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Vicente Aleixandre, premio Nobel de Literatura

“Quise vivir y he vivido la suerte de mi pueblo”

Con dos años más que el siglo, enclaustrado en Velintonia 3, Vicente Aleixandre es la poesía misma. Primero fue una tuberculosis renal, mucho más tarde una afección cardíaca, recientemente, el glaucoma operado en sus ojos: coartada para un encierro que se rompe cotidianamente con la visita de los amigos, continuación perpetua de un arresto domiciliario autoimpuesto por el poeta al poeta, por el español al español. A Aleixandre -que recibe cada día en esta biblioteca llena de fantasmas- le gusta la palabra por encima de todo: curiosea, pregunta, juega, no pierde el interés por un mundo al que apenas se asoma: el médico, un cine acaso con algún poeta amigo. Pocos viajes en estos últimos cincuenta años. El verano, siempre en Miraflores, donde salvara la vida allá por 1926: un exilio interior que no pudo evitarle seguir las historias, terribles o divertidas, de su alrededor. Aleixandre no me cuenta que en Velintonia 3 se reunía la ayuda a la mujer de Miguel Hernández. Que allí, en el aire sacerdotal de su chaqueta de punto, su corbata pequeña y perenne, sus azules ojos, conspiraba la poesía, se leían manifiestos que él no podría firmar, se fraguaba, clandestinárnente, la libertad de la escritura. Se hacía esa línea poética que permite a Vicente Aleixandre, y no a muchos más, escuchar sin rubor el nombre de maestro: se alojó y discutió la poesía social; se recogieron y animaron los primeros respondones, los poetas de los cincuenta; fueron recibidos los novísimos. Allí nacieron amistades y odios que durarían años, vidas. Y él, allí, haciendo su poesía impertérrita, su viaje continuado alrededor del 27. De aquel, tricentenario al que hay que sumar, ya, cincuenta años más. Para Aleixandre, poesía es comunicación y encuentro. Y la poesía, para este hombre solo, del que no se conoce la historia amorosa, es también amor. «Pacto final el de la poesía que no olvida ciertamente que el hombre es naturaleza, y que el viento unas veces se llama labios, otras arena, mientras el mundo lleva en su seno a todo lo existente.» «El genio poético -escribía en 1933- escapa a unos estrechos moldes previos que el hombre ha creado como signos insuficientes, de fuerza incalificable. Esa fuga, o mejor, ese choque del que brota la apasionada luz del poema , es su patética actividad cotidiana: fuga o destino hacia un generoso reino, plenitud o realidad soberana, realidad suprasensible, mundo incierto, donde: el enigma de la poesía está atravesado por las supremas categorías, últimas potencias que iluminan y signan la oscura revelación para a que las palabras transtornan su consuetudinario sentido.» Y Aleixandre empieza hablar.

Vicente Aleixandre: No, no me considere usted maldito en ningun sentido. Es cierto que mis simpatías estuvieron del lado republicano, que había escrito poemas de guerra y colaborado con El Mono Azul como todos los de la generación. Ahora me alegro de no haberme podido ir al exilio: yo quise vivir y he vivido la suerte de mi pueblo. Admiro a los compañeros que se fueron con tanta dignidad, pero no me arrepiento de haber hecho y visto la historia desde dentro, como ellos la hicieron desde fuera. Además, siempre tuve a mi lado las jóvenes generaciones, los poetas que fueron surgiendo tras el desastre casi secretamente. Ellos me acompañaron desde el principio, cuando yo cra un poeta tachado, y para mí, ha sido una gran suerte sentir cómo la poesía renacía en este país de cenízas.

Aleixandre me mira: «Fíjese, me dice: yo podría decirle, parodiando a Napoleón: en este sofá, cincuenta años de poesía personal la contemplan a usted.» Y empieza el recuento de sus recuerdos.

Vicente Aleixandre
Vicente AleixandreCésar Lucas

V.A.: Yo soy un malagueño que nació en Sevilla, o un sevillano que se crió en Málaga. De Sevilla no tengo la menor memoria, de modo que, cuando me preguntan, digo que a la vida nací allí, pero a la luz nací en Málaga -Aunque el resto de mi vida, salvo la infancia, la viví en Madrid, nunca me he sentido castellano, sino andaluz. y mediterráneo. En Sevilla nací casi por accidente, en casa de mi abuelo. Es una casa conocida, en la plaza de Jerez, Hoy se conserva en el mismo lugar, y está llena de niñas: es una fundación, con sus pasillos y esas niñas de uniforme llenándolo todo...

