Defensa del contribuyente
Presidente de la UCD de Madrid Notario
La creación de una sociedad nueva más justa y solidaria exige, dentro de una economía de mercado, un sistema fiscal que responda a las ideas de progresividad en la imposición a medida que los ingresos aumentan; redistribución por la vía del impuesto de las rentas de forma que se eliminen injusticias, necesidades y desigualdades, y eliminación del fraude fiscal procurando llegar a la veracidad en las declaraciones y a la objetividad en la imposición.
Para lograr esos fines es indudable que una seria reforma fiscal es indispensable y es uno de los pilares de un sistema democrático de tipo occidental. En este sentido una política fiscal de este carácter es inherente al programa de los partidos de centro y aun de derechas que no sean estrictamente defensores de intereses y privilegios. El impuesto progresivo es el único sistema de coordinar una deseable disminución de desigualdades y una actuación compensatoria del Estado, con el mantenimiento y defensa de la iniciativa y propiedad privada y con la libertad de empresa.
Pero en este momento en que nos hallamos, fruto quizá de esa ley del péndulo tan hispánica, por pensar que estas afirmaciones previas están de moda o son ahora prevalentes, nadie se atreve a alzar la voz en defensa del contribuyente. Probablemente por miedo a ser acusado por los demagogos de turno o por los que quieren parecer hoy más progresistas que nadie.
Y un sistema fiscal, para que sea justo, tiene que basarse, además de en unos derechos de la Administración, en unas obligaciones correlativas de ella. Y reconocer que el contribuyente tiene, además de unas obligaciones, que se le pueden exigir, unos derechos que debe poder ejercitar.
No se piense que los contribuyentes son los ricos. Contribuyentes somos todos, ricos y pobres, empresarios y trabajadores, de derecha y de izquierda. Desconoce la realidad el que piensa de otra manera. Los que con esfuerzo compran un modesto piso o los que lo heredan; el pequeño propietario rústico con menos renta que un trabajador o el empleado de una gran empresa; el que vive de su sueldo como funcionario o empleado; todos ellos son contribuyentes, no sólo por impuestos indirectos, sino por la vía del impuesto directo.
El fraude como "habilidad"
Hay que reconocer que nuestras costumbres en materia fiscal son muy malas. No sólo porque se defraude o porque la gente se resista a pagar, que eso es normal y pasa en todos los países del mundo, sino porque no existe conciencia fiscal. Es decir, porque el defraudar se considera una habilidad o un mérito y no tiene reprobación social. Y porque al que declara todo se le considera no honrado, sino tonto. Y porque existe un hábito de fraude en el que todos estamos incursos, que alcanza no sólo a contribuyentes, sino a funcionarios, asesores, profesionales y hasta al mismo legislador.
Es preciso afirmar que la responsabilidad del fraude actual es una responsabilidad compartida. No se puede achacar sólo al ciudadano. La ley contaba con él y, aun la fomentaba con tipos tan altos en algunos campos, sin paralelo en otros países, que hacen improbable la veracidad creando así una especie de valor entendido en que la insuficiencia de la base se compensaba con el nivel del tipo.
Y los funcionarios, aun los más altos, lo abonaban con su mal ejemplo. El escándalo de funcionarios fiscales y ministros que sean muy duros con los demás, pero cuyas declaraciones personales son absolutamente impresentables son un apoyo para el fraude. Y la responsabilidad en la creación y desarrollo de esos hábitos es probablemente superior a la del simple contribuyente.
Es preciso partir de estos datos para intentar cambiar esas malas costumbres fiscales que padecemos. Hay que cambiar la ley, no sólo la letra, sino su espíritu; hay que cambiar la conducta y el ejemplo de los llamados a aplicarla, y hay que cambiar la idea que se tiene del impuesto.
El que declara bien y paga lo que le corresponde no es tonto sino honrado. El pagar impuestos no es un estigma sino un honor, aunque a todos nos moleste hacerlo. El pagar muchos impuestos porque se tiene un abundante patrimonio o unos ingresos altos no es un motivo para exponer a esa persona a la vergüenza pública, sino una mayor contribución al gasto público que ha de revertir a todos los ciudadanos, y en ese sentido ese ciudadano merece el respeto de todos porque con su esfuerzo o su ingenio aporta más a la sociedad.
Y para conseguir que todo el mundo acepte el impuesto no es el mejor procedimiento, el insultó o la amenaza. Si el contribuyente, además de lo molesto que le es pagar, se siente perseguido, acusado, casi insultado, tratado como un presunto delincuente, es posible que desde el primer momento se coloque como enemigo. Que desaparezcan sus estímulos para el pago que también existen.
