Las memorias de Areilza
Entre las actualidades políticas salientes está, sin duda, la aparición de José María de Areilza, en su conferencia del Club Siglo XXI, seguida de su llamada en la prensa (quizá no en la mejor compañía) para la formación de un partido liberal que defienda las formas normales y no ortopédicas de la economía.Un tanto ignorantes del juego político, no dejaremos de comentar, desde fuera, esta llamada, recordando a la vez la aparición de un libro que ya muchos han leído, el Diario de un ministro de la Monarquía. Insólito es que se pueda publicar en el tono distante de memorias, un diario escrito hace tan poco tiempo. Las fechas entre el 9 de diciembre de 1975 y el 3 de julio de 1976, que enmarcan el diario, son sin embargo, muy remotas. Parece que hace siglos que persona tan ajena al mundo actual como el señor Arias Navarro ha ingresado en la vida privada, y un acontecimiento político como el «gironazo», que se registra el 22 de marzo de 1976, resulta ahora como un dinosaurio político.
Areilza nos relata con gran vivacidad aquella etapa, que él vivió, de los comienzos del reinado de don Juan Carlos, en la que los interrogantes que el pueblo español y, en general, la opinión mundial se hacían sobre el futuro de la Monarquía española, aparecían aún rodeados de espesas nieblas. Nos recuerda Areilza cómo él contribuyó a despejar algunas de éstas con su actuación, sus declaraciones, sus contactos con diferentes Gobiernos, su participación en el primer viaje regio a América.
El mejor estilo de Areilza, escritor y orador, está, por ejemplo, en piezas que aquí se recogen, como el brindis en el almuerzo que le dio la redacción de A BC con motivo de haberle designado «figura del mes» en el citado marzo de 1976. Areilza salía, así, al paso del «gironazo» que se preparaba, cuyo texto, nos declara, estaba «redactado, según dicen, por Gonzalo de la Mora».
Hace pocos días oíamos el cortés y no violento duelo que en la televisión sostuvieron el citado político derechista y el señor Tierno Galván, y si uno quiere comprobar lo que ha ocurrido en España desde entonces no tiene sino ver lo inverosímil que nos hubiera parecido hace no más de veinte meses aquel correcto y amable diputado de Alianza Popular, que no disentía en los fundamentos de la soberanía popular y del parlamentarismo, frente a Tierno.
Pues una de las más agradables sorpresas de la actual situación española es que casi todo el mundo ha resultado mucho más moderado de lo que se podía esperar. En sus conversaciones encuentra Areilza ya en su época ministerial posibilidades de entenderse no sólo con políticos socialistas como Tierno Galván, sino con catalanes o vascos que en la larga etapa anterior eran, sin matices, motejados de separatistas. No necesitamos recordar ahora la moderación de otros grupos, y me limitaré, por una parte, a recordar a los lectores de EL PAIS que en estas columnas uno de los dirigentes anarquistas españoles señalaba las profundas divergencias ideológicas y tácticas que los separan, por ejemplo, de las posiciones hoy más radicales en Europa, es decir, las de los seguidores de los Baader-Meinhof.
Que la vía por la que se ha llegado a esto no ha sido nada fácil nos lo recuerda Areilza con lo que él hubo de vivir como ministro. Ahora nos parecen a todos «fantasmales y delirantes» los actos por los que, después de la muerte de Franco, el Consejo Nacional elegía por cooptación un «cua renta de Ayete» más, pero entonces había gente que, incluso fuera, podía tomar aquello en serio. Areilza nos describe también cómo en las viejas y digitales Cortes, tan unánimes, iban entrando tensiones reales, así cuando se discutió una ley «de relaciones laborales», que no era sino el «empeño de heredar rígidamente las iniciativas franquistas, además de las instituciones franquistas».
No debemos olvidar cómo bajo el primer Gobierno de la Monarquía se iba desmoronando el que llamábamos «búnker» en episodios como la derrota del marqués de Villaverde en su candidatura a una vacante en el Consejo Nacional que se disputó frente al actual presidente Suárez.
