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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La infancia recuperada

¿La infancia recuperada? Cuando leí por primera vez el título de este ensayo de Fernando Savater me vino inmediatamente a la memoria ese otro título del último volumen con el que concluye Proust su monumental novela En busca del tiempo perdido: El tiempo recobrado. Esta arbitraria asociación de la memoria que en principio no iba más allá de la mera coincidencia literal de ambos títulos, volvió a rondarme el pensamiento una vez concluida la lectura del ensayo de Savater, pero esta vez ya al hilo de lo que recordaba de su primer capítulo -La evasión del narrador-, el cual contiene, por así decirlo, la clave filosófica general en la que de alguna manera se poyan los desarrollos particulares del resto del libro. El tema que se plantea a lo largo de todo este capítulo gira en torno a las diferencias entre narración y novela, pero no sólo en tanto des modos específicos del discurso literario sino en cuanto ambos géneros expresan dos estilos o actitudes determinados de existencia, dos modos de entender la vida si se quiere.Narración y novela son dos géneros literarios cuya posible comparación exige un punto de vista forzosamente histórico, puesto que histórica ha sido su fortuna literaria. Y desde este punto de vista histórico ya sabemos que aproximadamente cuando aquel hidalgo manchego, calentada la cerviz con fantásticos relatos de caballerías, se sintiera definitivamente derrotado y se reconociera, al filo de la muerte, por fin, como Alonso Quijano, condenando de esta manera a eterno desvarío al que fuera otrora su héroe Don Quijote, desde entonces ya sabemos que se impuso un determinado sentido de la realidad y un modo de afrontarla literariamente conocido genéricamente como novela.

Fernando Savater

La infancia recuperada. Ediciones Táurus. 191 páginas. Madrid, 1976

Fue precisa mente en aquel mismo instante en que, apremiado por la muerte, se identificó aquel hidalgo manchego Alonso Quijano cuando los temibles gigantes que una vez le abatieron en combate sin Drular se convirtieron por ensalme en molinos, la misteriosa y bella Dulcinea descubrió su tosco aliño campesino, las terribles cuchilladas sólo sirvieron para desmochar pellejos de vino, cuando abandonó, en fin, Don Quijote la estancia del quebranto y moribundo anciano camino hacia quellas -regiones incomparables de los «vanos sueños, producto de una mente ociosa»: «Señores, dijo Don Quijote, vámonos poco a poco, pues ya en los niños de antaño no hay, pájaros hogaño. Yo fui loco, y ahora cuerdo; fui Don Quijote de la Mancha, ysoy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuesas mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía ... ». En efecto, que Cervantes decidiera contarnos las aventuras de Don Quijote desde el postrer arrepentimiento de Alonso ano nos privó de un libro de cabaIlerías más a cambio de crear el modelo de lo que iba a ser desde entonces la novela moderna. «La locura de la vida de Don Quijote desemboca en la cordura de la muerte», señala Savater, al tiempo que nos advierte de la identificación de muerte y desenlace -la muerte,como desenlace- en la novela: «La última página equivale al último suspiro y marca el comienzo del sentido, cuyo vector señala hacia atrás. Por eso la novela es una gran invención cristiana que surge de la laicización burguesa de la vida de los santos medievales, en las que el último trance del martirio, beatitud o arrepentimiento, según el caso, iluminaba una histloria que'no tenía otro sentido .que preparar esa muerte salvífica».

Vida y sentido

En otro párrafo del capítulo que comentamos, Savater nos recuerda aquella afirmación que Luckas hiciera a propósito de que «la novela se constituye en torno a la disociación entre vida y sentido, entre temporalidad y lo esencial». Y en medio, la propia subjetividad desgarrada del novelista intentando conciliar lo que en cierta manera podía resultar inconciliable o no de ambos extremos. Pero volvamos sobre el Tiempo recobrado, exactamente, sobre aquellas páginas finales en las que Proust confiesa su zozobra por obtener el tiempo suficiente para contar esa historia que discurre precisamente por, sobre y en el tiempo. «Por lo demás, que ocupamos un lugar que aumenta continuamente en el tiempo lo siente todo el mundo, y esta universalidad no podía menos que alegrarme, porque lo que yo debía procurar esclarecer es la verdad, la verdad que todos sospechan»: que medimos el tiempo, que en el tiempo todo el -mundo alcanza su medida. Cualquier sensación de aparente insignificancia, quizá el penetrante tintineo de una campanilla o un sabor peculiar, nos devuelve de inmediato la consciencia «de los años transcurridos no separados de nosotros». Esta repentina consciencia urge en nosotros la necesidad de un sentido que, como el tintineo de la campanilla exige descender dentro de uno mismo, saca de nuestro interior «todo aquel pretérito indefinidamente desarrollado que yo no sabía que llevaba en mí». He aquí nítidamente expresada la imagen definitiva, «la letra que faltaba, la perfecta forma que supo Dios desde el principio» -he aquí el tiempo recobrado-, ese tiempo que hará exclamar al poeta: «¡Oh, tiempo!, tus efímeras pirámides, los colores y líneas del pasado definirán en la tiniebla un rostro durmiente, inmóvil, fiel, inalterable». Pues «quien busca el sentido de la vida sólo puede hallarlo en la muerte: en ella se reconcilia por fin lo interior y Io exterior en una unidad inexpugnable. El novelista corre a lo largo del camino de la vida y se sitúa al final de él, para ver venir a su protagonista; todo lo cuenta desde él formando escorzo de lo postrero».

Pero, ¿y la narración? En la narración, en cambio, «la muerte siempre esta presente, autoritaríamente presente, diríamos, pero nunca es necesaria ni en modo alguno dispensadora de sentido. El sentido es cosa de la vida, es la vida misma y por ello es la vida quien puede dar sentido a la muerte, nunca viceversa». El protagonista de una narración: -el héroe- nunca muere, aun que muera, porque encarna un arquetipo que le excede y se fija legendariamente como promesa y esperanza -nuestra promesa y nuestra esperanza- que no puede ser otra que la afirmación del valor de la vida.

Podríamos seguir glosando, tal y como Savater hace en su libro con hondura, la significación de la narración; nos encontrarnos incapaces de hacerlo, sin embargo, en un escrito de estas características, pero esta confesión de incapacidad nos obliga a reforzar la invitación de leer La infancia recuperada: quienes de alguna manera hayan vivido la pasión del Tigre de Mompracén, La Isla del Tesoro, el Capitán Nemo, Guillermo Brown, H. G. Wells, Jack London, la épica del Oeste o cualquier episodio de aventuras, ciertamente no se arrepentirán de esta decisión siempre y cuando, como Savater advierte en su prólogo, su curiosidad no esté mediatizada por un interés científico, sicológico o desmitificador, es decir, siempre y cuando no estén dispuestos a renunciar, más allá del despojo al que todos hemos sido sometidos, al oscuro recuerdo de su infancia.

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