Un Calder antológico
No hay desmesura o riesgo en afirmar que es ésta una de las exposiciones más ilustrativas de la creación entera de Alexander Calder, la más completa, quizá, o de mejor acuerdo entre su quehacer incipiente y el de última hora, tal como se ofreció en París, hace unos meses, y vuelve ahora a mostrarse íntegro en una sala de la barcelonesa galería Maeght. Las cien obras expuestas (79 esculturas, seis maquetas y quince gouaches y tintas) entrañan sobrada razón cuantitativa, quedando ejemplificada la cualidad en las cinco holgadas décadas que en ellas se resumen, desde comienzos de los años treinta hasta el pasado 1976.
Cantidad, cualidad y lirismo exegético, con fundamento en la expresión plástica y de la voz de dos pintores españoles. Se abre, en efecto, la muestra con un poema de Joan Miró y se cierra con otro de Pablo Palazuelo. En el de Miró (cuya versión castellana ofrecemos en otro lugar), la alegría del color (rojo, azul, verde, amarillo) conforma la imagen plástica (jardín, corazón, estrella, arco-iris...) y se resuelve en escritura. El de Palazuelo resulta ser, para satisfacción nuestra, el mismo que las páginas de EL PAIS dieron a la luz como primicia y en homenaje al escultor recientemente fallecido.
Calder
Galeria Maecht
Barcelona.
Y entre ambos testimonios poéticos, acrecentados con otro de libre medida (debido a la pluma de Carlos Franqui), la poética expresión de Alexander (Sandy) Calder, desde su primer origen hasta su manifestación última, que él mismo no alcanzó a ver expuesta en París, a finales del pasado año. Sala por sala, la obra de Calder se va explicando desde sí misma, y a los ojos del visitante, como ejemplo consumado de continuidad o consecuencia: el tránsito de la estabilidad al movimiento corre feliz pareja con la paulatina progresión desde el maquinismo hasta el naturalismo, y de la interpretación del mundo vegetal a la del mundo animado y a la caracterización humana.
Al acierto de la selección hay que sumar el del montaje, concebido hecho realidad, en parte, por vía de antítesis, y a modo, en parte, de condensación y empuje evolutivo.
Las salas de la planta superior se destinan a confrontar la obra primeriza con las últimas experiencias, confiándose a las de la planta baja el amplio período intermedio, abierto de par en par a todo un repertorio de intenciones, búsquedas, vacilaciones, renuncias, vislumbres y hallazgos..., que, etapa por etapa, concentran, anuncian y explicitan el sentido de la evolución.
De Mondrian a Miró
Llegar a París, en 1926, y dar de lleno con su vocación fueron para Calder una misma cosa, y un suceso único, la declaración de sus preferencias y la adopción de parentescos: Léger. Delaunay, Arp. Miró y Mondrian, o lo que es lo mismo, el maquinismo, el dinamismo, la simplificación de las formas naturales, su traslado a la región del juego y la escueta afirmación de los colores primarios, sujetos a medida. El recorrido por la sala antigua equivale al recuerdo acumulado de esos cinco nombres o a la síntesis esclarecida de otras tantas precedencias, cuyo orden prelatorio exige, tal vez, una lectura inversa.
Apenas iniciados los años treinta, Calder visita, en efecto, el taller de Piel Mondrian. De lo que allí vio, y de la clara sugerencia que de lo visto le vino al quehacer, el propio escultor nos ha sabido dar emocionada noticia: «Delante de aquellas formas geométricas, rojas, azules, amarillas, sobres muros blancos, yo pensaba: ¡Qué hermoso sería que todo esto se pusiera en movimiento! » Y del pensamiento a la obra apenas si medió el instante. Reducida a mero soporte la proposición ortogonal de Mondrian, comenzaron a saltar, de la mano de Calder, los colores primarios, a girar, a moverse, a formar una y cien constelaciones.
Las doce obras de los años treinta a los cuarenta, tal como en esta soberbia exposición se transportan, mueven y conmueven a favor de su cromatismo primario, en verdad que constituyen en toda una constelación, encendida y apagada con medida. Y todo un proceso. La primera escultura es un estable cuya modulación en el vacío exige del visitante un recorrido sin tregua, indicador del movimiento. Luego vendrán los móviles-motorizados (el Panel blanco, el Disco blanco y disco negro, los Cuatro péndulos...), alentados por risueños artilugios, y, por último, los móviles puros, a merced del aire o del giro que quiera imprimirles el contemplador-partícipe.
