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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Prexenofobia

Tras entregar el pasaporte a un funcionario de Aduanas, un conocido mío, de nacionalidad argentina, oyó cómo alguien murmuraba sin disimular el fastidio: «¡Otro argentino, vaya plaga! » Pese a la timidez que se supone en todo expatriado que no viaja por turismo, sino en busca de una ración de dignidad y de un modo de sueño en calma, mi amigo tuvo la suficiente presencia de ánimo como para no omitir una legítima respuesta, que fue a la vez una lección de historia: «Si por cada español que ha vivido en Argentina me da usted una sola peseta, y por cada argentino que ha vivido o que vive en España le doy diez pesetas yo a usted, ya, no tengo que preocuparme por encontrar trabajo.» El funcionario selló el pasaporte a mi amigo, se lo entregó en silencio, y un argentino más entró en España.Pero para los argentinos empieza a haber otra aduana cuyo cruce es más complicado, más fatigoso, más kafkiano: la falta de estimación sin condiciones, la falta de respeto sin desconfianzas paranoicas, la falta del cariño debido a todo ser que ha nacido de madre y cuyo verdadero pasaporte internacional se llama la necesidad. Y esa necesidad está encontrando cada vez menos respuesta solidaria. En ocasiones ya no encuentra ninguna. Se ha podido leer en algunos letreros de pensiones y de departamentos de alquiler una advertencia infame: «Abstenerse argentinos». Esto se llama xenofobia, que es la palabra refinada con la que denominamos a cierta forma del desprecio. Nadie que no cierre los oídos puede ignorar que en algunos sectores de nuestra sociedad hay malestar por el arribo masivo de oriundos del Cono Sur americano, y en particular de Argentina. Que durante años España, y otros países europeos, hayan sufrido las mayores o menores estafas de argentinos irresponsables (y esto es un hecho, pero hay estafadores en todas partes, en España también), no nos autoriza a vengarnos en los muchos miles de argentinos responsables que hoy necesitan nuestra ayuda. Que algunos argentinos ejerzan una arrogancia estúpida, como prácticamente todas las arrogancias, no nos autoriza a cometer el desatino de ignorar que la mayoría de los argentinos no son más altaneros que muchos españoles. Pueblo a pueblo, todos somos semejantes, y perfecto no hay nadie. Aquellas semejanzas y estas imperfecciones son las que convierten la solidaridad en una obligación. La ayuda no es jamás un regalo y sí es siempre un deber.

Con respecto al asunto concreto del arribo masivo de hispanoamericanos, téngase en cuenta que la inmensa mayoría de cuantos hoy precisan de la hospitalidad de su recién hermana España (antes era «la madre patria», fórmula mucho menos precisa y bastante ridícula), no son ni violentos ni fanáticos y ni siquiera militantes de partidos políticos, sino profesionales extenuados, individuos pacíficos que se ahogan de miseria y de miedo en sus respectivos países de origen. Que el miedo y la extrema inflación son plato cotidiano y bien colmado hoy en el Cono Sur, es algo tan obvio que el decirlo aquí, una vez más, no pasa de ser mera retórica. Quiero agregar que el hecho de que la mayoría de estos expatriados no hayan tenido en sus países otra vinculación con la política que un natural horror por tantas muertes y desapariciones como ensucian a la llamada especie humana y que abarrotan hoy los ficheros de Amnesty International, no supone que a los expatriados que abandonan no un clima cotidiano de miedo y de pobreza galopantes, sino persecuciones concretas, y muchas veces escandalosamente arbitrarias, no les asista el derecho, ya urgente, de un estatuto de refugiado político. Ni el Parlamento ni el Senado ignoran que esta cuestión mira hacia los escaños con esperanzas e incluso con angustia y que la prensa democrática está aguardando ofrecer pronto una noticia. Pero este asunto corresponde al Gobierno y a la Oposición. Los ciudadanos sin poder político no estamos, sin embargo, exentos del deber de la hospitalidad. Sé muy bien que la situación laboral y económica de la España. actual no está sobrada de recursos. Pero es que si todos los es pañoles fuésemos millonarios, la hospitalidad consentiría un nombre bastante más trivial: agasajo. El verdadero humanismo de la hospitalidad consiste en repartir lo poco que se tenga. Cuanto menos se le pueda ofrecer al viejo, pero de corazón, más rico se le hace.

Este asunto es muy vasto y aquí he de limitarme al espacio de un artículo de periódico. Concluiré comentando un matiz que me parece sustancial. Para justificar la ayuda a tantos seres hoy necesitados de ella se apela habitualmente a un argumento verdadero, pero que no debemos convertir en falaz: se recuerda (y esta memoria desde luego no debe abandonarnos) que tras nuestra guerra civil muchos de nuestros compatriotas encontraron cobijo, apoyo, cariño y solidaridad en los países de la América hispana. Es cierto, y es sin duda una deuda. Pero la razón más profunda por la que les debemos ayuda no es la de que somos deudores, sino la de que debemos ser personas. En primer lugar, cuando ellos nos ayudaron a nosotros lo hicieron pensando en que ese gesto habría de producirles rentas: nos ayudaron porque nos amaban. En segundo lugar, el deber de cobijar a los desvalidos no desaparece de la conciencia moral por el hecho de que no les debamos nada. La deuda es con nosotros mismos: es a nuestra conciencia personal y civil a quien debemos el proyecto de dejar de ser egoístas. En realidad, la prevención contra el extranjero, sea cual sea el individuo o el grupo que la manifiesten, y sea cual sea el extranjero que la sufra, no la provoca nunca el extranjero; la provocan nuestro egoísmo, nuestra imperfección, nuestra soberbia, nuestra insignificancia. Porque sucede que no hay extranjeros. Hay nacionalidades, pero no hay extranjeros. Hay, afortunadamente, proyectos de persona. Desgraciadamente, hay también piltrafas de persona: «Abstenerse argentinos» -se ha podido leer en algunos letreros españoles- Esto es una vergüenza. Pero ante esta vergüenza no basta con ruborizarse. Ruborizarse y nada más, también es vergonzoso.

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