Marc Chagall, por primera vez en España
Una exposición para ejercitar la memoria afectiva y pasearse por las sendas del tiempo perdido. Si la pintura de Chagall es, en general, recuerdo perpetuo de la primera luz, tal cual brilló en el hontanar incontaminado de la infancia, su obra de última hora (decadente, sin duda, repetida hasta la saciedad u obstinadamente replegada en su propio recordarse) se nos aparece como una cabalgata festiva, como un risueño carrusel, como un tiovivo ferial, en el que van y vienen los personajes y argumentos de una fábula que, de tantas veces repetida, llega a hacerse real, y en su mismo recrearse termina por coincidir con las hojas volanderas del calendario.Ortos y ocasos, paso y retorno de las estaciones, tránsito cambiante de la luz, del clima, de los aromas, de las circunstancias.... se acomodan una y otra vez al calendario de su hacer poético, hasta el extremo de resultarnos difícil discernir dónde concluye la realidad y comienza el sueño, entrever las fronteras entre verosimilitud y fantasmagoría, o delimitar, con alguna precisión, lo que es dato inequívoco de la conciencia y lo nacido de otras fuerzas soterradas, de otros acuciantes reclamos, de otros acaeceres que la conciencia no puede dar por acaecidos, aunque los reconozca la memoria ciertos, probados y comprobados.
Chagall
Salas de la Fundación Rodríguez-Acosta y del Banco de Granada.
Marc Chagall ha urdido una fábula, desligada por completo del acontecer histórico y hondamente ahincada en aquel acontecimiento común, de todo lugar y tiempo cualquiera, que los románticos alemanes llamaron sentimiento popular. No sin agudeza, ha dejado dicho, al respecto, Giulio Carlo Argan: «La pintura de Chagall es fábula, y la fábula es problema. La fábula no es sino la expresión viva de la creatividad del pueblo.» He aquí un primer aspecto de la escisión provocada por cuenta y riesgo de Marc Chagall en la historia del arte contemporáneo: oponer al arte elitista, al arte para inciados, una expresión popular a cuyo alcance son otros los iniciados que tienen acceso.El arte de Chagall obedece, de acuerdo con Giulio Carlo Argan, a un proceso de transliteración, harto similar al de Brueghel. Nadie, salvo el artista, domina el texto que se oculta en la ilustración de las fábulas que él dirige al pueblo. Tampoco el pueblo conoce el contenido literal de lo que en cada caso concreto ha querido expresar el fabulista, pero posee, por afinidad, la clave, el código del mensaje: «Chagall invierte la forma de proceder del arte aúlico, hecho para una élite de iniciados; también él hace un arte para iniciados, pero con la diferencia de que los iniciados son los compoentes de la masa, y quienes no pueden comprenderla son los de la élite.El reverso de la realidadUna segunda característica del proceder de Chagall, distintiva entre mil en la nómina de sus coetáneos, es la idea de repetición que, según antes apunté, llega a la saciedad, al recuerdo de su propio recordarse. No son pocos los que de ello han venido a desprender limi tación o impotencia, sin advertir que la fábula incluye, por naturaleza, el acto litúrgicamente repetitivo. La historia cambia; la fábula permanece fiel a sí misma, o con tenues variaciones seculares que enriquecen su argumento: «Esta pintura -escribe Claude Esteban de la de Chagall- es el perfil moviente del hombre bajo las especies inmemoriales de la fábula. Y la fábula exige un desarrollo circular, un lirismo repetitivo, una liturgia.»
La tercera y decisiva nota del arte de Marc Chagall, en la cuenta y recuenta de todos los pioneros que configuraron su generación, es, a juicio m o, su esencial diferencia estilística, pero no en cuanto que tal (como vienen haciendo mala costumbre textos, manuales y otros tratados de más altos vuelos), sino por su extremada capacidad de transcribir una historia que poco o nada tiene que ver con la que reflejan las páginas del suceso diario: algo así como el reverso sistemático, fecha por fecha, de lo que acaece por el universo mundo (política incluida), o el pulcro contracanto de las empresas que, para bien o para mal, invisten de peculiar fisonomía a nuestro tiempo.