En los países democráticos al contribuyente se le atiende, se le conciencia, se le facilita el pago sin exponerle a represalias o amenazas por el hecho de que lo haga, y se le reconocen y respetan unos derechos. Hasta el punto de que cuando un ciudadano exige ante un funcionario o una autoridad exhibe, como título de su derecho, la frase de «yo pago mis impuestos». Porque el pagarlos le redondeaba históricamente su condición de ciudadano.
Garantizar los derechos del contribuyente
Ante la reforma fiscal actual, importante y necesaria, pero cuya forma de presentación y lenguaje han sido sin duda inhábiles, es indispensable, si queremos que tenga éxito y que sea aceptada, que se garanticen los derechos del contribuyente. Porque cuanto mayor es la presión fiscal mayores deben ser las garantías y derechos de éste.
Y entre esos derechos y garantías han de figurar y ser efectivos como mínimo los siguientes:
1.º Dar facilidades para poder pagar. Es decir, tender a una menor complejidad del sistema impositivo. Es absurdo que haya impuestos que un ciudadano con buena voluntad no pueda cumplimentar sin un asesoramiento especializado. Es absurdo la multiplicación de impuestos y declaraciones con la consiguiente multiplicación del papeleo, la burocracia y el gasto de la Administración.
2.º Recibir un trato respetuoso de la Administración. No tratar al contribuyente como un defraudador nato al que se amenaza de entrada en las inspecciones y partiendo de la idea de que todo lo que dice es falso. Con ello se pone en peores condiciones al que ha dicho la verdad que al que miente, al suponer que todos lo hacen. Evitar los abusos de poder de la Administración que nunca responde de sus errores, que exige pagar antes que discutir y tarda años en resolver los recursos o en devolver lo indebidamente cobrado, y que persigue por comodidad suya antes al que declara que al que evade hasta la misma declaración.
Privilegios, para nadie
3.º Que desaparezcan las discrecionalidades. A ser tratado con objetividad. A no depender de criterios personales o de humores de liquidadores o inspectores. No sólo a pagar lo que le corresponde, sino a que los demás también lo hagan. Porque en materia fiscal el agravio comparativo no es sólo ofensivo, sino perjudicial, porque lo que se deja de cobrar al listillo, al recomendado o al amigo viene a recaer sobre los demás. A que no se utilice el impuesto como arma de coacción personal o para perseguir a enemigos políticos o a clases o sectores; a que no existan profesiones o actividades privilegiadas por su influencia social o política o por comodidad y por las dificultades de determinar sus ingresos. Y a que no haya desigualdades de trato como las que hay ahora.
4.º A que si los ingresos o los bienes se tienden a valorar conforme a la realidad, sea igual el trato para las diversas clases de bienes. Y no resulte discriminado por los criterios valorativos el funcionario que cobra todo oficialmente, o el inversionista en acciones cuyos precios son públicos. A que si los ingresos son ciertos también se puedan descontar los gastos ciertos y no sea la ley fiscal la ley del embudo. Y a que cuando un año una empresa, o casi un sector entero, tenga pérdidas reales, se le admita y no tenga encima que pagar, por el sistema actual de que nunca se puede pagar menos de lo que se pagó en elejercicio anterior porque el Estado lo necesita.
5.º A una efectiva protección jurídica. A que en los recursos y en las liquidaciones se cumplan los plazos. A que en todos los niveles del recurso se pueda dar la razón al contribuyente sin tener que llegar a los Tribunales Superiores, porque ello significa un trastorno, una molestia y un gasto suplementario que no tiene por qué soportar el ciudadano.
6.º A la posibilidad de ser estimado como un colaborador y un pilar básico de la Administración a la que sostiene con su dinero, y no como un enemigo. A que se habiliten los cauces para que por medio de donativos y contribuciones a fines públicos, culturales, asistenciales o locales se haga más amable la contribución al gasto público y se utilicen los naturales estímulos del ciudadano que se siente más satisfecho si sabe que su dinero se aplica a los fines por lo que él tiene más interés o cariño. A que no sea el colaborar con el Estado sólo una odiosa imposición sino también una colaboración fructífera.
7.º Y sobre todo a tener una seguridad en el control del gasto; a que se le rindan cuentas claras porque es el dinero de todos los españoles; no del Ministerio de Hacienda. Que no se malgaste en una administración elefantiásica y en una burocracia absentista; que los funcionarios, que también son contribuyentes, se sientan responsables y administradores del dinero ajeno, de todos los ciudadanos, y que cuanto más alto sea el nivel del servidor del Estado más obligado se sienta a dar ejemplo, a ser cuidadoso en la administración y justificado en el gasto, para que el contribuyente pueda sentirse orgulloso, tranquilo y obligado en conciencia al sacrificio que para él supone pagar el impuesto.
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