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Bernardó y El Calatraveño, con las ilusiones perdidas

La muleta en la izquierda, templa, corta el viaje, la mano abajo, como desmayada, y a renglón seguido, un paso adelante, invitando a volver al toro. Así dos veces. Luego, con la derecha, un trincherazo hondo; el toroobligado a humillar, vencido por el mando del torero. Y unas chicuelinas. Y el dibujo de media verónica, trazada sin hondurapero con garbo. Estos fueron los detalles de Bernadó, en la corrida del domingo; detalles de torero con oficio y con gusto; coreados como se merecían. Nada menos que estas pinceladas de toreo de inspiración, en tiempo en el que tanto abunda el artificio; nada más que estos apuntes, con un toro de triunfó claro.Un natural: la suerte cargada, abombado el pecho. Manda la mano izquierda que llamó al toro, allá adelante; lo embebió en la flámula, lo despidió atrás, a la altura de la cadera. Y este fue quizá el único momento en que El Calatraveño, legionario de la guerra taurómaca, como es fama y tantas veces ha demostrado, se encontró a sí mismo.

Plaza de Las Ventas

Cuatro toros de Luis Frías, serios y gordos, terciados, manejables; mansurrones en el primer tercio, aunque con casta. Primero y quinto recargaron en sus respectivos primeros puyazos, crecidos al castigo. Uno de Sotillo (tercero), sobrero, terciado y serio, manso, que no se empleó en la muleta. Y otro (cuarto), de la misma ganadería, feo, que cumplió en varas y acabó noble.Joaquín Bernadó: Pinchazo, otro descordando y diez descabellos (algunos pitos). Pinchazo, estocada muy baja y trasera, otra estocada y descabello (salida al tercio con división de opiniones). El Calatraveño: Estocada trasera, tendida y atravesada, y descabello (salida a los medios con división de opiniones). Dos pinchazos y estocada (intenta dar la vuelta al ruedo, pero el público no se lo consiente). Antonio Guerra: Estocada caída y descabello (silencio). Pinchazo, estocada que asoma por un brazuelo y descabello (silencio). Presidió bien el comisario Corominas. Gran entrada.

Bernadó y El Calatraveño: dos toreros respetados y admirados por la afición de Madrid. Habituales del coso; garantía de autenticidad. El catalán, porque siempre aportó o.ficio a la lidia y finura a la interpretación de las suertes; el manchego, porque pechaba con lo que le echaran, no importaba tamaño, edad, ni catadura del toro, y al albur de la cornada -que siempre se veía venir y siempre pareció que sería certera-, con arrojo de torero recio podía con todo.

Pero uno y otro, veteranos, están de vuelta de estas batallas. Acaso, ya, el peso de los años; acaso ese vegetar en zonas medias, de escaso brillo, contratos contados y soldada corta, les han matado la ilusión. Porque, en otro caso, no se explica que dejaran de aprovechar, como ellos saben, dos toros para el éxito. El de Bernadó -un sotillo cárdeno entre mosqueado y chorreao, desproporcionado, feo, corniavacado y corniabierto-, embestía con nobleza y con ritmo. Un poco de aspereza por el pitón derecho, que se podía domeñar, pero por el izquierdo, no había problemas; la nobleza de la res era para gustarse en el toreo al natural. Y no: la faena, aunque larga -y salvo los detalles dichos- no cuajaba; no había ilusión para construirla según los cánones, con el aditamento del arte. Era, más o menos, un trasteo aseado para cubrir el expediente. El de El Calatraveño, el quinto, en cuanto se sosegó el diestro -que tardó en sosegarse, pues le dominaban los nervios-, pudo apreciarse que, también por el izquierdo, tenía recorrido y nobleza, a pesar de lo cual los pases -a excepción del natural descrito- salían desacompasados, muchas veces atropellados, sin gracia.

El otro toro de Bernadó tomó una buena vara, pero era blando de temperamento y se quedaba corto, y la réplica del diestro fue una faenita de escaso fuste. El primero del manchego, manso, sorprendió al llegar el último tercio con una arrancad a espectacular: desde toriles hasta el tercio del siete, cruzó el ruedo con alegría en busca del torero y le embistió codicioso. El Calatraveño a punto estuvo de perder los papeles entonces, en unas dobladas a toma y daca, y casi los pierde después también, cuando pegó derechazos con regate -¡como si estuviera asustado, El Calatraveño!- y sufrió un desarme.

Más ilusiones que los veteranos tendría Antonio Guerra, pero es posible que, en cambio, la afición no hubiera puesto la misma ilusión en él. Ha tenido bien recientes y muy claras oportunidades de triunfo, que no supo aprovechar. Como ya viene siendo costumbre en este torero, inició la faena a su primer enemigo, de rodillas y en los medios. No le salió bien el pase. El resto tampoco, pues el toro -otro inevitable sotillo, sobrero, que sustituía a tin cojo devuelto al corral-, no se empleaba. El sexto era noble, pero Guerra le encontró pocas veces la distancia, y cuando dio con ella de poco le sirvió, pues no tiene enjundia torera, sino propensión al alarde, como mirar al tendido y cosas así.

La corrida no fue del corte de las de verano en Las Ventas, descomunal y con tintes de tragedia, sino dentro de la seriedad, terciada, cortejana y manejable. Pero cuando no hay ilusión, en el fondo lo mismo son catafalcos que dijes, fieras corrupias que hermanitas de la caridad.

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