Sawa y Max Estrella, a uno y otro lado del espejo
Un halo de artista malogrado acompaña las últimas horas de la vida de Max Estrella. Dos personajes literarios camino de la fama para la que Max se ha perdido, Rubén Darío y el marqués de Bradomín, asisten a su entierro. Si alguna deuda artística contrajeron con él, tratan, en este gesto último, de prestar un pequeño homenaje al poeta en el interior del mundo de fricción de Luces de bohemia, que fue y es, entre otras muchas cosas, otro homenaje personal, el de Valle-Inclán a Alejandro Sawa.¿Cómo era Alejandro Sawa, el ser real que motivó a Valle a escribir una de sus más geniales obras? Allen Philips dedica un amplio estudio a la labor de rastreo y rescate de este personaje. A través de la detallada, concienzuda investigación vamos construyendo, con mayor o menor aproximación, las distintas facetas de su personalidad.
Sawa
Mito y realidad.Ediciones Turner. Madrid.
Dos aspectos cabría destacar de la figura que emerge a lo largo del estudio de Philips: el íntimo de la derrota personal, de criatura caída de su posible pedestal, olvidada, necesitada, arruinada y ciega, y el de su fracaso literario y social. Para este, último, más enojoso y aburrido de investigar, pero más accesible, puede analizarse -como lo hace A. Philips- su producción literaria, novelas, artículos, crónicas y, la que parece ser su obra más interesante, Iluminaciones en la sombra, para rescatar algunas páginas que hubieran merecido no ser olvidadas. Para el primero tal vez no haya camino factible. Hubiéramos debido conocer las aspiraciones íntimas de Alejandro Sawa.
Sabernos que sentía hondamente su fracaso en los días que antecedieron a su muerte. En carta a Rubén Darío, escribe:
«¿Es que un hombre como yo puede morir así, sombríamente, un poco asesinado por todo el mundo y sin que su muerte, como su vida haya tenido mayor trascendencia que la de una mera anécdota de soledad y rebeldía en la sociedad de su tiempo?»
En un párrafo de Iluminaciones en la sombra, una de las páginas líricas más logradas de Sawa hallamos, precisamente, ese deseo de trascendencia, de trasformación de la realidad: « ... En mis lutos, yo me plazco viviendo en lo azul, y en él me envuelvo, y de él me lleno y me embriago, y no se me aparece la muerte fea si el sudario que como una atmósfera invisible ha de cubrir mi cuerpo es azul, azul como la montaña y el mar, y el cielo azul como todas las lejanías hermosas de la vida.» Pero «lo azul» huyó de él. No consiguió un puesto entre los hombres de letras de su siglo. Tal vez su generación -pero éste sería otro problema- estaba destinada a malograrse, a abrir el camino a la siguiente. En cualquier caso, la producción literaria de Sawa no h quedado en la historia, contraría mente a lo que pensó en su tiempo González Blanco. «Sawa ha sido injustamente postergado, pero sus novelas quedan», escribió en su Historia de la novela de España, en 1909 (p. 701).
Es curioso que haya, en realidad sucedido lo contrario. Y es curioso que a Alejandro Sawa -y en ello estaba, sin duda, toda la fuerza de su carisma- le importara tanto lo uno como lo otro. Su juicio sobre Pereda -tan penetrante como el dedicado a Baroja-, desde luego, negativo, se ve de pronto suspendido ante la contemplación y admiración de la compostura extrema del escritor: «La arquitectura del hombre podría valerle, por sí sola, lugar de alta distinción entre los mortales. Es apuesto, gallardo, elegantísimo de maneras, noble, con una nobleza natural que seduce como un conjuro», y se demora en la descripción detallada de su fisonomía. Esta importancia que Sawa concede a los ademanes y rasgos bellos, concuerda con la afirmación de Azorín (p. 96), de que Sawa aspiraba a ser en Madrid una especie de Moréas, que se paraba ante los espejos para exclamar: «¡Qué hermoso soy!». Eduardo Zamacois, del grupo de gente nueva, nos ofrece otra reveladora anécdota: «Ya en sus últimos años, cuando llegaba al café, antes de sentarse, acercaba su pálida cabeza nazarena, melenuda y barbada, a un espejo, clavaba en el cristal sus pobres ojos medio ciegos, y balbucía entre dientes, mientras se acariciaba los cabellos: « ¡Qué hermoso soy aún! » (p. 97).
En el enorme valor dado al gesto vemos la tendencia de Sawa a fundir vida y literatura, a hacer de su propia persona un personaje de leyenda. Sus contemporáneos nunca pasaron por alto este aspecto de su persona que nos llega, hasta hoy, como la base imprescindible de su posible carisma.
Sawa, en palabras de Zamacois, «reafirmaba la expresión desdeñosa de su hermosa cabeza, la miopía que le afligía desde mozo y lo obligaba a mirar a sus interlocutores de arriba abajo. No hubo en Madrid silueta más elegante que la suya; ni más altiva. Ajeno a cuanto sucediese a su alrededor, el divino Alejandro", había sabido hacer de su desvalimiento un pedestal». «Tanto como al arte, se amó y se admiró a sí mismo. Era artista cuando escribía, cuando hablaba y cuando paseaba. » (pp. 95 y 96).
Por loables que sean los esfuerzos de Allen Philips de rescatar en Alejandro Sawa al hombre de letras, lo que perdura es el personaje de leyenda. La imagen que el lector va formándose a través de su estudio se asemeja asombrosamente al Max Estrella, de Valle-Inclán, en que el mito se consagra literaria mente. No olvida Valle-Inclán resaltar aquel aspecto de su persona que reunía mayor atractivo. Su cabeza rizada y ciega, de un gran carácter clásico- arcaico, recuerda los Hermes», describe. Y nos ofrece un personaje rebelde, soñador, digno, ingenuo, sentimental. Su ceguera y su locura son los halos de su triste final. Tal vez, abrumado por la responsabilidad de ser el único en tributarle el último reconocimiento, acude a Rubén para que le acompañe en el cementerio. (De hecho, Rubén confirió a Alejandro Sawa una ayuda póstuma, el prólogo de Iluminaciones.)
Y le concede una gloria final, definitiva: hace de él el inventor del esperpento. Pone en su boca las siguientes palabras: «Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.» Max muere después de definir el esperpento mientras es inmortalizado bajo los términos de su definición. El bello, «estupendo», gesto de la hermosa cabeza clásica de Alejandro Sawa se refleja en el espejo cóncavo ante los testigos.
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