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Una cierta idea de España

Juan Luis Cebrián

Se ha dicho hasta la saciedad que las elecciones del quince de junio demostraron la existencia de un amplio criterio de moderación entre el electorado. Dos partidos se repartieron el 63 % del voto popular y el 80 % de los escaños. El PSOE, que acudió a las urnas con una imagen de marca republicana y marxista, recibió, sin duda, un amplio porcentaje de votos entre jóvenes profesionales de las clases acomodadas y de los intelectuales, que depositan en el partido de Felipe González las expectativas de un cambio cualitativo, pero pacífico, de nuestra sociedad. La UCD, aunque se presentaba como una coalición, ya aparecía en la fecha de las elecciones como el partido del presidente Suárez, y obtuvo el refrendo de los acostumbrados a votar al poder y el de aquella derecha sociológica española no Simpatizante con el franquismo. o arrepentida de su pasado. La derrota de Suárez en los principales centros industriales del país, pese a contar con todo el apoyo burocrático e institucional inherente a un jefe de Gobierno, hace prever un avance de los partidos de izquierda en las elecciones municipales y una situación precaria del Gobierno después de éstas.Suárez tiene que darse prisa en algunas cosas si no quiere enfrentarse a una crisis política que acabe con su leyenda antes de seis meses. Sesenta días después de la formación de su gabinete la imagen del presidente ha experimentado una evidente baja, y la decepción cunde entre quienes depositaron su confianza en él: el amplio elenco de la derecha española. En lo político el Gobierno no ha aportado una sola oferta novedosa y ha mantenido el criterio, que hasta ahora le dio tan buenos resultados, de gradualismo y discrecionalidad. El Gobierno se presenta a remolque de iniciativas ajenas y sin una oferta concreta de país, ante el electorado, sin un verdadero proyecto nacional. En lo económico se ha enajenado con declaraciones innecesarias y torpezas de planteamiento el sentir del empresariado y las clases acomodadas, sin lograr convencer a las centrales sindicales de una cooperación suficiente para salir de la crisis. Sin duda porque un pacto con la izquierda supone ofrecerla algo a cambio. El único capital visible que tenía en sus manos el presidente era el poder, y desde un principio se negó a compartirlo.

Otras ofertas, como un plan de escuela y sanidad coherentes, una lucha contra la corrupción que contara con ejemplares denuncias, o una política familiar moderna, alternativas todas ellas tan posibles de mantener desde un Gobierno conservador, corno desde otro socialista, brillan por su ausencia en la gestión gubernamental. En definitiva, la derecha española se pregunta qué quiere hacer don Adolfo Suárez con este país, pues todavía no lo ha dicho, salvo la afirmación de que se propone una senda de centro-izquierda, increíble en boca de quien se ha empeñado en gobernar en solitario y desde la representación de los votos de la derecha.

O sea, que ésta es la hora en que el primer Gobierno democrático de la Monarquía no ha hecho sino avisarnos de que es preciso apretarse el cinturón, pero se muestra incapaz de contarnos dónde piensa que aterricemos los españoles. Sin duda Suárez siempre había creído en que traer la democracia sin traumas sería, una baza política que le granjearía el apoyo popular, y no le faltaba razón. Pero el presidente no es el inventor ni el creador de la democracia para este país, y reconocer los derechos violados de los demás, incluso por parte de quienes colaboraron a violarlos; durante algún tiempo, no es mérito suficiente en un Estado moderno para presidir el Consejo de Ministros. Quiero decir que demócratas, en una democracia, al fin y al cabo, lo son todos. Pero una vez hecho el don de pedigree semejante al presidente del Gobierno, no es muy fácil discernir el modelo de sociedad concreto que la Unión del Centro nos está ofreciendo a los españoles. Seguir viviendo de la democracia a secas es algo peregrino e inútil, porque ése es un prototipo que reclaman desde la Alianza Popular hasta la izquierda del Partido Comunista, y que no se pone ahora en discusión. Por lo demás, cuando hay un Parlamento elegido y unos representantes legítimos de los ciudadanos, son las Cortes y no los ministros quienes tienen que conformar el sistema político y el marco de convivencia del país. Lo propio del Gobierno, en cambio, es gobernar y ofrecer una alternativa distinguible, entre las opciones que un mismo régimen democrático ampara. De los partidos representados en el Parlamento, el único sin un bagaje ideológico serio a sus espaldas es precisamente el que ocupa el poder. Por eso se explica que pueda surgir una polémica tan absurda como la de si debe incluirse en la internacional Liberal o en la Democristiana, formaciones ambas de marcadas distancias ideológicas. Y por eso algunos sucursalismos de éstas, sin duda, un tanto espúreos, perviven inopinadamente en el seno de la UCD, que es ya un solo partido y no una coalición. Una situación así sólo es comprensible si se tiene en cuenta que el líder del centro no es, que se sepa, ni un liberal ni un demócrata-cristiano. Nada más se le conocen criterios de oportunidad y táctica. Valiosos, desde luego, para la labor de desmontaje de la dictadura, pero inútiles a la hora de tratar de entusiasmar a un pueblo en una tarea de cualquier género. Y todavía los pueblos necesitan creer en algo para ponerse a, trabajar.

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Suárez tiene ante sí un reto no asumido y al que repetidas veces se ha mostrado reacio: la construcción de la derecha democrática española. Esto no quiere decir que no deba tratar de arrebatar iniciativas sociales, económicas y políticas a la izquierda. No hay gobernante en el mundo que no trate de cubrir el terreno de su adversario. Pero, sobre todo, debe contar a su electorado qué es lo que piensa sobre la manera como debe funcionar este país. Si es que piensa algo al respecto.

Este es, sin duda, el gran problema de fondo que tiene planteado el Gobierno. El que más dificulta el pacto necesario para la resolución de la crisis económica, el que entorpece la política de enseñanza y familiar cara a las presiones de la Iglesia, el que impide una definición más nítida de la presencia exterior de España... Como decía un comensal amigo la otra noche, es necesaria al menos una cierta idea de España -como De Gaulle la tuviera respecto a su país-, para presidir los destinos del Gabinete. Y éste discute demasiada estrategia parlamentaria, pero no sabemos todavía qué guerra es la que quiere ganar.

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