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Reportaje:Sobrevivir en Madrid / y 2

Sacarse, sangre, asegurar a recién nacidos o lanzar modelos fotográficos

En el argot clínico, las instalaciones de extracción de sangre se llaman chupones y representan una de las más benévolas versiones de parasitismo conocidas. Hoy muchos de los que se someten a extracciones están allí, ante el drácula de plástico, por pura solidaridad con sus conciudadanos enfermos; pero otros se limitan a vender unos centímetros cúbicos de sangre porque no tienen ninguna otra cosa a la que poner precio, a cambio de un billete, un bocadillo y un vaso de leche.Entre los vendedores de plasma pueden distinguirse dos grandes grupos: los estudiantes y los demás. La presencia de los primeros en los centros de extracción suele recibirse con un cierto optimismo: se sabe que atraviesan una mala situación y se sospecha que es pasajera. Se les mira con simpatía, aunque ellos entienden la mirada como un reproche. Tardan casi tan poco tiempo en comer el bocadillo como en contar el dinero; se despiden hasta nunca y se les responde como a los presidiarios vocacionales con un hasta pronto, en la seguridad de que unas cuantas semanas después volverán.

La tragedia de los vendedores de sangre no alcanza a los estudiantes, sino a los demás. La necesidad de éstos suele ser casi tan aguda como la de quienes van a: sufrir la transfusión: han venido porque están de vuelta. Entre los demás pueden hallarse todas las especies clasificadas de vagabundos: vagabundos de oficio, que son esos hombres que siempre llevan barba de tres días y cuya imagen hemos visto todos en una enciclopedia de enseñanza primaria sobre un pensamiento aleccionador. Estos vagabundos conocen las fuentes de la ciudad, los bancos más soleados y las páginas de sucesos en la misma medida que ignoran las crisis bursátiles o las de Unión de Centro Democrático. Aparecen en la unidad de extracción arremangándose el brazo con indiferencia, y con la misma indiferencia se despiden. A veces las enfermeras creen reconocer en ellos a aquel señor que vino la semana pasada, y la anterior, y la anterior a la anterior, y temen sinceramente que la fisiología acabe vengándose de ellos, que también se permiten ignorarla.

La suerte llama a su puerta

Igual que los vagabundos de oficio agravian a la fisiología acudiendo a vender sangre cuando les parece, los vagabundos ocasionales son en sí mismos un agravio: a muchos se les nota que aún no se han repuesto de la emoción de oír en alguna jefatura de personal queda usted despedido. Mantienen el rubor propio de los que se avergüenzan de perder porque aún no se han acostumbrado. Están entre dos aguas: la sociedad les rechaza como trabajadores fijos y ellos no soportan el vagabundeo permanente. Son una minoría silenciosa tan sólo porque han perdido las ganas de hablar.

Alrededor de las once de la mañana.. la ciudad es ya una desbandada en la que todos los vagabundos le confunden.

El apoteosis de la burocracia llega sobre las doce, hora ideal para que cada uno de sus. servidores diga lo que tiene que decir; a las doce papá suele estar fuera de casa, preguntando o respondiendo, y mamá ha vuelto de negociar la cesta de la compra. Si en la casa ha nacido un niño hace un par de días, ése puede ser un buen momento para que aparezca un señor de corbata. «Buenas, ¿vive aquí la familia de la niña Cristina Quílez, nacida anteayer?», y el señor de corbata se alisa una solapa de su traje príncipe de Gales. «Sí: aquí es.» Milagrosamente, al señor de corbata le brillan a un tiempo los dientes y el remate dorado de su cartera de mano. «En ese caso, permítame que la felicite: su hija ha sido agraciada en el sorteo de 25.000 pesetas que hemos practicado entre todos los niños del municipio nacidos ese día; así, pues, hemos abierto una cartilla a nombre de su niña: ¿me permite pasar?» Una madre que acaba de negociar una cesta de la compra jamás niega su entrada en casa a 25.000 pesetas inesperadas. «¿Ha dicho usted 5.000 duros? ¿En una cartilla? Dios les bendiga a ustedes. Por cierto: ¿cuándo podríamos retirar el dinero?» Al señor de corbata le brillan esta vez los ojos y un anillo solitario con piedra falsa. «¿Retirarla, dice usted? Precisamente la compañía a la que pertenezco quiere evitar la posibilidad de que padres desaprensivos retiren prematuramente el dinero que queremos dedicar a la futura formación de sus hijos, bajo la divisa: Hay que acabar con los vagabundos. ¿Retirarla, dice? Antes bien, mi compañía propone que usted haga unas aportaciones mensuales de un mínimo de setecientas pesetas, a las que aplicaríamos un suculento interés, para que la niña pueda encontrarse, a sus ocho añitos, con una cartilla cuyas existencias le permitan salir adelante en la vida.» Cinco minutos más tarde, la mamá firma un papel y entrega mil pesetas al señor de corbata.

Cuando su marido regresa hace cuentas y calcula que cuando¡ Cristina Quílez cumpla ocho años, 25.000 pesetas pueden ser el precio de un kilo de pescadilla o el de cuarto y mitad de café. Después pregunta a su mujer quién va a invertir el dinero que ellos vayan entregando. Inmediatamente decide consultar a un abogado, con ánimo de presentar una demanda, pero desisten porque si reclamamos, el remedio será peor que la enfermedad. Esa mañana, los señores Quílez han perdido mil pesetas adicionales. Pero no son los únicos: el señor de la corbata y su compañía saben que en Madrid nace un niño cada cinco minutos y, por tanto, tienen en potencia 100.000 nuevos clientes por año.

A la una en punto, Angelita Sánchez, empleada de hogar según la ley y chacha según sus señoritos, se cruza con el señor de corbata mientras se dirige a una oficina. Lleva en el bolso un recorte de periódico en el que se lee el siguiente anuncio: «Se necesitan modelos», y está segura que a ella los pantys le sientan tan bien como a esas chicas tan delgadas que salen en la tele. Poco después la recibe un hombre de unos cuarenta años, con el pelo escandalosamente teñido. "Señorita: creo que es usted la persona que estamos buscando; a ver, vuélvase. Sí, sí: estoy seguro de que no me equivoco. Vaya usted a esta dirección; hágase las fotos para nuestro catálogo y espere nuestra llamada telefónica. "

Por primera vez en su vida, Angelita posa ante una cámara, que está posiblemente descargada. A continuación, el operador le dice: «Son 3.000.» Ella pregunta: «¿Fotos?», y él responde: «No; pesetas.» Ella paga.

Nadie telefoneará jamás a Angelita Sánchez.

Tampoco seguirá nadie los pasos de los vagabundos, ocasionales o de oficio. Nadie seguirá al dueño de la mesita, el cubilete y el dado, que siempre gana a los apostadores junto a los estadios y en las verbenas; nadie podrá demostrar que el vecino del cuarto se gana la vida como guardaespaldas; nadie podrá distinguir a la luz del día a un apócrifo vendedor de libros de un joven ministro del Gabinete.

Nadie puede condenar a los madrileños que consiguen llegar a fin de mes, aunque sus cuentas no nos salen. No hay un pecado más venial que el de sobrevivir en Madrid.

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