La historia en el espejo cóncavo
El 28 de julio de 1927 se publicaba en el número 72 de La novela mundial el esperpento de don Ramón del Valle Inclán, La hija del capitán. Llevaba unas ilustraciones a línea de Masberger y el precio de treinta céntimos. En 1930 fue reeditada junto a Las galas del difunto y Los cuernos de don Friolera, en un volumen que conjugó el título de Martes de carnaval, alusión a los milites grotescos que zascandilean por estas tres últimas obras teatrales de su producción literaria.Entre ambas versiones existen ciertas variantes, que si no tienen mucha amplitud revisten, sin embargo, gran importancia. En la primera, Valle sitúa la acción en el imaginario Reino de Tartarinesia, en donde gobierna un príncipe regente. Los apellidos militares son de vitola francesa, Dubois, Duclos. Los civiles atienden por el pollo de Trianón, sastre Mascatto, etcétera. En la segunda, las referencias se mudan a España, al Madrid moderno y las calles, cafés y periódicos de la villa. Los apellidos son ahora Frontaura, Camarasa, Penela. El Pollo es de Cartagena. El príncipe se hace monarca, nieto de San Fernando e inequívocamente Alfonso XII l. El general glorioso es el «vencedor de Periquito Pérez».
La razón de estas dos versiones hay que buscarla en las circunstancias diferentes que rodearon su aprición. La primera en el momento álgido de la dictadura primorriverista, con censura de prensa e imprenta y las libertades públicas en cuarentena. A pesar de los nombres utilizados que alejan la acción de nuestro país, la anécdota era tan cristalina que la Dirección General de Seguridad, cumpliendo órdenes del Gobierno, dispuso la recogida de la obra. El Liberal del 6 de agosto publicaba el sustancioso decreto: «... un folleto, que pretende ser novela, titulado La hija del capitán, cuya publicación califica su autor de esperpento, no habiendo en aquel ningún renglón que no hiera el buen gusto ni omita denigrar a las clases respetabilísimas a través de las más absurdas de las fábulas. Si pudiera darse a la luz pública algún trozo del mencionado folleto sería suficiente para poner de manifiesto que la determinación gubernativa no está inspirada en un criterio es trecho o intolerable, y sí exclusivamente en el impedir la circulación de aquellos escritos que sólo pueden alcanzar el resultado de prostituir el gusto, atentando a las buenas costumbres». La del treinta coincidió con el Gobierno Berenguer, la recuperación de los derechos públicos y en un clima moral que presagiaba abiertamente el advenimiento de la República.
De las fuentes al estilo
En La hija del capitán, Valle teatraliza directamente, la historia. El trasunto es el pronunciamiento militar de Primo de Rivera que acabó con el parlamentarismo de la Restauración e implantó la dictadura. La segunda de las fuentes, la constituye el llamado Crimen del capitán Sánchez, ocurrido en 1913, en el que este sujeto y su hija asesinaron a Rodrigo Jalón, un chulapo de gomina, socio del círculo de Bellas Artes. Sobre el truculento episodio escribió Serrano Anguita una serie de reportajes en El Imparcial, husmeando los lances de la desaparición y subsiguiente asesinato del guaja.
Este material fue ordenado y artísticamente manipulado por Valle Inclán para escribir su obra. Los tres primeros cuadros narran la crónica del crimen, en el IV y V se fabrica el escándalo periodístico, el VI muestra la crisis de honor en el despacho de un milite glorioso y los cabildeos de algunos jefes en cómo tocar el tararí a botasillas y salvar la honra común, tomar el poder, dar cerrojazo a las Cortes y amordazar la prensa, restablecer el orden y salvaguardar los valores eternos y preclaras esencias de la patria. El último supone la apoteosis consumada de estos propósitos.
