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Reportaje:

El Rastro: la batalla del domingo

El Rastro había sobrevivido gracias a un extraño acuerdo entre la bohemia, el mercantilismo y el Ayuntamiento. Significaba que la utilidad e inutilidad de los objetos es una cuestión relativa a los dueños; que hay cosas desechables, pero no inservibles. Cualquier ciudadano madrileño de la posguerra, Ernesto Arranz, por ejemplo, no tenía ningún inconveniente en Instalar en la Ribera de Curtidores un tenderete con todos los excedentes caseros del último año. Amontonaba unos metros de tubería, una lámpara sustituida, un viejo lavabo, un aparato de radio prehistórico y cuatro marcos de cuadro, y hacía un hueco en medio a dos cachorros de su perra caniche, que siempre tenía un desliz en primavera. Aquellas ventas habían sido puestas fuera de la ley quizá por el mismo jurisprudente que inspiró la ordenanza que prohibía cantar, bailar, hacer aguas mayores y blasfemar; pero el Ayuntamiento buscó una manera de burlar su propio aparato represivo y tomó la decisión de consentir. Seguiría aplicando el castigo que hace temibles a los ayuntamientos de todo el mundo, es decir la multa, si bien procuraría que las sanciones fueran ínfimas. Así, cada domingo, a primera hora de la mañana, un guardia municipal ha venido haciendo su ronda: se acerca maquinalmente a cada puesto, entrega el ticket al infractor de turno, recibe las cinco pesetas simbólicas, comenta el partido del Rayo Vallecano y pasa al tenderete siguiente.En el fondo, el Rastro ha sido una ocasión de que todos los madrileños supieran un día, de una vez por todas, qué es lo que hay en sus cuartos trasteros, o en la retaguardia de sus casas, y pudieran cumplir con el mercader que todos llevamos dentro desde que los fenicios pasaron por España. En el Rastro, Ernesto Arranz tenía la oportunidad de poner precio a las cosas que ya no lo tenían, porque él las había hecho distintas, y podía defender su valor por encima de elementos tan decisivos como la congelación de precios o el bloqueo económico. Era, durante una mañana, el artista que valoraba su obra con total independencia.A la hora del Rastro han firmado la paz moros y cristianos, guardias y ladrones, falsos y auténticos profetas. En la plaza del Campillo del Mundo Nuevo, cuyo nombre es una alegoría, un sacerdote musulmán-hindú vende perfumes y, a un tiempo, recita el Corán; envuelve a sus clientes en una nube de patchouli, en otra de extracto de jazmín y en una homilía. Treinta metros más allá, el capitán Walther ha puesto a disposición de sus clientes durante más de veinte años una colección de insignias nazis que hacían posible un revival íntimo y furtivo del Tercer Reich. En esa placita han firmado un pacto de no agresión Rosemberg y Mahoma, sin necesidad de reunirse en Ginebra.

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La universalidad del Rastro ha ido más allá de los objetos y ha llegado, pues, a los hombres. Aún es posible encontrar en él a esos chinos delicados que inventaron el Domund y a quienes todo el mundo ha estado a punto de preguntar alguna vez si vienen de la China de Mao, de la de Chiang Kai-Check o del Pozo del Tío Raimundo; chinitos a los que nadie les ha preguntado nunca sobre su origen para permitirles el misterio, que es seguramente lo único que les queda. Merecería le pena subvencionarles los tarros de laca y los pay-pay, no vaya a ser que se vayan abajo con la competencia de los beatniks y tengan que cerrar el quiosco. El día que se hayan ido se borrarán un poco en la memoria de todos las historias del abuelo, en las que siempre había un Fu-Manchú, un sacamantecas y un contrabandista.

Quedan también judíos de bonete, seres que desmienten la teoría de que los judíos de ahora ya no son como los de antes. Hebreos que conservan el perfil, y el sayo que, según la tradición, oculta innumerables riquezas. Es inevitable pensar que el candelabro en puro bronce que nos ofrecen se le va a caer uno de los siete brazos antes de que lleguemos a casa con él, mientras nuestro judío se nos esté riendo por la espalda.

