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San Isidro 77: decimoquinta corrida de feria

Gordos, inútiles, domésticos y aburridos pablorromeros

Antonio José Galán entró a matar al quinto toro sin muleta. No es la primera vez que recurre a este innecesario y peligroso alarde, para arrancar los aplausos que es incapaz de provocar cuando torea.El único pablorromero de embestida en cierto modo alegre, inofensivo como todos, había sido ese quinto de la tarde, de imponente estampa. La faena era de costadillo, sin ligar los pases, todos de vulgaridad absoluta. E interminable. Gran parte del público protestaba. Había indignación grande en ciertos sectores porque un toro de clase, sin problemas de ningún tipo, parecía abocado a una muerte estúpida; pues un voluntarioso torero -aunque mal torero, al cabo- condenaba aquella embestida, que era ideal para crear arte, al trasteo ventajista e insulso, y al destajo. El destajo está reñido con el arte, como toreo no puede confundirse jamás con las habilidades de un pegapases.

Plaza de Las Ventas

Decimoquinta corrida de feria. Toros de Pablo Romero, muy bien presentados, bien armados. El quinto tomó con alegría dos varas (la primera con carioca) y tuvo una embestida ideal. El resto, sin fuerza para cumplir en el primer tercio; algunos rodaban por la arena; inofensivos, aburridos, sin clase, en la muleta. En líneas generales fue un fracaso ganadero. Dámaso González: Silencio. Algunos pitos. Antonio José Galán: Algunos pitos. Oreja muy protestada. Currillo: Aplausos y saludos. Aviso y silencio.Gran entrada. Presidió, aparentemente sin criterio, el señor Santa Ola¡la. No debió conceder la oreja, pues no había petición mayoritaria.

La pita era fuerte y generalizada, con mayores acentos en la andanada, como es fácil suponer. Pero alguien de sol había lanzado un sombrero al ruedo. Galán lo recogió, tiró la muleta y brindó a los de la andanada. Con el sombrero en la mano izquierda, empuñó la espada y se lanzó a tumba abierta sobre el testuz. Hundió el estoque en lo alto -un poquitín trasero- y se apoyó en la empuñadura mientras el muy noble toro lo encunaba y lanzaba hacia lo alto. La pirueta resultó limpia y el toro salió muerto de la suerte insólita.

Hubo entre el público primero un gran susto ante lo que podría pasar con el alarde y luego el suspiro de alivio porque se había consumado con bien y eficacia. Muchos pidieron la oreja. No la mayoría. Las protestas continuaban yeran más abundantes que las peticiones, y se oían gritos de todo tipo -«iEso no es torear!», «Queremos toreros, no suicidas!», etcétera- que descalificaban toda la actuación de Galán. Pero el presidente, ouyas decisiones, toda la tarde, daba la sensación que estaban totalmente en línea con lo que pudiesen pedir los toreros, concedió el trofeo. La vuelta al ruedo la dio Galán entre fuertes aplausos y fuerte bronca. Y esos fueron los únicos momentos de pasión de la corrida.

Pues el resto constituyó un espectáculo lamentable. La imponente fachada de los pablorromeros no se correspondía en absoluto con su fuerza ni con su casta. El ya mencionado quinto toro fue el único que entró con alegría a los caballos. Los demás no pudieron ni siquiera cumplir el trámite del primer tercio, si no era con riesgo de rodar, desfallecientes, por la arena. Y aun sin cumplirlo, con una sola varita, se desfondaban también. Inútiles reses, gordas a reventar, no aptas para la lidia. Lo más parecido a un ganado de media casta -¡qué vergüenza y qué pena da decir tales cosas de un hierro con historia!-, jamás con mayor vivacidad que todas esas divisas comerciales tantas veces denigradas, y en muchas ocasiones con menos, andaban los, pablorromeros más que embestían; entraban a los engaños sin malicia, sin un sólo movimiento feo de cabeza, sometidos, en la línea del ganado doméstico, que podría ser porcino, lanar, de cualquier especie, pero nunca de lidia. El toro de casta, bravo o manso, noble o marrajo, suave o áspero, es radicalmente distinto a esos animales de ayer, que no podían taparse ni con el trapío. El fracaso no tiene paliativos.

Los tres espadas, ya de por sí poco aptos para desgranar exquisiteces, lucharon, sin éxito, por suplir la falta de emoción de las embestidas; y como no podían imprimir calidad, aportaron cantidad, con lo cual consiguieron hacer aún más densos los sopores de la tarde. Importa lo mismo decir Dámaso González, Galán o Currillo: no hay nada que analizar de su labor, nada que subrayar. Todo cuanto hicieron, jamás bueno, fue peor que malo: cayó en el olvido.

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