Al parecer, yo no lo sé, porque no viví en zona nacional, el general Franco pasó al principio de la guerra por Sevilla, y se quedó en esa casa que era propiedad de una señora sevillana. Y hace unos años, el Ayuntamiento puso una placa para recordar no el nacimiento mío, sino las breves estancias del general. «Algún día desaparecerá esa lápida», me dicen en broma mis amigos, «y pondrán una que te recuerde a tí»; pero yo no necesito lápidas, no se vayan a pensar los lectores que yo ando buscando lápidas ni monumentos, pero cuando paso por allí me fastidia, qué demonios, parece que me han puesto la placa del general y la guerra encima de la cabeza! Después de todo, en esa casa nací yo.

EL PAÍS: Ha dicho usted que su abuelo le influyó a nivel literario,

V. A.: Sí. Mi abuelo fue un personaje importante en mi vida. Era un granadino valiente, un andaluz bravo, que había escapado del seminario donde le metiera su tío, que era obispo. Como no tenía la menor vocación de cura, a los dieciséis años se fugó, haciendo una escala, cortanido una sábana y escapando por la ventana, de noche. Y como quedó huérfario muy niño, se encontró sin nada, e hizo lo único que podía hacer: sentó plaza, que se decía entonces. Se enroló de soldado raso y se fue a Cuba, que todavía era española, y allí vivió y luchó algunos años, y le hizo un hombre con una larga experiencia, y con quien hablar era para mí un auténtico deleite. Yo tenía catorce años cuando murió, y siento no haber llegado con él vivo a los dieciocho, a los veinte años. Mi abuelo, que sentó plaza de soldado a los dieciséis años, llegó, por su propio valor, a general.

De manera que le debo no sólo su influencia personal, sino las primeras lecturas y algunas fidelidades mías, literarias: la admiración a Bécquer, que era amigo suyo (y lo recuerdo en uno de mis Encuentros).

Y debo por fin a mi abuelo la educación laica que recibí, que no fue anticlerical, pero tampoco religiosa, y la afición a la novela, en concreto a Galdós.

"Sin Valery, Rimbaud y Joyce, yo no sería poeta"

EL PAÍS: Becquer se considera en las historias de la literatura española como un romántico tardío. Yo pienso que los verdaderos románticos españoles han sido ustedes, la generación del 27. Y creo que no tuvieron ustedes maestros, tradición.

V. A.: Verá usted, cuando nosotros aparecimos, se leía a los modernistas, y a los del 98. Puedo decir que me formé leyendo a Antonio Machado, que fue para mí un maestro, y a Juan Ramón Jiménez. Y que descubrí la poesía tarde, pero totalmente, con Rubén Darío. Yo hasta entonces era lector de novela y detestaba la poesía. La culpa era de la escuela, esos horribles cuartetos qué nos hacían pasar por gran poesía: a los once años me juré no volver a leer esos versos horribles jamás. Y ya ve usted. Tenía yo dieciocho cuando me encontré, veraneando, con un muchacho, y descubrimos que a los dos nos gustaba la literatura. El se sorprendió de que yo no leyera poesía, y supiera en cambio, prácticamente de memoria, novelas enteras de Baroja. Y me dejó un libro de Darío, que fue mi encuentro con la poesía total. Aquel muchacho era Dámaso Alonso, y aquel libro fue para mí la pasión a que me iba a dedicar toda la vida. Pero creo que ni Darío ni ningún modernista influyera en nuestra poesía, en la mía el menos. En cambio, yo si aprendí de Machado.

EL PAíS: Pero respecto al 98, ustedes dieron, cuando menos un paso adelante, y me refiero a la concepción estética.

V. A.: Nuestra generación puede tener una satisfacción: no hemos sido nunca parricidas, y la frase no es mía. Aunque no les seguimos, no atacamos lo anterior. No, la generación no fue beligerante con lo anterior, nos hicimos con ello y seguimos adelante. Puedo decirle que Machado, Valle Inclán y Juan Ramón fueron los primeros. Luego ya fue Valery, básico, y los simbolistas. De Rimbaud, la prosa, más que el verso, y sin ellos y sin Joyce, al que leí en traducción latinoamericana, yo no sería poeta. Luego vino la poesía francesa del siglo XIX y los románticos alemanes y los franceses, y los ingleses, y muy importante, la poesía irracionalista, el inmenso Novalis.

