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Tribuna:El aborto en el Derecho Penal español/ y 3
Tribuna
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Una tesis proabortista

Como el concepto de indicación social admite varias formas de manifestarse debe ser sometido a una crítica diferenciada.

Si se le entiende tan restrictivamente como mi colega de Munich Claus Roxin —el más brillante defensor alemán de la solución de las indicaciones—, quien en un congreso celebrado en México en abril de este año, sólo quiso dar, como ejemplo de aborto indicado socialmente. el realizado para interrumpir el embarazo de una madre de seis hijos que tiene que completar los ingresos de su marido trabajando fuera de casa y que carece de ser vicio doméstico, entonces la indicación social no es más que una pequeña ampliación a otros su puestos del mismo insostenible criterio en que se basan las otras tres indicaciones.

Si se extiende la indicación social a otros casos de «angustiosa necesidad», hasta llegar a comprender en ella, en determinadas circunstancias, el supuesto más frecuente de embarazo no deseado: el de la mujer soltera, entonces hay que rechazarla también porque supone una regulación que, admitiendo el criterio básico de la solución del plazo —los intereses de la embarazada deben prevalecer frente al embrión, independientemente de la «moralidad» con que éste ha sido concebido—, no tiene ninguna de sus ventajas: ante el temor de que la correspondiente instancia oficial decida que no concurren los requisitos de una indicación social, la mayoría de las mujeres seguirán inclinándose por el aborto clandestino —incluso las que podrían haber obtenido una eventual autorización para la interrupción del embarazo—, y, con ello, por el riesgo de perder la vida o la salud.

Si la indicación social se entiende como en Inglaterra, entonces no hay nada que oponerle: pero eso es porque hemos entrado ya, por una vía indirecta, en la solución del plazo.

A favor de la solución del plazo

De la crítica que hemos hecho hasta ahora deriva ya que la solución del plazo ofrece dos ventajas de las que carecen tanto la actual regulación española como la solución de las indicaciones: la interrupción del embarazo queda autorizada para todas las mujeres —independientemente de la clase social a la que pertenecen— y se evitan los abortos clandestinos con sus consiguientes riesgos para la vida y para la integridad física de las embarazadas.

Pero no es sólo porque la solución del plazo evita los inconvenientes de las restantes posibles regulaciones por lo que debe ser preferida. Detrás del problema del aborto —y de ahí las tensiones emocionales que provoca— está toda una tradición cristiana de moral sexual, que considera un crimen gravísimo todo tipo de control de la natalidad: desde las prácticas anticonceptivas hasta el aborto. Que se respete esa concepción ética no quiere decir que se comparta; ni, mucho menos, que se pueda tolerar su imposición violenta por la vía del Derecho Penal. En este país existen muchas personas —que, por cierto, nunca han tratado de meter en la cárcel a los que no sentían como ellos— que no están de acuerdo con esos criterios morales. Y que, en referencia concreta al aborto, piensan que un embarazo no deseado no puede justificar el que se prive a una mujer para siempre de su derecho a buscar y a encontrar, si tiene suerte, su felicidad personal. La tesis que aquí se defiende puede incluso formularse con una terminología cristiana: en el conflicto entre una «cosa» sin forma humana ni actividad cerebral, que mide seis milímetros (al final de la cuarta semana de embarazo) o 33 (al terminar la octava), y la infelicidad y la angustia de lo que verdaderamente es un ser humano, me inclino del lado de éste: por que sólo a él considero ese «prójimo» a quien hay que tratar de amar, en lo posible, como a uno mismo.

Para finalizar, quiero hacer una observación sobre recientes declaraciones de importantes políticos españoles de izquierda, quienes, por una parte, defienden una liberación de la interrupción del embarazo, y, por otra, rechazan que se les llame proabortistas. Con ello parece que quieren destacar la importancia de una política anticonceptiva que, al evitar en gran medida embarazos involuntarios, haría disminuir el número de situaciones conflictivas de aborto. Pero si las palabras tienen un sentido, las actitudes pro y antiabortistas sólo pueden plantearse cuando —sin esa política o a pesar de ella— el embarazo se ha producido: es entonces cuando, por primera vez, hay que decidir si se está a favor o en contra del aborto. Aunque este problema podría reducirse, en última instancia, a una cuestión terminológica, prefiero llamar a la tesis que he mantenido en este artículo por su nombre; es proabortista. Prefiero hacerlo así porque, ante una eventual y próxima modificación del Derecho Penal del aborto, conviene formular inequívocamente cuál es la reforma que se defiende, y porque, como dice Freud, «se empieza cediendo en las palabras y se acaba claudicando en el fondo».

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