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La historia que no sirve

Es evidente que ahora, en España, se lee mucha historia. Han surgido cantidad de revistas populares que tratan de temas históricos, se dan a la luz tiradas considerables de libros de historia y hay copia de historiadores (e historiadoras) jóvenes. Algunos muy buenos. El hombre maduro, el que para la generalidad de la juventud y aun para los dinámicos cuarentones que dirigen el cotarro es ya una sombra o está en la categoría de lo que se define como un viejo imbécil, observa dentro de su imbecilidad, que esta historia a la moda es algo exclusivista, como todo producto de las modas; sobre ella es evidente que se percibe también el peso de capillas y cenáculos. Hagamos en primer lugar historia seria, historia científica. Ergo historia económica. Mas a veces resulta que hay gentes que confunden la historia económica con la historia de la contabilidad... Y el caso es, también, que el viejo cree saber que la historia económica no se puede hacer bien sin saber historia de la tecnología. Algo acerca de esto leyó ya en Marx y piensa si, en alguna ocasión, no será más marxista que los que hacen tabla de precios y balances: labor en la que todos sabemos que los empleados de la banca capitalista son más expertos que los hombres y mujeres de filosofía y letras, sección de historia, profesor X. Sin embargo, el saber cómo han sido un arado, un molino de viento o una ferrería, desde el punto de vista técnico, mecánico no parece que nos ocupa más que algunos vejetes chiflados.Dejemos la historia, venerable sin duda, de las cuentas o comptos y contables.

También se cultiva hoy mucho la historia política (sección contemporánea). En este caso el especialista saca de los periódicos las más sustanciosas informaciones. Mi admirado y querido compañero Miguel Molina Campuzano, director de la Hemeroteca Municipal de Madrid, pasará al martirologio, si no romano, si periodístico, por lo que tiene que bregar con los usuarios de dicha hemeroteca, en trance de «papeletear» colecciones de periódicos tales como El Motín, El Cencerro, La Hoja de Parra, La Abeja de Oro, las revistas ácratas de comienzos de siglo y otras, fuentes de conocimiento ingentes, inmensas. Como ven ustedes, estoy al tanto del vocabulario burocrático-histórico. Fuentes, fichas, papeletas, torrentes de saber sobre personajes importantísimos y misteriosos. «Le advierto a usted -le dice un joven dinámico e irónico a un viejo gaga que puedo ser yo mismo- que estoy papeleteando todo lo que escribió don Fulano.» «Pero, querido amigo -objeta el viejo-, yo siempre he oído decir a la gente respetable de su época que ese don Fulano del que me habla usted era un perfecto melón.» « ¡Ahí está, ahí está! ¡Siempre lo mismo! Con las personas de su generación y de su formación no se puede hablar. »

Vuelve el viejo a la soledad. Cerca de la mesa donde trabaja hay un estante. Se fija en dos volúmenes que están en él. Uno es !a conjuración de Catalina de Salustio. Otro, la Historia augusta. Piensa: «Esta noche repasaré un poco el texto sobre el revolucionario, romano y mañana algunas biografías de emperadores de la época de la llamada Anarquía Militar.» Chismes, cuentos, enredos. Porque Salustio no nos suministra cifras exactas de nada y los problemáticos historiadores de Maximino Tracio o de cualquier otro energúmeno parecido no presentan sus fuentes con claridad.

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Empieza a leer el solitario y al punto ve cómo están trazadas las figuras de los buenos y de los malos. No tiene que ser muy lince para sospechar que Salustio no dice toda la verdad tampoco Cicerón, según recuerda. Piensa, asimismo, que el esquema del revolucionario siempre puritano, aunque terrible, falla en este como en otros casos. Porque Catilina, que fue todo un revolucionario en el sentido estricto de la palabra, no era un hombre de buenas costumbres, ni eso le importaba. ¿Entonces? Entonces hay que rehacer la historia para uso propio. Al rehacerla el solitario se pregunta, también, qué es en realidad una revolución y si no habrá conocido algún Catilina en canuto o a varias gentecillas con vocación catilinaria, en Madrid, Valladolid o la Puebla de Don Fadrique, allá por los años de 1934 u hoy, en 1977.

También da en pensar que acaso los Cicerones y Salustios pueden darse con mayor dificultad hoy por falta de letras, aunque haya tartufos que tomen su postura. Un noble lord inglés decía que la gravedad es un signo de impostura... Catilinas de vía estrecha. Salustios de pacotilla: graves historiadores, al servicio de... Sí: también cree uno haberlos conocido y hasta padecido pensando en «modelos», arquetipos y otras invenciones antropológicas, puede sacarse, la consecuencia de que personas parecidas se dan en, situaciones parecidas: en que la gravedady juridicidad de los viejos encubren, rapacidad, egoísmo y pereza. La turbulencia de los jóvenes tapa mal apetitos, vanidades, narcisismo...

Llega la segunda noche el solitario lee la Historia augusta. Las biografías no ejemplares, pero sí extraordinariamente paralelas, de soldadotes rústicos que se suceden los unos a los otros, mediante sublevaciones y pronunciamientos, le dan ahora otros «modelos». Invocando el orden unas veces, por espíritu de cuerpo otras, por simple ambición casi siempre, estos soldadotes producen el caos en el imperio más sólido y rico que ha existido. Lo de la «anarquía militar» le recuerda la situación actual de países que, para aumentar su honra, no se llaman ya «hispanos o «iberoamericanos», sino «latinoamericanos». ¿Será en bajo latín en lo que hablan los generales de las repúblicas hermanas? no, sin duda. Pero la Historia augusta les podría dar a aquéllas ejemplos del siglo III buenos para reflexionar al caer el XX. A nosotros también.

Yo no soy un clasicista a ultranza. Para serlo hubiera tenido que haberme educado con los jesuitas a fines del siglo XVII; pero creo que los hombres de hoy, con toda su carga histórica, con todos sus saberes modernos, debían volver de vez en vez a lecturas viejas. A meditar sobre ellas, para no usar demasiados argumentos como los de que: «en nuestra época eso ya no puede repetirse.» «Hoy la marcha de la sociedad es distinta.» «en pleno siglo XX... », etcétera.

¿Está usted seguro, joven, de no conocer algún Catatilina en ciernes, nacido de cualquier vieja ciudad hispanica? ¿Cree usted que hoy los hombres no pueden tener apetitos desordenados como los tenían los del tiempo de Salustio? ¿Cree qué en el siglo XX no se puede dar la estampa del soldado de fortuna? Si no conoce o no ha conocido usted gente de ésta, mejor para usted. Siga fijándonos el precio del trigo en la época de Felipe IV, la baja del consumo de cacao en la de Fernando VII. Siga con sus análisis cuantitativos. Son exactos y provechos. Yo no le aconsejaré que los abandone. Por lo contrario: le pediría consejo. La cuantificación me parece necesaria en todo pero no sé cómo podríamos pesar, o medir en términos absolutos, a un Catilina, a un Maximino Tracio o a un Maximiano Hércules para comparar su peso con el de nuestro peligroso conocido, el joven Peláez. No creo que la comisión de pesos atómicos nos pueda orientar sobre estos pesos y pesadumbres. Sí pienso que con media docena de intrigantes del día, se podría hacer un proyecto de Catilina y que con seis o siete soldados poco distinguidos cabría obtener un Galerio o un César de la decadencia.

En fin. La historia que hoy no sirve para nada es la historia que no sirve para hacer oposiciones. Pero el solitario en su rincón la lee, la comenta y se rasca ligeramente la cabeza. Debilidad, imbecilidad si se quiere.

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