EL PAÍS: ¿No me menciona usted a Góngora?

V. A.: Góngora fue un descubrimiento y una necesidad de la generación. Era un enorme poeta y estaba completamente olvidado. Nosotros, que no eramos una escuela sino una red de amistades, nos proponíamos ser enormemente exigentes con la forma, con la palabra. Y en Góngora, que se nos apareció como la norma, el rigor, la perfección y finalmente el olvido, coincidimos todos. Fue un descubrimiento. Allí estaba la encarnacíón de la belleza.

EL PAÍS: ¿Pero les gustaba a ustedes de verdad?

V A.: Bueno, yo creo que no era el preferido individualmente, pero fue una lección de ser poeta y un aglutinante. Yo, por ejemplo, he querido siempre más a San Juan de la Cruz, que no tenía la frialdad de las Soledades o el Polifemo.

EL PAÍS: Galdós, al que usted dice no haber abandonado nunca, no era muy popular entre ustedes.

V. A.: No. Creo que nos gustaba a varios, pero no lo decíamos. Para mí, Galdós fue una fijación de lectura, desde que a los trece años, de los estantes de mi abuelo, saqué el Capitán Centeno. Luego seguí con él, aunque mi escritura recorriera otros caminos. Recuerdo, ya ve usted, la sorpresa de Federico y mía cuando supimos que los dos admirábamos a Galdós, una noche, cenando. Nuestro gusto era insólito. En la generación, Galdós fue un escritor olvidado, como quien dice dormido.

"La poesía, o es multitudinaria en potencia, o no es poesía"

EL PAÍS: Volviendo a Machado, del que usted dice que es su maestro. No parece que usted haya hecho una poesía tradicionalista a nivel formal, o popular a otros niveles, que es la estética que acabó propugnando Machado. Quiero decir que si con algo han roto ustedes, es con los presupuestos de la poesía realista.

V. A.: Sí, es cierto que gran parte de mi obra es superrealista y que el surrealismo ha quedado latiendo en el total de mis versos. Pero yo siempre he sido fiel a esos elementos que hacen humana la vida del hombre. El hermetismo de que nos acusan no fue nunca nuestro postulado estético. Y el mío siempre fue, y lo he dicho muchas veces, ser poeta para todos. Sin embargo, la cultura nos ha llevado a una lengua difícil, nos ha separado del gran público. Fíjese, cuando yo escribí mi segundo libro, Pasión de la Tierra, que era atrevido, de forma ruptural y complicada, yo tenía conciencia, mientras lo escribía, de hacerlo desde las entrañas, en carne viva, queriendo relacionarme con la raíz de la vida, y expresarla en forma artística para comunicarme con el resto de los hombres. Y me daba cuenta también de que el lenguaje era difícil para el tiempo, pues la cultura había conducido, irremisible, a una lengua poco comunicable con el gran público. Y yo decía: yo, que en este libro estoy queriendo poner algo que me es común a todos los hombres, lo estoy poniendo en un lenguaje que me separa, para el que no tengo, calculaba yo, más allá de cien o 150 lectores. Pues bien, puedo decirle que la satisfacción más grande, la más pura, sencilla y silenciosa de mi vida es que ese libro, del que efectivamente sólo se hicieron 150 ejemplares en la primera edición, y que fue escrito con plena y dolorosa conciencia de su hermetismo, años después se venden miles de tjemplares, circula como cualquier otro libro mío.

EL PAÍS: ¿Y cómo explica usted este éxito contra el lenguaje llano?

V. A.: Yo creo, y lo he dicho muchas veces, que la poesía, o es multitudinaria en potencia, o no es poesía. Quiero decir con eso que la poesía cuenta lo que une a los hombres, y que es un mensaje dirigido a todos, no a una minoría. Claro que los lectores concretos es otro problema, porque no se trata de cambiar el lenguaje al cotidiano -ahí, en esa diferencia de lengua está la poesía- o de buscar facilidades. Se trata de que la sociedad conduzca a todos hasta que puedan comprender el arte y la literatura, no de rebajar éstos. Por otra parte, hay que tener en cuenta la dinámica del gusto. Yo, desde esta atalaya, he visto desfilar tantos... Y ya ve: yo creo que he tenido a mi favor la evolución del gusto. Pasión de la Tierra era muy difícil entonces, y ahora ya no lo es tanto. Ha encajado en el nuevo espíritu como si me hubiera adelantado a mí mismo en treinta o cuarenta años.

