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El inalcanzable Bacon

Al anochecer de un día del pasado enero había una extraordínaria animación en la parísiense Rue des Bezum y Arts, la calleja del margen izquierdo de la capital francesa en el cogollo del barrio de Saint Germain des Press espacios sumamente densos de anticuarios y de salas de exposiciones fenórneno producido a lo largo de los años debido a la vecindad de la Escuela de Bellas Artes. La prensa en una campaña publicitaria muy bien orquestada como un artículo y una entrevista en la revista internacional Newsweek que le dedicaba incluso una de sus famosas portadas había anunciado la inauguración aquella fecha y en la Galerie Claude Bernard de la exposición de treinta y siete obras recientes de Francis Bacon.El éxito alcanzado por la pintura de este sexagenario huraño y dilapidador nacido en Dublín de padres ingleses alcanza ahora una cota que nadie, ni él mismo hubiera sospechado cuando comenzó a participar en colectivas a fines de la segunda guerra mundial y presento, individualmente su pintura en 1949. En 1971 el Gobierno galo le cedió el «Gran Palais» para la exhibición de ciento ochenta cuadros y en 1975 expuso nada menos que en el «Metropolitan Museum» de Nueva York. Pocos artistas han recibido semejantes honores en vida. Sólo se me ocurre el precedente de Picasso.

Ni que decir tiene que las obras de Bacon se venden a precios fabulosos. En la exposición actual hay un tríptico por el que se pide medio millón de dólares.

Resulta difícil explicarse el éxito de ese pintor, que tiene muchos más admiradores que detractores, que no empezó a manejar los pinceles hasta los cuarenta años después de dedicarse a la decoración de interiores y al diseño de muebles tras una existencia errante en el París. y el Berlín de la pre-guerra, un artista que no se preocupa demasiado por el dibujo, la composición y las técnicas, que ha pasado meses y rneses produciendo varlaciones sobre temas tomados del arte antiguo: la crucifixion de Cimabue o el velazqueño retrato de Inocencio X o sobre imágenes inspiradas en clásicos cinematográficos (el célebre rostro de la institutriz herida en la escalinata de Odessa de El acorazado Potenmkin). Merecía lit pena sufrir los apretujones del público la tarde del «vernissage» en cualquiera de los tres estrechos locales que componían la sala de exposición para comprobar cómo artistas, críticos, aficionados y snobs se deshacían en elogios y en expresiones de arrobo.

A mi entender el entusiasmo por Francis Bacon se entiende -modas aparte- por el cambio de gustos operado en las últimas decadas. Los rostros de sus personajes pintados como en una fotografía desenfocada. de tal modo que sus facciones parecen estar a punto de entrar en una putrefacción cadavérica, sus hombres desnudos sentados en el inodoro, abocados en lavabos, sin abandonar su ridícula posición para vomitar en ellos, se aceptan y se comentan tan encomiásticamente porque satisfacen la tendencia a lo escatológico y a lo morboso, hoy tan generalizada, que nos lleva a dudar de si lo que actualmente priva en lo que denominamos «civilización occidental» no es el sado-masoquismo.

La homosexualidad de que hace gala el propio pintor (al reproducir incontables veces los rasgos de su íntimo amigo fallecido o al presentar un cuadro con dos personajes masculinos acostados) contribuye más a producir esa extraña fascinación.

En la misma calle, a pocos pasos de la galería una lápida, en un edificio, nos recuerda que allí existió el «Hotel d'AIsace», donde falleció casi en la indigencia otro desviado sexual: Oscar Wilde. Sin embargo éste, también dublinés de nacimiento, pero irlandés de estirpe, rindió culto a lo bello y a lo refinado. Quizá en eso estuvo su perdición.

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