Unas opiniones polémicas
EN UNAS declaraciones al semanario Cambio 16, el ministro señor Garrigues Walker, representante, con el señor Camuñas, del espectro liberal en el conglomerado de posiciones ideológicas que confluyeron en la creación de la UCD, ha puesto sobre el tapete una de las cuestiones más polémicas en cualquier sociedad moderna: el origen, justificación y amplitud de la Administración pública, así como la necesidad. de poner remedio a esa degeneración de su recto funcionamiento que es la burocratización del aparato administrativo estatal.El señor Garrigues comienza afirmando que «el despilfarro de la Administración pública española debe ser uno de los más altos de Europa». Es esta una frase que debería reforzarse con cifras y ejemplos concretos, para no dejar flotar en el aire una carga hipotética que le resta no poca contundencia. Convendría, además, aclarar que en el caso de nuestro país y de su Administración pública, el despilfarro ha sido de origen político. Es decir, ha venido impuesto a los cuadros de la Administración desde arriba; desde ese nivel que habitualmente se llama de decisión política. Cierto, también, que sobra mucho personal en nuestros ministerios y organismos autónomos, pero ese exceso se localiza precisamente en aquellos departamentos ministeriales e instituciones que se pueden calificar, sin la menor vacilación, de políticos. Y políticos en el sentido de que han sido aquellos más vinculados al aparato de que necesitó rodearse el Estado fascista y, después, simplemente autoritario, que nos rigió durante cuarenta años: Movimiento, Sindicatos, Prensa y Propaganda, etcétera.
Por todo ello, estamos de acuerdo con el señor Garrigues cuando exige «un replanteamiento a fondo de cuáles son las plantillas necesarias para tener un Estado moderno, capacitado y eficaz», pero cuidado con dejarse llevar por la fuerza de las palabras. Nadie, medianamente informado, puede aceptar, por ejemplo, la afirmación de que «uno de los males más graves es el famoso pluriempleo tan común en la Administración, y sobre todo entre los altos funcionarios». Y ello, no sólo porque en los casos en que exista deba perseguirse, pues es ¡legal, sino porque el ministro liberal debería reflexionar seriamente respecto al grado en que el fenómeno que denuncia en la Administración se produce también en la empresa privada.
El hacer de la Administración pública la cabeza de turco de los males que hoy aquejan a este país es una tentación demasiado fácil, pero que hombres con responsabilidades, como el señor Garrigues, deberían evitar. Así, cuando el otro día respondía en RTVE a una pregunta sobre la especulación del suelo urbano, achacando la culpa a los intervencionismos inútiles del Estado, estaba diciendo una verdad a medias. Cierto que el intervencionismo, la fragmentación de competencias y otros males burocráticos han cooperado a la especulación urbana, pero es imposible cerrar los ojos a la evidencia que esa lacra se debe fundamentalmente a la falta de conciencia social de un sector de promotores y constructores para quienes la historia, el paisaje, las tradiciones o, simplemente, el ofrecer una construcción adecuada al precio que por ella se exigía, han resultado papel mojado., ¡Que a ello ha cooperado la ineficacia e incluso la corrupción de una Administración, fundamentalmente a nivel provincial y local, estrechamente ligada a los intereses de esas empresas, nadie lo niega! Pero a cada uno lo suyo.
El otro aspecto discutible de la entrevista del señor Garrigues en Cambio 16 reside en su opinión de que «parece muy difícil pedir a los ciudadanos que paguen impuestos, si no tenemos, como no hemos tenido durante tantos años y como seguimos sin tener, un mínimo control del gasto público, gasto que representa ya cifras impresionantes».
Hay que decir, ante todo, que está demostrado ad nauseam, con todo tipo de estadísticas y estudios, que el gasto público es en España, y con relación al producto nacional bruto, uno de los más bajos de los países miembros de la OCDE, si no el más bajo. Pero, además, la frase del ministro, ministro por añadidura de un Gobierno que está empeñado en hacer realidad la honestidad fiscal en este país, es peligrosa por cuanto puede servir, y servirá, de base a una interpretación del tipo causa-efecto, sustentada precisamente por aquellos grupos que se resisten a pagar los impuestos que les corresponden. Según dicha interpretación interesada, la reforma fiscal debería esperar a la ordenación y fiscalización apropiadas del gasto público.
Ambas operaciones, reforma fiscal y supervisión parlamentaria del gasto -empezando por esa. selva inacabable que es el presupuesto de la Seguridad Social- deben realizarse paralelamente e iniciarse de inmediato. Porque, aun cuando otra cosa piense un cierto tipo de mentalídad liberal, la una carecería de auténtica justificación sin la otra.
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