Conviven estos judíos con sus vecinos los árabes, que en el Rastro se han especializado desde siempre en motivos pornográficos. Desde hace treinta años, los jóvenes que, tenían plan paseaban unas veintiséis veces ante la mesita del moro antes de decidirse a comprar una caja de profilácticos, que en el último momento y por error se cambiaba por un estuche de piedras de mechero. Ahora, el moro abstracto y múltiple sigue estando en todas partes, pero los profilácticos y la baraja sexy se les quedan un poquitín pasados de moda. Las chicas de los naipes se han dado menos prisa en aligerarse de ropa que las de las revistas-semanario, y la píldora anticonceptiva está acabando con la competencia. A pesar de Oriente Próximo, judíos y árabes nunca han organizado en el Rastro ningún conflicto.

En el Rastro se tropieza, en fin, con otros vendedores oportunistas; allí está un gitano, evidentemente el gitano de la copla, que siempre ofrece cuatro o cinco relojes de pulsera y recuerda vagamente a Kiko Ledgard. Es un gitano omnipresente y delgado que siempre lleva pañuelo de seda naturá, traje de estambre y un bigote copiado al cantante camp Jorge Sepúlveda. Es uno; son doscientos gitanos que han dejado de ser aves de paso, porque el Rastro les da lo que necesitan.Hay peritos en cunas, en invernaderos, en trompetas de gramófono, en flores y en chatarra, y calle arriba va sintiéndose un amplio registro de aromas.Hace seis meses, más o menos, comenzaron a expenderse consignas políticas. Se empezó a decir desde Cascorro Suárez, escucha, el pueblo está en la lucha, y las proclamas, que tenían un indudable aire deportivo, desaparecían al domingo siguiente como un acné juvenil de la democracia, y eran sustituidas por otras. Por entonces empezaron los palos.Algunos dueños de tenderetes pensaron que los provocadores tenían que ver con el Ayuntamiento, que posiblemente se había cansado de consentir. En las situaciones de tumulto se apropiaban de alguno de los grisot y decían por lo bajinis para municipalizar las arengas: Arespacochaga, el pueblo no te traga,.en plan reivindicativo. Cada domingo, los tumultos han ido aumentando. Al final de la mañana llegan los provocadores, cambian golpes con los encargados de los tenderetes políticos, y en la desbandada siguiente los quioscos se derrumban.

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Se sabe que los comerciantes instalados en edificios quieren defender el Rastro hasta donde puedan. Hace unas semanas estuvieron a punto de organizar una colecta para compensar las pérdidas de «un pobre hombre que tenía 20.000 pesetas en género, se lo destrozaron en la estampida y le dejaron llorando ante los cacharros». Unos proponen que el Ayuntamiento arbitre algún lugar indestructible de la ciudad «para que los extremos puedan tocarse la cara con toda tranquilidad», otros dicen que los políticos pacifistas merecen una protección y deben estar allí, «porque tienen los mismos derechos que los demás y están dentro de la ley: lo que pasa es que hay que dedicarles un sitio despejado y organizar bien a las fuerzas del orden para que tengan capacidad de maniobra». Laureano Pinto, que nació en el barrio y tiene un comercio de armas antiguas es más expeditivo: «Si nosotros, los que vivimos en el Rastro nos organizamos bien y darnos una batida, no se escapa ni uno de los provocadores: el problema se reduciría a cerrar unas cuantas salidas. El único punto en contra es que sería peor el remedio que la enfermedad.»

Mientras se buscan soluciones, el Rastro está en trance de extinción. Y si los tenderetes se retiran, todos los ernestos que iban eón sus lámparas oscuras y sus cachorros no tendrán más ocasiones de descubrir que se han encariñado con ellos. Támpoco el resto de los madrileños tendría la oportunidad de ir a comprarse una mesa camilla y volver a casa con un loro y un libro de recetas de cocina.

Y Madrid se quedará sin su cuarto trastero, sin su ONU de juguete, sin su trastienda.

Alguien confunde el contraste de pareceres con la batalla del Jarama.

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