EL PAÍS: Volviendo a la generación. El primer contacto es, pues, con Dámaso Alanso. ¿No es así?

V. A.: Sí y no. A Dámaso le conocí en 1917, creo, y él fue el primero que conoció poemas míos, aquellos versos tan tímidos que pasó mucho tiempo antes que nadie los leyera. Dámaso conserva un álbum con una serie de aquellos poemas, que nunca fueron publicados. Es una reliquia. Y me dijo que lo tenía hace muy poco. Fíjese, cuando se lo pedí no me los quería dejar, por si no se los devolvía. Pero yo le dije: Dámaso, sí son tuyos. Y me los dejó. Pero verá usted: yo, en Málaga, en mi infancia iba al colegio de un maestro, don Buenaventura Barranco Bosch, al que los niños llamábamos don Ventura. Parece que le estoy viendo, rodeado de chiquillos, con un puntero y dispuesto a señalar en el mapa los pueblos y ciudades y paisajes de España. Esa es mi memoria: unos grandes bigotes de la época y una bondad inagotable. Pues bien, allí estudié con el que había de ser compañero de la generación, Emilio Prados. Juntos íbamos al colegio cada mañana, por aquellas calles, por la plaza de la Constitución. Todo está igual, con otros nombres: no sé cuáles habrán puesto ahora, un nombre político, del cual no quiero acordarme. Y así vivimos años. La amistad con Emilio Prados se interrumpió, con esa facultad que tienen los niños, ese don de la vida que les evita tanta carga en esas edades, y que es tener memoria escasa de lo que se pierde, porque en seguida se sustituye. Vine a Madrid y la amistad se interrumpió. Dieciocho años después comenzó la generación a bullir. Ellos, Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, tenían en Málaga una imprenta muy conocida, donde hacían la revista Sur, tan importante para la generación. Ellos lo hacían todo: de linotipistas, de cajistas, de componedores. Y ponían el escaso dinero que tenían para conseguir aquella maravilla de impresión, preciosa. Un día, cuando ya había aparecido el primer número, recibí una carta de Prados pidiéndome colaboración. Cada uno éramos para el otro un simple joven de la generación que empezaba. Ya en la próxima carta me preguntaba: «Tienes algo que ver con un Vicente Aleixandre que iba al mismo colegio que yo? Era un niño -decía, y me hizo un retrato que me parece estar viendo una foto antigua mía- rubio, que llevaba un babero mallorquín a rayas blancas y azules, y que tenía un remolino en la frente.» «Ese niño -le contesté- no era ningún pariente mío. Ese niño era yo mismo.» Y a partir de entonces, volví a entroncar con mis raíces malagueñas, porque, pese al recuerdo imborrable de mi infancia, yo no había vuelto al mar, ni a mi Málaga querida. Y viajé allá, y di conferencias, y ya era la generación. Luego conocí a Alberti, en el Ateneo, en 1922. Me lo presentaron como pintor, y era su primera exposicion en Madrid. Entonces no escribía versos, y ahora, ya ve, es un gran poeta. Ya, en seguida, fui conociendo a los otros de la generación... Recuerdo a Pedro Salinas, y creo que está siendo injustamente olvidado.

"La turbamulta de los olvidados"

EL PAÍS: Tiene usted fama de generoso en el juicio con los poetas. .

V. A.: Pienso siempre que si alguien hubiera desanimado a Rubén Darío, y cuidado que era malo al principio, se hubiera perdido el enorme poeta que hubo después. Así que procuro animarles, en cuanto encuentro un destello de poesía. Pero no crea, que hay un grupo importante de poetas jóvenes en España, muy importante. Y aparte de todo, ellos han sido los que me han permitido seguir viviendo y escribiendo en los momentos más duros.

EL PAÍS: Me imagino que se refiere usted a la posguerra. Entonces no había demasiados poetas importantes en España, ¿verdad?

V. A.: En España siempre ha habido poetas. Lo que ocurrió es que tras la guerra hubo una reacción contra todo lo que había significado algo en la vida literaria, contra todo lo que había de libertad de expresión. Fue una reacción simbólica, más que otra cosa. Recuerdo que los bienquistos de la situación decían que a Aleixandre había que considerarlo muerto, que La destrucción o el amor tenía que ser olvidado. Que ya no existía.

