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Crítica:CRITICA DE EXPOSICIONES
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Toral

Todo el desabrimiento de Toral concluye en sainete. La absoluta falta de sazón que en su frutería el ojo transmite al gusto, tórnase carnestolenda apenas se ve transitada por personajes satinados y acartonadas semblanzas históricas. Por que es de saberse que entre asépticas frutas y personajes de guardarropía anda el juego de nuestro hombre sin otra pausa o interludio que la exaltación ritual de maletas y más maletas en perpetuo claroscuro de consigna de Renfe.

Don de la fruta es la sazón, la promesa del gusto en el solo mirar, con todas las insinuaciones metafóricas que la poética de todo tiempo vio en ella, y de ella trasladó a la carne femenina (»De guisa la vi -—escribe el autor de las Serranillas— que me fizo gana la fruta temprana»). Las frutas de Toral son, por el contrario, desabridas, desafectas a la vista y faltas de incitación al gusto, como desabridas son sus desnudos de celofana, incardinables, mejor que en el de Bellas Artes, en el museo de cera.

Toral

Director: Florestano Vancini. Guión: Lucio Battistrada y F. Vancini.Fotografía: Dario di Palma. Música: Ejisto Macchi. Intérpretes: Mario Adorf, Franco Nero, Ricardo Cucciola, Damiano Damiani, Vittorio di Sica. Estrenada en el cine California.

Galería Heller

Claudio Coello, 13

De cera. Cuadros, los suyos, como maquinados para el decorum de una sociedad presuntuosamente modosa o discretamente triunfante, del todo refractaria, eso sí, a los cambios y exigencias de los tiempos. Estampas para familias ramplonamente victorianas, de esas que engalanan la salita de estar con frutas de cera y flores de papel, mortecina imagen de lo vanamente duradero, al amparo de una prensa complaciente que otorga anacrónicos galardones y fomenta el más vergonzante decadentismo.

Ni siquiera hubiera venido al comentario esta exposición de no entrañar el reflejo de esa sociedad satisfecha y declinante que acepta sus cuadros sin restricción, y a precios de lujo (casi todos se adornan con el punto rojo de la compra venta consumada), el eco de una publicidad que persiste en asignarle triunfos logrados por otro español en la última Bienal de Sao Paulo, y el descarado favor de una RTVE que no tiene el menor escrúpulo en hacerle la propaganda como colofón de las últimas noticias domingueras.

Tal vez no sea del pintor toda la culpa. Si la antedicha sociedad lo acoge con privilegio, y la publicidad semioficial lo lanza y corea a bombo y platillo, ¿por qué él no ha de aceptar el regalo, dar cumplida satisfacción a quienes, dicho con palabras de Montaigne, tienen el culo entre dos sillas (los del «son cuadros modernos, pero se entienden», «la novedad no ha de ser incompatible con la tradición»... etcétera), y terminar por convertirse, ante la complacencia ajena, en vocero de lo propio? El pintor es culpable, en exclusiva, de haber entrado al saco, y sin otro objetivo, que el chiste, en una de las mejor paridas obras de Goya: La familia de Carlos IV. Juego, el suyo, entre pueril y petulante, cuyas reglas consisten en seguir los movimientos de los personajes regios, colgar de sus manos y hombros prendas y accesorios (maletas, bolsos, gabardinas...) de uso diario, y modificar su aspecto (gafas de sol, barbas y bigotes postizos...). Sólo le ha faltado a Toral ocupar el lugar que a Goya le cumple como propio en su propio cuadro, para dar fin al sainete de tanto y tanto desabrimiento.

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