Hay que respetar lar urnas
ESPAÑA ESTRENA hoy la democracia. Tras cuarenta y un años de silencio, sólo interrumpido en 1947 y 1966 por la insultante charanga de los plebiscitos manipulados, y en 1976 por un referéndum predemocrático organizado con técnicas franquistas, los ciudadanos expresan, al fin libremente sus opciones y preferencias. Las referencias a 1936 suenan a un pasado ya lejano. No es ni una casualidad ni un ardid que los dirigentes de las nueve opciones electorales que comparecieron la noche del lunes en RTVE hablaran un lenguaje distinto al de la preguerra. El crecimiento económico inducido por la prosperidad europea y protagonizado por trabajadores y empresarios, aunque mal administrado y dirigido por los gobernantes del antiguo Régimen, las transformaciones de la estructura social y de la pirámide de edad, el convencimiento profundo de que una guerra civil es el peor azote que puede caer sobre una nación, y el recuerdo de los horrores de la posguerra son otros tantos factores que explican esa actitud de los líderes políticos, que no hacen sino expresar articuladamente los sentimientos más profundos de sus conciudadanos.Desde algunos sectores se han formulado críticas contra ese agolpamiento de las opciones en el espacio político-electoral que ocupan las reformas democráticas y la moderación para realizarlas. Ciertamente, los partidos situados a la derecha incluyen en sus plataformas promesas sólo hace algunos meses inimaginables en labios de sus portavoces: estatutos de autonomía, reforma fiscal, carácter constituyente de las Cortes, responsabilidad del Gobierno ante el Parlamento, etcétera. Al tiempo, los partidos de izquierda recortan las aristas de sus programas, renuncian a sus antiguos símbolos, suavizan su vocabulario y sus gestos, ponen en sordina sus objetivos a largo plazo. Ahora bien, esta confluencia en la moderación, aunque suscite críticas de los militantes más radicales hacia sus dirigentes o levante polémicas entre los partidos, constituye un dato positivo para el futuro de la democracia, porque expresa, no el maquiavelismo o la inconsecuencia de los dirigentes, sino tendencias sociales de profundo calado. El corrimiento de la derecha hacia la izquierda, y de la izquierda- hacia la derecha, es un inequívoco síntoma de que nuestro país ha alcanzado finalmente el grado de desarrollo económico, de homogeneidad social y de conciencia política sobre el que puede descansar ese consenso mínimo que ha desterrado el espectro de la guerra civil de los países civilizados.
Sin embargo, el proceso electoral, que se abre hoy mismo y terminará el día de la proclamación oficial de los congresistas y senadores, no está exento de peligros. Las tranquilizadoras palabras del vicepresidente del Gobier no, teniente general Gutiérrez Mellado, en la noche de ayer, aseguran que el Gobierno vigilará el desarrollo de las elecciones para garantizar su carácter limpio y pacífico, y respaldará el resultado que arrojen las urnas. Y debemos aquí dejar constancia de la ejemplar actitud de las Fuerzas Armadas a lo largo de todo este proceso, que sin ellas no hubiese sido posible. En el momento de escribir estas líneas, las provocaciones realizadas por grupos extremistas, cuyo verdadero origen y financiación se desconocen, han sido considerables, pero no lo suficientemente graves como para impedir la celebración de las elecciones. No es fácil imaginar la plasmación concreta que esas mentes criminales puedan dar a sus propósitos; pero, en cualquier caso, tendría que revestir una intensidad y dramatismo extraordinarios. La vida del señor De Ybarra, rehén de una ETA cuyos presos, paradójicamente, ya están excarcelados, corre un serio peligro precisamente en estas horas. Y los servicios de seguridad de los más notables dirigentes políticos, tanto de la derecha como de la izquierda, harán bien en redoblar su celo y vigilancia en los días que se avecinan.
También amenazarían a nuestra naciente democracia las inadecuadas reacciones de mal ganar o mal perder ante el resultado de las elecciones. Un elemento básico de la democracia es saber encajar serenamente tanto la victoria como la derrota. Ese peligro parece mayor en Cataluña, donde el triunfo de los candidatos autonomistas parece asegurado, y también en Euskadi. En más de una ocasión hemos señalado que las legítimas reivindicaciones de los catalanes y los vascos nunca deben olvidar que las emociones y sentimientos nacionales no son patrimonio exclusivo de ninguna comunidad. Aunque los cuarenta años transcurridos desde 1936 también han servido para enseñarnos a todos que las autonomías de las «nacionalidades históricas» son una exigencia para el desarrollo de la democracia en toda España, la manipulación desde la derecha autoritaria del espectro del separatismo, los resentimientos producidos en sectores populares de las zonas más pobres de la Península por un crecimiento no planificado que les ha condenado al subdesarrollo y a la inmigración, y la falta de información sobre los agravios a los que han sido sometidos catalanes y vascos hace de las autonomías un tema explosivo que hay que manejar con cuidado. El asalto al Palau de la Generalitat, las exigencias del inmediato restablecimiento del Estatuto de Autonomía o la usurpación de las funciones legisladoras de las nuevas Cortes por las masas en la calle, tal vez dieran el pretexto que necesitan los nostálgicos de la autocracia para intentar dar marcha atrás a la historia. El porvenir de Cataluña y de Euskadi como comunidades libres y autónomas coincide con el establecimiento de la democracia plena en España.
Tras el voto, que se prevé masivo, hay que saber digerir tanto la victoria como la derrota. Ni triunfalismos prepotentes, ni rencores que anuncien hipotéticas venganzas. Las urnas no darán -aunque parezca paradójico- ni vencedores ni vencidos, en comparación con el auténtico triunfador de la jornada, que no va a ser otro que el pueblo español. Pueblo que ha demostrado, a lo largo de todo el año transcurrido y de la campaña electoral, su calma, su mesura, su dignidad, su serenidad. Un pueblo que está maduró para la democracia.
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