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Femando Arrabal

En esta temporada, que alguna vez he considerado como expiatoria, nuestras gentes de teatro -las más brillantes, las más destacadas, las más capaces-, nos van a traer, al fin, contemporáneamente, tres de las más representativas obras de Fernando Arrabal, nacido y dolido aquí, crecido y formado fuera, que está logrando ver de pie, en el mundo entero, su admirable pretensión de crear un teatro nuevo, diferente, de ruptura y alternativa. Como es lógico, Arrabal no hace sus tortillas sin romper huevos y esto confiere a su persona y a su obra una crispada añadidura. Arrabal -españolísimo en eso- ha compuesto, además, una figura literaria que se entromete humana y bruscamente en el pacífico y convencional tejido de nuestra vida teatral. (Así que una escandalosa y demencial polémica acompaña ya a su primer estreno, denunciado por Arrabal, sin haberlo visto, zarandeado por la controversia y el enfrentramiento.) Pero estos sucesos nada tienen que ver con la significación real del muy importante escritor nos llega. La tormenta pasará. Arrabal no está en el Sinaí.Con una obra de cerca de cuarenta títulos representados, en el mundo entero, por los actores más inquietos, los productores más valerosos y los directores más imaginativos, el corpus dramático de Fernando Arrabal tiene la coherencia -y, naturalmente, la desigualdad- que es de rigor en un hombre que, casi con seguridad, entiende su trabajo como el de un plástico que turba, excita y descubre la confusión de un mundo en que la poesía se mezcla con el humor, la soledad alterna con el histerismo y los deslumbramientos se confunden con el misterio. Emocionalmente panteísta, vitalmente funambulesco, literariamente repetitivo, estéticamente barroco, Fernando Arrabal ha sido cómodamente clavado por algunos profesores cazamariposas en el tablero de lo que se llamó el teatro del absurdo. Es una gran ligereza. El tal absurdo sería nada. menos que una bella, una ética persistencia de los personajes en contemplar la vida con ojos muy jóvenes, ojos infantiles que no quieren ni pueden comprender. Esa capacidad los vuelve crueles, pero los mantiene inocentes y les ahorra cualquier reflexión sobre la culpa. Arrabal es, pues, bastante más que una exploración de absurdos e irracionalidades. Su propio y voluntario encaje en el movimiento pánico -que debe entenderse como una pretensión de totalidad -ya advierte la posibilidad en que Arrabal es, a la vez, inventor y maestro: un teatro de humor y poesía, de lirismo y protesta, fascinaciones e intimidaciones, surrealismos y puntualidad, en que las alegorías quedan templadas por el calor humano, la imaginería del Bosco convive con la de Goya y la de Sade con San Francisco. Hombre apasionado que asume todos sus odios, hombre inadaptado y, a la vez, sediento de paz, de justicia y de belleza, Arrabal es un predicador brutal y divertido que sólo desea ser oído.

Y sucede, además, que el teatro de Arrabal es un gran teatro que en los últimos veinte años -los que van trascurridos desde el estreno de El cementerio de automóviles- ha impuesto, con el rigor de una dramaturgia sólida e imaginativa, la revelación de una imagen vital -alternancia de sacralización y sacrilegio, carnalización y misticismo, exaltación de la vida y exorcización de la muerte-, que conforma casi una filosofía. Lo ha logrado elaborando estructuras dramáticas monotemáticas dentro de las cuales se mueven personajes representativos y patéticos que, en situaciones irreales, revelan sentimientos reales e impecables, mostrados a través de una acción poco previsible y de un diálogo de ritmo excelente, medidajusta, poca carga literaria e intención unitaria. Todo ello. configura un fondo libertario -pánico- y una forma mística, ritualizada y ceremonial. Así, pues, a quienes van a recordar a Beckett yo les sugeriría que pensasen también en Calderón.

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