En la exposición de Barcelona se nos ofrece el mejor ejemplo de estos últimos, verdadero punto de partida a la hora de dar con la identidad de Sandy Calder: el Mobile avec verre y deux cuilleres, de 1934 La incorporación del color a los objetos hace que Calder, con esta obra, se desligue de Mondrian, al tiempo que su giro real la aleja del dinamismo cromático de Delaunay del maquinismo figurado de Léger. Entre la simplificación naturalista de Arp y el festivo universo de Miró va a decidirse, pues, el destino de Calder. ¿Solución? En la sala siguiente.
Dije que uno de los aciertos de esta exposición, certera de por sí, había que atribuirlo al montaje. El haber acomodado, frente por frente, las salas del piso superior a los móviles primerizos y a los de última hora (realizados, los más de ellos, el pasado año) tiene algo de golpe de gracia, por cuanto que permite al contemplador tomar conciencia instantánea ante la evolución creadora y la vida misma de Sandv Calder, y deshojar felizmente la margarita de las precedencias y las afinidades en pro de ese gran pintor catalán cuya exigua estatura física y soberana dimensión moral y afable condición, impenitentemente creadora, le otorgan, a unísono, el nombre de mínimo y dulce Joan Miró.
Maestro sin discípulos
Cuarenta y seis son las obras expuestas en la sala nueva, a dividir entre estables, estables-móviles, móviles suspendidos, móviles sobre base fija y móviles murales. El confín de la pureza formal, tal como se vio en la sala precedente, se convierte ahora en la fiesta suprema de un universo humanizado. Juegan aquí las hermanas criaturas (el hermano árbol, el hermano hombre, el hermano pez, el hermano pájaro...) con los astros y los días, presididos, a la redonda, por el hermano sol. Y en un momento dado se nos permite escuchar las sencillas razones del artista: «Mi ocupación es contemplar el curso de los astros que me rodean».
Superada la enseñanza de antaño (Mondrian, Delaunay, Léger) y resuelto en favor del segundo el dilema Arp-Miró, el parentesco entre el gigante americano y nuestro mínimo y dulce pintor catalán se patentiza en la contemplación conjunta de estas 46 obras. No cabe decir, aun reconocida la procedencia de Joan Miró, que sea en este color o en aquella figura donde la afinidad se vislumbra o manifiesta. Es la conjunción de ambos universos poéticos la que exprime y hace propia una raíz común, o el simple hecho, tal vez, de que ni Calder ni Miró hayan tenido discípulos.
Yen las salas de la planta baja las 31 obras de esa edad intermedia que, con sus idas y venidas, vacilaciones, vaivenes, atisbos, propósitos y medros..., va aquilatando el tránsito desde la pura entonación del dinamismo o la estantía hasta el sonoro cántico de la hermosa creación. El frío cálculo de los péndulos, pantallas y discos, de principios de los años cuarenta, dan, a finales, paso decidido al vuelo y a la sonoridad (la Maqueta para un triángulo esferoidal, El gong es una luna...) para convertirse en totem, con la década siguiente, o en montaña o en animóvil, o en hombre articulado..., a lo largo de los años sesenta.
Obras de Mondrian en movimiento llamó Calder a sus primeras creaciones, en tanto el gran Marcel Duchamp bautizaba su quehacer incipiente como la sublimación de un árbol moviéndose. Y sin duda que uno y otro título querían premonizar, en los albores, el destino singular que a la obra de Sandy le era reservado y él había de recorrer en su plena y gozosa magnitud: una transición paulatina de la unidad a lo diverso, desde el frío maquinismo a la cálida contemplación de la naturaleza, de las formas vegetales a las apariencias animadas, del estatismo al dinamismo, desde el espejo de la geometría a la risueña plasmación de la faz humana...
Todo ello, y mucho más, le será dado a usted advertir en el recorrido de esta aleccionadora e inolvidable exposición, si cuantitativamente inusitada entre nosotros (¡un centenar de obras!), doblemente encomiable en atención a la cualidad (en ella se apunta a todas las etapas del quehacer de Sandy) y a la excelencia de un montaje que en buena medida ahorra interpretaciones, exégesis y adornos didácticos. Por su gracia, me he limitado a seguir su trayecto a de y a dejar un puñado de impresiones directamente dimanadas de su contemplación.
Babelia
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