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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Violencia en Euskadi

EL ATENTADO de Mondragón, que ha costado la vida al joven guardia civil Constantino Gómez Barcia y heridas a dos de sus compañeros, añade a su carácter intrínsecamente condenable las notas de vileza y cobardía que implican las circunstancias y procedimiento con que fue realizado. Si sus autores son militantes de ETA que se consideran a sí mismos según dicen, gudaris, combatientes al servicio del pueblo vasco, mal se compagina esa definición con formas de actuación indistinguibles de los gansters y de los mercenarios. Una antigua expresión afirma que los extremos se tocan. Parece un sino de la historia que el infierno de la violencia termine por igualar a los que traspasaron sus puertas guiados por motivaciones distintas y aun opuestas: desde la extrema izquierda o la extrema derecha.Tras un breve paréntesis de calma y esperanza, la violencia ha rebrotado en el País Vasco con mayor fuerza si cabe que en el inmediato pasado. ¿Cuáles son las causas de ese progresivo deterioro? Los diversos intentos de respuesta tienen todos en común un color pesimista. Si los vascos se sienten discriminados, sometidos a vejaciones y habitantes de un territorio ocupado, el resto de los españoles ven con alarma cómo la tensión en aquella zona pone en peligro el futuro democrático de todo el país.

Las raíces del problema no son, ciertamente, económicas. los casi tres millones de habitantes de las cuatro provincias tienen la renta por cabeza más alta de España. Tampoco hay una guerra de comunidades en su seno, como en Irlanda o en Palestina; el elevado número de inmigrantes Procedentes de Castilla, Andalucía o Extremadura, no sólo no son objeto de discriminaciones, sino que se suman a las grandes huelgas y manifestaciones que sacuden al País Vasco desde hace años. Y entre los muertos de ETA figura un hijo de extremeños: Juan Paredes, alias Txiqui.

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La opinión pública de toda España, periódicamente sobresaltada por el oleaje de sangrientos acontecimientos que sacuden a las tierras vascas, carece de los datos necesarios para penetrar en una situación compleja y dramática. Por eso, el primer paso debe consistir en desmontar el cúmulo de equívocos y deformaciones creados en torno a la cuestión vasca durante los últimos cuarenta años. Sólo un debate amplio y a fondo puede sacar a la luz las razones por las que los vascos respaldan y padecen la violencia.

Los reiterados ataques del franquismo contra la identidad del pueblo vasco, plasmada en su lengua y en sus tradiciones, son una de las causas mediatas de ese fenómeno. Y, de forma más directa, la torpeza en el inmediato pasado del Poder central o de sus delegados a la hora de combatir el terrorismo. ¿Cómo se entiende, en caso contrario, que la sola acción de un reducido grupo haya puesto en marcha esa atroz espiral de «acción-represión-acción» que asola al País Vasco? ¿Cómo se explica el respaldo, la simpatía o la simple neutralidad: hacia los etarras de grandes sectores del pueblo vasco? ¿Cómo dar cuenta de la solidaridad de los vascos con los presos políticos condenados por delitos de sangre y de sus movilizaciones para protestar contra la muerte de dos activistas de ETA?

Es evidente que las autoridades franquistas confundieron un síntoma con la enfermedad que lo producía: el terrorismo de ETA no era la causa de la situación, sino su resultado. Por lo demás, la falta del debido control sobre determinados funcionarios dio ocasión, años atrás, a sevicias injustificables, imputadas por quienes las padecieron tanto a los responsables directos de las mismas como a las instituciones a las que aquéllos indignamente representaban. La falta de hábitos democráticos del Poder, su incapacidad para la autocrítica y para la dimisión, hizo que nuestros gobernantes consideraran una dejación de los atributos de la soberanía el reconocimiento de sus responsabilidades y el castigo de los culpables. Así se desembocó en una situación tal que los Ayuntamientos de Tolosa y Mondragón, designados durante el régimen de Franco, llegaron a solicitar durante el pasado diciembre la retirada de la Guardia Civil de sus respectivos términos municipales. Y a que la plausible interpretación dada por el gobernador civil de Guipúzcoa acerca de la forma en que perdieron la vida los dos etarras en Ichaso haya sido airadamente rechazada por decenas de millares de guipuzcoanos, que se inclinan, sin razón alguna visible, a considerar esas muertes como una provocación.

A lo cual se añade la falta de adecuación entre el objetivo de mantener el orden público y los instrumentos puestos muchas veces en práctica para conseguirlo. Una comunidad civilizada, y España aspira a serlo, no puede permitir que la disolución de manifestaciones en lugares públicos, aunque no estén autorizadas, se realice a costa de perder vidas humanas. Una nueva víctima se sumó ayer, en San Sebastián, a esa larga lista de muertos por la reforma. En Vitoria, fueron balas de plomo; en Madrid, la joven María Luz Nájera perdió la vida por el lanzamiento de un bote de humo; ahora es una bala de goma la que acaba con una vida humana. Nuestras autoridades tienen el deber político y moral de calibrar los medios que utilizan las fuerzas de orden público en su tarea disuasoria. Con ello no harán sino dar una prueba más de la sinceridad en sus propósitos de contribuir a la distensión del País Vasco.

El Gobierno Suárez emprendió el pasado mes de enero el camino en esa dirección. La autorización de la ikurriña rompió un tabú que parecía sagrado y devolvió a los vascos un símbolo de identidad por el que habían luchado largos años. El relevo de los gobernadores civiles de Vizcaya y Guipúzcoa fue también el comienzo de esa revisión de la política de orden público que debe llevarse ahora hasta sus últimas consecuencias. El diálogo con los ayuntamientos y el restablecimiento de las Juntas Generales de Vizcaya y Guipúzcoa son el inicio de una negociación con las fuerzas reales del País Vasco, que debe concluir con un pacto de autonomía dentro de la comunidad española. Finalmente, la ampliación de la amnistía y la perspectiva de que ésta llegue a ser, en la práctica, total, abrieron, el pasado viernes, una rendija a la esperanza.

Los gestos del Gobierno en los últimos meses eran, pues, inequívocos. La responsabilidad que ha asumido, al reservarse el derecho de aplicar medidas de gracia a todos los encarcelados, es, sin embargo, una carga excesiva, si no tiene el propósito de hacer uso de esas atribuciones. Sólo quienes no desean la amnistía han podido cometer el crimen de Mondragón. Porque saben que a ese paso seguiría la normalización del País Vasco, y luego la negociación entre las fuerzas políticas reales, elegidas democráticamente, de esas tierras y el resto de la comunidad española. Y solamente los dos extremos, a la izquierda y a la derecha, del espectro político pueden hallarse interesados en impedir un proceso así.

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