EL PAÍS: ¿Quiénes eran esos críticos?

V. A.: No sé, la turbamulta de los olvidados. Ya no existen. Yo, en cambio, era el símbolo viviente que estaba aquí, en mi casa, recogido en ella, con mis libros prohibidos y mi nombre sellado, hasta tal punto que si algún poeta intentaba publicar un poema dedicado a Vicente Aleixandre, el poema lo publicaban, pero la censura tachaba la dedicatoria. Mi nombre. Yo era un hombre y un poeta condenado al silencio total. Recuerdo que una vez quiso alguien citarme, para hablar bien, y como la censura prohibía mencionarme, tuvo que poner «como dice el autor de La destrucción o el amor», confiando en la incultura del censor, y para que quien supiera entender, entendiera. Y pasó... Así, prohibido, estuve cuatro años, en los que vi cierta juventud que despertaba, disconforme con la poesía que predominaba entonces. Una literatura de tipo neoclásico, que era reacción a la poesía de libertad anterior a la guerra. Para ese movimiento, La destrucción o el amor era un libro aborrecible desde su punto de vista sectario y, además, lo era en cuanto que yo era su autor, un ser tachado de la poesía y borrado de la vida.

EL PAÍS: Se refiere usted, evidentemente, a los garcilasistas.

V. A.: Garcilaso era una de tantas revistas neoclásicas de entonces. Yo tengo que decir que contra García Nieto no tengo nada: incluso, cuando me fue levantado el anatema, colaboré una vez en ella... En esos cuatro años yo trabajaba,aquí, silenciado pero en Velintonia, haciendo Sombra del paraíso, y sin poder publicar nada. Ya en 1944, la editorial Espasa Calpe me comunicó que en la última lista presentada no habían tachado mi nombre.

EL PAÍS: ¿Habían cambiado los censores?

V. A.: Cambió el censor o cambiaron las órdenes. El caso es que presentaron Sombra del paraíso a censura, y que tuve la suerte de que me tocara un censor amigo, un poeta, que de haber caído en otras manos, no hubiera salido nunca. Y no por nada, sólo por la moralina terrible que había. Fíjese cómo sería, que la revista Insula, que ha sido, con José Luis Cano a la cabeza, una verdadera isla en la cultura española, la censura tachó una estrofa de un poema mío porque había la palabra seno... fijese, seno. Así que este libro, en que había muchas escenas de amor donde el erotismo natural, normal, fluía en la poesía, nunca hubiera sido permitido.

EL PAÍS: ¿Y qué le parecen a usted, don Vicente, todos estos nuevos demócratas de toda la vida?

V. A.: Esto ha pasado en todas las épocas. A la hora del cambio político, los defensores del viejo orden tratan de presentarse como los fundadores del nuevo sistema. En seguida cambian la casaca. Yo lo viví cuando era muy pequeño, con la dictadura, la otra, la de Primo de Rivera... Siempre hay un grupo de gente que quiere prosperar en el sistema que sea. Todos cambian, todos cambian. La gente es ambiciosa, y aquí, después de cuarenta años de privilegios, quieren seguir en ello. Pero claro, después de cuarenta años, todos nos conocemos. Y en literatura es igual. Sólo que, al final, lo único que vale es la obra.

EL PAÍS: La suya, Aleixandre, ha transcurrido entera aquí, en Velintonia, un santuario que usted se obstina en escribir así.

V. A.: SI, sólo me he ido de esta casa en la que quiero vivir el tiempo que me quede una vez, cuando el frente de la guerra llegaba hasta aquí, y por órdenes militares. Aquí he vivido cincuenta años, aquí he conocido la emoción irrepetible del primer libro, Cántico. Y aquí he sentido llegar la ciudad, tan distinta como yo vine. Esto era el campo, y ahora, ya ve. Pero yo no me obstino en el nombre: la velintonia es un árbol, una conífera que puede alcanzar grandes alturas, y a esta calle tuvieron la absurda idea de llarnarle Welingtonia. La Palabra la españolicé y la metí en el diccionario, aunque el Ayuntamiento se empeñe en ignorarlo. Y aquí he vivido, con mi hermana Conchita, ese ángel que me ha cuidado, que se ha dedicaldo a permitirme hacer mi obra en libertad. Ella ha sido madre e hija a un tiempo, además de hermana, y siempre, desde que murieron mis padres, ha vivido conmigo. He tenido mucha suerte en contar con su presencia generosa.

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