La caridad, por el contrario, pertenece a un ámbito muy por encima de estos preceptos fijados por el Estado: es una «insensatez», una «exageración», que sólo el Misterio del Espíritu puede inspirar. Por eso, hablar de «doctrina social de la Iglesia», es una redundancia.
Babelia
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