Nuestra reseña de este libro no sería completa si olvidáramos los aspectos internacionales, propios de su ministerio, en la gestión de Areilza, en especial su viaje a los Estados Unidos y sus relaciones con los dirigentes entonces de aquel país: Kissinger en primer lugar, y el presidente Ford, que veían en la nunca acabada guerra fría la posibilidad de que Madrid fuera, después de Bonn, el otro punto seguro de este lado del Atlántico.
Entre los tapices que descorre un poco Areilza está el de las relaciones con el Vaticano: los misterios diplomáticos de un Concordato inactual, con las viejas contrapartidas de la alianza de la Iglesia con el Estado ya en desuso, y los privilegios entonces sin fundamento, y las cautelas de la Secretaría de Estado, y, ya en los finales de la gestión ministerial de Areilza, las preocupaciones del presidente Arias Navarro, que en un despacho con el ministro de Exteriores saca la artillería de los recelos integristas y franquistas contra una Iglesia metida ya en el cambio.
Con este rápido paso del tiempo que registramos leyéndolas, las memorias de hace tan poco tiempo pueden ya tener su malicia convertida en añeja, y mostrar a los políticos en esas desorientaciones que los definen como hábiles o como inhábiles: así Miguel Primo de Rivera, creyendo que el nombre Falange Española llevaba consigo la garantía de la popularidad y de los votos, o Torcuato Fernández Miranda, pensando todavía en los municipios y sindicatos como vías de representación parlamentario, o Fraga, estropeando sus cualidades positivas con su nerviosismo y su precipitación en alianzas inconvenientes, o Arias Navarro, con sus celos, o los chismes de Coronel de Palma y los padres de familia sobre las medidas del destape en los teatros madrileños, o aquel ministro que quería introducir en el Código Penal una figura de delito más gravemente castigada, la de hacer de piquetero en las huelgas de la construcción... También registra conversaciones con Gil Robles, tan admirablemente lúcido como todos recordamos por sus artículos de aquella etapa. O las reiteraciones de Raimundo Fernández Cuesta, incapaz de revisar lo que tenía grabado en la mente y repitiendo en junio de 1976 que no se podía cambiar ni una coma.
Hemos hablado del buen estilo de Areilza en sus actuaciones públicas. Llamaremos la atención, también, hacia el discurso recogido en este Diario, en La Vanguardia de Barcelona, en que calificó al Rey de «motor del cambio », y pudo decir con verdad que los hechos han seguido confirmando que «la Monarquía, en cuatro meses solamente de vigencia, ha hecho posible ese camino de forma que hace algunos años hubiera parecido inimaginable».
Leyendo estas memorias tan recientes he pensado a menudo: « ¡Pobre Areilza! ¡Pobres políticos en este país nuestro! » En la demagogia que cultivamos vemos a cualquier plumífero decir pestes de estos hombres admirables que se dedican, no como antes, a la rentable adulación, sino a seguir y tantear los humores del pueblo, a buscar el voto del ciudadano y adivinar cuál puede ser su voluntad. El político, el buen político, el que sea algo más que el viejo monstruo de egoísmo e inconsciencia, ha de ser buscado, seguido, celebrado y rodeado de nuestra admiración.
Ahí están en las apresuradas anotaciones de Areilza las horas agobiadoras de reuniones inútiles, de comidas aburridas, de conversaciones vanas. Areilza habla de «la trituradora»: los interminables Consejos de Ministros, las pretensiones de los salientes padres de la patria, que olvidaban haber sido designados a dedo, las visitas interesadas en lo suyo...
En los días finales se le ve a Areilza, en las notas de su diario, preocupado con el inminente desenlace, con la salida del primer Gobierno de la Monarquía, con la formación de un partido que le preocupaba y le preocupa aún... Cuando con guante blanco levanta Areilza la cortina entre lo público y lo privado, sin que la ira ni la pasión dañosa lo lleven a pasar los límites, disfrutamos, a los pocos meses de los sucesos, del sabor histórico de la crónica.
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