Lo grotesco constituye la clave del planteamiento dramatúrgico y es también mecanismo antialienante por su capacidad amplificadora. En este caso actúa como degradador de la historia oficial, sirve para presentar los hechos como son frente a las referencias de las crónicas oficiales. Establece la contradicción entre lo que los personajes dicen y lo que hacen, entre lo que son y parecen ser. No hay héroes que extraigan la moral de la historia ni el conflicto se cierra en una peripecia circular de buenos y malos. En este mundo oficial que hace la historia oficial, sólo hay personajes de la oligarquía y el hampa heterogénea del lumpen urbano. El pueblo, es decir, el conjunto de clases productivas que crean riqueza y cultura, está ausente, no juega este tipo de envites.
Para reforzar esta posición, Valle recrea un idioma que define el medio y tiende los hilvanes de estos mundos tan unidos en ciertas faenas de nuestra historia. El Madrid moderno, sus calles, verjas, jardines, entoldados, cafés y tugurios, es como un protagonista abstracto. De ahí emana, del caló barriobajero, buena parte de la desfachatez del diálogo en el que expresiones como trúpita, mamporí, chachipé, se entremezclan con la lengua culta, precisa, sintética, acuñada por su experiencia y saber en el trasteo del idioma.
La hija del capitán, con sus ribetes de agit-prop, es un gran fresco en el que todos los personajes, la peripecia individual, quedan inmersos en un proceso histórico más amplio. El comportamiento de unos y otros trasluce su forma de comprender el mundo e intervenir en la vida social. Nadie va a extraer al final la moraleja reconfortante. El escenario no ofrece una imagen benéfica de la realidad para, catarsis de conciencias febles, sino la realidad amplificada en sus desmanes como golpeteo imposible de desoír. Las frases finales de la Sin¡ desvelan de guasa el tinglado, pero la última lectura compete a los espectadores y sólo a ellos recoger el empeño y caminar.
El primer estreno
Los avatares que rodearon el acta de nacimiento de La hija del capitán, fueron como una premonición de lo que iba a ser su porvenir. El mito de la irrepresentabilidad y el poso reaccionario del carcundismo ibérico que quiso ahogar al escritor en la sima de la desinformación, la banalidad inventada y la mentira a secas, impidieron un normal acceso a su obra. El desparpajo corrosivo de los esperpentos era particularmente demoledor y agudo para el mostrenco culturalismo oficial franquista.
Sólo una vez fue representada en España y sólo una fuera, dirigida por Martínez Elizondo en Toulouse. En la primavera de 1964, el Teatro Universitario de Zaragoza la montó junto con Las galas del difunto, en una puesta en escena que tuve la suerte y el honor de realizar. Sería inútil ocultar que aquellos universitarios- actores, para los que guardo un emocionado recuerdo, protagonizaron con entusiasmo un hecho cultural de primera magnitud en la España escuálida y aplastante que entonces vivíamos.
Ni que decir tiene que el espectáculo fue un bombazo y ahí quedan los testimonios escritos. Se intentaron diferentes procedimientos para conseguir que no acudiésemos a Sevilla al Certamen de Teatro Universitario. Fuimos, pero se nos impidió actuar. El entonces jefe del Departamento de Actividades Culturales del SEU, Florencio Arnán, ordenó que no se nos diera ni de comer, tras veinticuatro horas de viaje. Se nos negó el alojamiento, pero nos quedamos. Nada sirvió para que actuáramos, ni siquiera el ofrecimiento de que representaríamos, a puerta cerrada, sólo para el jurado. Ciertas personalidades del régimen se habían agitado inquietas en sus poltronas y algún otro que debería haber defendido más que nadie, por lo que le atañía, el derecho de mostrar el trabajo, actuó de instrumento represivo e incluso con desplante de su actitud, en cartas que quizás algún día vean la luz. Cuando la tensión se hizo sentir entre los estudiantes, el jefe del SEU sevillano me comunicó protocolariamente que, o nos íbamos, o me expulsaban de la provincia por orden del gobernador (es una lástima, pero no recuerdo sus nombres). Así terminó la pequeña aventura del montaje de La hija del capitán, por primera y única vez hasta hoy en España. Pero no fueron las únicas aventuras que de aquello se derivaron.
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