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Pablo VI y los "caimanes"

Mientras los partidos radicales anticlericales italianos hacen desfilar a sus miembros y simpatizantes bajo las ventanas papales en el Vaticano con pancartas en las que se lee «Aviñón, 1.103 kilómetros», para significar lo que a sus ojos el Papa debiera hacer -volver a Aviñón como en la Edad Media- o proponer desde sus órganos de prensa que en la futura Italia laica, San Pedro y los palacios vaticanos debieran convertirse en tesoros públicos y patrimonio artístico nacional y el Papa irse a vivir a una de esas pequeñas fondas próximas a la Estación Términi para resultar así más accesible a los eventuales peregrinos.La opinión pública de todos los colores, la prensa más o menos sensacionalista y los corrillos de entendeidos y vaticanólogos vuelven a insistir sobre la que ya se ha convertido en una especie de ritornello en los últimos años del actual pontificado de Pablo VI: su eventual dimisión.

Como el propio Papa además, al dirigirse a los fieles el pasado día 15 de agosto, no ha ocultado la aguda conciencia de su envejecimiento y su temor a una muerte cercana -el próximo 26 de este mes de septiembre cumplirá ochenta años- la especie de su dimisión se ha convertido en tema de especulaciones y noticias, cuando no ocurre esto mismo con la espera de su muerte y Pablo VI ha expresado reciente mente, no sin un rictus de ironía. su viva extrañeza y reconocimiento por la gran preocupación que desde los periodistas á ciertas gentes de la Curia o algunos grupos de la Iglesia están mostrando por su salud.

El Papa, buen conocedor de los argots de la élite intelectual y política, es seguro que se acordará de esa fauna de los caimanes de que hablaba por ejemplo con tanta desenvoltura en sus cartas romanas un hombre muy querido por él, monseñor Duchesne: cuando se espera un puesto, escalar alguna altura o un cambio de situación y por principio hay que excluir todo tipo de revolución, como en la Iglesia sólo cabe esperar con la boca abierta como los caimanes a que la muerte haga su trabajo y, mientras tanto, repasar a diario los síntomas de la enfermedad o sus progresos en la víctima que se espera que caiga. La imagen es casi obscena, pero de nada serviría ocultar que por la derecha, por la izquierda y por los ángulos o en el centro en la Iglesia Católica de hoy, todo el mundo está un poco a la espera de un nuevo pontificado.

En los grupos llamados tradicionales de monseñor Lefebvre no se duda en definir a Pablo VI como sucesor no de Pedro, sino de Rousseau y de Teilhard de Chardin; entre los contestatarios es el hombre de los frenos y del ahogamiento de una nueva Iglesia e incluso entre los famosos centristas, Pablo VI con sus dubitaciones y su espíritu de transigencia y flexibilidades el responsable de ciertas jacqueríes, de incertidumbres y malestar.

Su complejísima personalidad de intelectual, de diplomático, de místico, de hombre inclinado a interiorizar todo acontecimiento y a interiorizarlo dramáticamente y su efectiva mala salud le tornan cada día más y, más aislado y más y más solitario. Pero, tras esta apariencia de fragilidad o, más bien, coexistiendo con esa real fragilidad ofrecida a todos los caimanes, Pablo VI es un hombre de férreas determinaciones y de un valor singular.

Cuando sólo era un capellán de las juventudes católicas en tiempos del fascismo, los miembros del partido, no lograron intimidarle y planearon pura y llanamente su asesinato, y Pío XII que le conocía muy bien solía decir a su respecto: «No sé de nada que pueda intimidarle.» Esa mezcla de fragilidad y de energía, así como su hamletismo intelectual y de Gobierno hacen pensar en Newman o en Fenelón: como ellos, pasa súbitamente del encanto y de la agudeza y la ironía o de un gesto de amor hacia la vida al dramatismo, al más sombrío pesimismo, y, desde luego, como Fenelón decía de sí mismo, cualquier cosa que acaba de decir, escribir o hacer necesita completarla con otra palabra u otro gesto distinto e incluso contrario.

Difícil post-concilio

Probablemente esta política papal, vistas las cosas desde la superfcie, sólo ha servido para complicar todo en este difícil post-concilio. Todo el mundo parecería preferir actitudes más netas: anatemas contra monseñor Lefebvre, por ejemplo, o nuevos anatemas contra el marxismo, según los gustos; una actitud rectilínea, etcétera, pero Pablo VI parece más preocupado de permitir que se expresen «las mil flores», los mil rostros y modos de ser cristianos y de no apagar la mecha que humea; y parece determinado a proseguir así hasta el final.

Ha rogado a alguno de sus íntimos que le advierta con franqueza cuando vea en él el más pequeño signo de la decrepitud intelectual y ha nombrado camarlengo de la Iglesia al cardenal Jean Vil ot -Montini es un impenitente afrancesado- para esta eventualidad; y es posible que entonces dimitiera. Pero no antes, por muchos ochenta años que cumpla. De lo que quizá está arrepentido es de haber promulgado un límite de edad para cardenales y obispo; O incluso párrocos, que le priva incluso de unos hombres de una generación que le comprendería mejor.Pero sabe que se debe al futuro.

Un día, en un momento sombrío, llegó a decir con una frase casi pascaliana que el humo del infierno estaba atufando la Iglesia, pero debe de sentirse orgulloso c in toda razón de no haber traicionado el nombre que lleva -el de Pablo- cuando se le critica que el Vaticano esté más abierto aún que para los fieles para los ateos, los musulmanes, los judíos, los budistas o las gentes del Este.

Es presionado a veces con estadísticas y sondeos que muestran las hemorragias clericales, la creciente indiferencia religiosa, la paganización triunfante, o los pródromos de nuevos conflictos sangrieentos, pero de repente se halla su Serenidad afirmando que él sólo cree en Dios. Le agradan sobre todo Beethoven y Gershwin, y ha comenzado a acostarse más temprano y más descuidado, actitud que el tranquilo Juan XXIII consideraba muy conveniente para que un Papa no se creyera algo importante: el gobernador de la Iglesia.

Llegará, pues, el 26 de septiembre; y pasará. Y, con toda probabiidad, los caimanes tendrán que seguir esperando.

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