Que el estilo de Chagall es personal, único, inconfundible, lo certifican tirios y troyanos, aunque no sean muchos los que trasciendan tal reconocimiento (incluida, no pocas veces, la crítica) y se adentren en los contenidos, en la positiva versión alegórica, en la fábula general con que el pintor eslavo-judío interpreta y trastoca lo que realmente ocurre por el mundo. El mero cotejo comparativo entre la circunstancia que le tocó vivir, y los rasgos con que él se propuso plasmarla desde dentro (desde el dentro del dentro) ahorraría comentarios o vendría a determinar los extremos de una contradicción total, mejor que proposición o actitud propiamente dialéctica.
Cuando, a partir de 1909, los cubistas se aproximan a las cosas de un modo primordialmente fisicista, sensorial, con ribetes de cientificismo, nuestro pintor entiende la nueva disciplina a manera de prospección interior en que el espectáculo de la apariencia se desintegra, se descoyunta desde dentro, con la pretensión única de visualizar la realidad profunda de la siquis. Lejos de todo análisis físico, tan grato a sus eventuales colegas, en sus cuadros, cubistas a su aire, el universo se desguaza y reorganiza del interior al exterior; se invierten cielos y montes, vuelan entre nubes las cúpulas bizantinas, las cabezas se desmembran del tronco y los animales dialogan con los niños...
Se acentúa aún más la contradicción, si se compara la peculiaridad de su crónica con la de sus más estrictos coetáneos. En tanto los expresionistas dan dramática noticia de la enteguerra, entreguerra y posguerra del 14, nuestro buen Chagall inunda sus cuadros de parejas voladoras de novios, violinistas en los tejados, asnos lectores, vacas pensativas, casas festivamente humeantes, peces convertidos en floreros, pájaros en ángeles, lunas y soles en audaces trapecistas.... gozosa panorámica que ni la revolución rusa del 17, de la que fue partícipe, ni el posterior exilio, ni la segunda guerra mundial, ni otras contiendas, frías o calientes, lograrán atenuar lo más mínimo.
Los aguafuertes de la guerra española
El ejemplo más elocuente nos viene dado en los quince aguafuertes con que ilustró el libro de André Malraux, titulado Et sur la terre y alusivo a la guerra civil española tal como obra en esta excelente exposición de Granada. Sabedor Malraux, de la peculiar versión que había de ofrecer Chagall acerca de nuestra guerra civil, en la carta de propuesta de colaboración le dirige al pintor este texto, sintomático cuya prevención inicial disipa toda duda: « Me parece que no sería necesario en absoluto pensar en una ilustración fiel ( ... ), sino en una partitura de la cual mi texto sería el libreto. No dé usted ninguna importancia a los personajes; son cuando más, sombras.»
Remota resulta, en efecto, la fidelidad de cada una de las estampas de Chagall para con el texto de André Malraux. Sombras le recomienda el escritor, y sombras confía el artista al aguafuerte; sombras fugaces, tornasoladas, teñidas de bien dentro del mal, en cuyo ir y venir los aviones alternan con el pajarerío, juegan los niños con los combatientes, en tanto los árboles, las nubes, las casas y los caminos... reciben, entre explosión y explosión, los rayos de un sol colmado de esperanza. Y todo ello, corrobora Mlalraux sin eufemismos, «no por causa de España o de Rusia ( ... ), sino de una materia grabada que usted acaba de inventar, que antes de usted no existía».
Y si tal es la versión que hace Chagall de la guerra, de la desventura, ¡cuál no será la que tenga a bien (y siempre lo tuvo) de ofrecernos para alabanza de la paz, para al cántico de la alegría, para gozoso colofón de aquel argumento universal que sólo es capaz de retrotraer y resumir la memoria afectiva, inmersa en los manantiales no contaminados de la infancia, en la asombrosa plenitud del tiempo perdido! También en la exposición de Granada se nos regala un testimonio excepcional de la poética condición con que el pintor ruso sabe adornar la vida y los versos de los buenos poetas: las singulares ilustraciones del libro de Louis Aragón, titulado El que dice las cosas sin decir nada.Es, posiblemente, en este libro donde Marc Chagall ostenta en todo su esplendor su habitual capacidad de convertir en poesía cualquier acontecimiento, literario o vital, que caiga en sus manos o quede encomendado a su buen hacer. Se produce en este libro una" suerte de paradójica transformación, de metátesis esencial, por cuya virtud dijérase que el poeta, Louis Aragón, pasa a asumir el papel de ilustrador, y el ilustrador, Marc Chagall, se convierte en poeta. Tan cierto es ello, que cada uno de los versos de Aragón no parece sino el escueto comentario, incluso el título, de obras y más obras dadas a la luz por Chagall a través de los años y las técnicas artísticas.
Babelia
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