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Los toreros se jugaron la vida ante la indiferencia de los mozos

¿Para qué toros? El toro con cuajo y trapío, si se quiere hasta llegar al que, lidiaban los padres de la tauromaquia -aquel toro histórico, apabullante, de no se sabe cuántos caballos en su saldo de cornadas mortales-; ese toro que afición y crítica hemos exigido y exigimos, porque es la esencia de la fiesta, la cual requiere emoción, y cuanta más mejor, se comprende si el público sabe verlo, y admirarlo, y después valora el mérito del torero que planta cara a semejante fiera y la domina con gallardía.Por los chiqueros de la plaza de Pamplona salieron ayer seis ejemplares de ésos; un corridón de una vez, con algunos toros tremendos. Recuerdo una vieja foto de El Gallo, que vi por primera vez cuando era un chavalín. El torero, vestido de azabache y grana, se adornaba cogiendo un pitón de un toro enorme, que tenía puñales más que cornamente. Creí entonces, y muchas veces pensé después, que toros así no los vería nunca, a lo sumo rara vez y, como mucho, en una de esas corridas domingueras de agosto en Madrid, para los, toreros de la desesperación. Esa vieja foto me vino ayer a la memoria de nuevo cuando saltó a la arena el primer guardiola, y tengo por seguro, sin ningún margen para la duda, que no era menos toro, no menos impresionante, no menos agresivo de cabeza que aquel animal con el que se adornaba El Gallo.

Plaza de Pamplona

Segunda corrida de feria. Toros de Juan Guardiola. Impresionantes de trapío, cornalones y astifinos. Mansos en general, peligrosísimo el primero, muy noble por el derecho el tercero, el resto manejables. Con el segundo, flojo, se simuló la suerte de varas. Curro Rivera: Bronca. Silencio. Ruiz Miguel: Aplausos y saludos. Palmas y saludos. José Luis Gayoso: Vuelta. Silencio. lleno total. Llovió durante casi toda la corrida.

De manera que allí estaba, por fin, el toro -ése y los cinco restantes- en el ruedo de Pamplona, no en una corrida de sol y moscas, sino en feria de lujo y para toreros de las primeras filas del escalafón. Pero me preguntaba: «¿Para qué?» Porque el público ni se inmutaba ante el espectáculo único del toro de lidia cuando aparece con la clásica estampa que durante siglos le dio grandeza. Ni medía el mérito de los toreros. Cuando Curro Rivera aliñaba con eficacia y soltura al primero, que era avisado, tiraba tornillazos por ambos lados, las peñas cantaban «¡Todos queremos más! »-. Y cuando le dio pases sin gracia al boyante cuarto, seguían cantándole «¡Todos queremos más! ». Lo mismo en un toro que en otro, como si fueran los mismos, cuando uno llevaba dentro la tragedia y el otro el triunfo.

Tampoco Gayoso y Ruiz Miguel consiguieron centrar la atención de quienes parecían estar sólo a sus canciones y a su vino; mozos que rodaban tendido abajo, de brazo en brazo, el chorro de las botellas del champán duchando a diestro y siniestro, clarinazos, bombos, griterío. Y éstos no son, no fueron nunca los sanfermines. El año anterior vimos el mismo bullicio, el clamor de una masa juvenil e ilusionada que pedía amnistía-libertad en cerrados coros, pero en ningún modo como sustitutivo de la Fiesta, que se vivía, y la labor de los toreros, mala o buena, tenía un respaldo inmediato de lluvias de pan y broncas o de clamores y flamear de pañuelos, según fuera. Un trasteo superficial de Ruiz Miguel en el segundo y unos naturales espléndidos de temple en el quinto se acogieron con indiferencia; de rechazos de Gayoso, muy hondos en el tercero, con el añadido de molinetes, tampoco lograron entusiasmar. Por eso, aunque el último un torazo de abrigo, resultó boyante, este torero le muleteó sin ilusión y suponemos que con ganas de marcharse.

Es cierto que a poco de empezar la corrida se puso a llover a cántaros, lo que necesariamente tuvo que romper el ritmo del espectáculo. Pero en nada justifica la injusta desatención por lo que sucedía en el ruedo. Los toreros se jugaron la vida, para nada; seis toros terroríficos, de añeja estampa, criados con el mejor escrúpulo ganadero, murieron sin pena ni gloria en una plaza que no acertó a tener sensibilidad para verlos.

Y esto es grave aquí, donde la fiesta siempre gozó de los más acusados claroscuros, pues los pamploneses -ellos mismos- eran alma de los sanfermines con su entrega y su alegría. Más quizá lo de ayer, en el coso, sea un reflejo más del ambiente que pudo palparse en las calles. Nunca Pamplona, en un día de San Fermín, había estado tan desanimada. ¿Qué pasó? Por todas partes se ven ikurriñas, hay gritos políticos y ha trascendido la gravedad de la huelga de hostelería. Pero también se oyó a los mozos gritar, en el riau-riau y en otros sitios: « ¡Fiesta, sí; política, no!». Quién sabe: quizá la mezcla acabará por adulterar esta feria insólita.

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