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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La imposibilidad del olvido

Al concluir la lectura de estas páginas bellísimas busco entre mis libros aquellos dos pequeños volúmenes donde por primera vez se publicaron: Las cosas del campo, en una pulcra edición de Insula con deliciosas viñetas (1953), y Las musarañas, con la característica sobriedad de la Revista de Occidente (1957). (La tercera y última parte del libro que ahora comento, Las sombras, se hallaba inédita). Me pregunto cómo es posible que la más delicada prosa de los últimos cuarenta años haya tenido que aguardar una veintena para poder reaparecerAras las vitrinas de nuestras sufridas librerías. Me pregunto cómo no estamos ya hartos de tanta algarabía subliteraria y supervacua, de tantos aspavientos de efímera trascendencia, de -tanto estruendo afónico. Me pregunto... No vale la pena seguir haciéndose preguntas cuando la respuesta es obvia: no es probable que pueda discernirse lo que dice el que habla a media voz, mientras hay tantos que chillan y en definitiva sólo producen ruido.Pues bien; José A. Muñoz Rojas es de los que nunca ni por nada levantan la voz. Todo a media voz, y además con pocas palabras. Tanto en verso como en prosa sus títulos son pocos; y las páginas de cada título escasas. Unas 150 presenta esta última edición de Las cosas del campo, y, como he dicho antes, encierra tres libros distintos. Pero bajo tan menudas apariencias se adensan la belleza literaria, la atmósfera de encantamiento y la más intensa emoción.

Las cows del campo

Ediciones Destino. Barcelona, 1976

«A cada uno -escribe Mufloz Rojas- le es dado y arrebatado una vez en la vida su paraíso» «La A lhajuela). El suyo fue su niñez en el campo andaluz. Y es este campo y aquella niñez lo que el poeta celebra en una prosa sin espesura, a pesar de la riqueza de sensaciones, fluida, sabrosa, delicada, simplemente perfecta. La le ana niñez no constituye para nuestro escritor un tema de lamento ni de nostalgia, sino de ensoñación. De ensoñación del ensueño, cabría decir, puesto que evoca la niñez aupada en el limbo de las entrañables musarañas. Yo nó recuerdo que haya en nuestro idioma ninguna descripción de las vivencias infantiles que pueda parangonarse con estas páginas de José A. Mufloz Rojas. Esa mirada primordial del niño sobre los seres, las cosas y las personas, cada uno con su desnuda realidad, cada uno con su extrañeza y su aura de misterio, está aquí relatada con penetrante sugesti¿n. Léanse, por ejemplo, Insectos, El mundo y la casa, QuÍetecito, Los sueños, Las visitas...

Hay pena y melancolía ante la irreparable fugacidad de las cosas humanas, aunque el hombre y al poeta pueda renovársele una y otra vez la delicia del recuerdo, ese agridulce sabor de haber sido dichosos que por desgracia no todos los mortales pueden. disfrutar, pero hay también protesta ante las cosas que, no deberían haber desaparecido, que seguirían vivas de no ser por la necedad o la torpe avaricia humanas. Sendas advertencias en 1975, en el umbral de los dos primeros títulos de esta edición, señalan cosas y paisajes cuyo eterno retomo primaveral ha vuelto iniposible no el paso del tiempo, sino el paso del hombre, ciego a sus propias ne cesidades verdaderas. « ¡Ay de ilos que te olvidaren -apóstrafa el poeta a la Tierra eterna de laúltima página de Las cosas del campo-, de los que en su piel y en sus ojos pierdan tu recuerdo, de los que no se refresquen contigo, de los que te pierdan de alma!» ¿Nostalgia quimérica, esteticismo gratuito? No. Conciencia dolorosa, más bien, de cuanto en las vicisitudes actuales del campo, y aún en lacondición de nuestra existencia urbana, tiene múcho más de

desarraigo que de desarrollo. Las raíces eternas del hombre, la naturaleza, han sido alcanzadas, no por ningún prodigioso cambio ni sobrenatural trasmutación, sino pura y simplemente por esa monstruosa intromisión en nuestra esencial intimidad que constituye la vida de nuestras ciudades inhumanas.

Estas cosas no las dice el poeta. Las advierte el lector a medida que se va dejando penetrar por todo lo que el poeta canta, cuenta y evoca: los puntuales abejarucos, las yerbas ignoradas y las que tienen nombre, el prodigio del lenguaje campesino (esas «rejas enlutadas» ... ) los mulos, las gentes. He de confesar que la relectura de Las cosas del campo y de Las musarañas me ha hecho transitar de nuevo mis propias veredas de niño en el paisaje húmedo del Norte, conducido de la mano de esta prosa que la luz del campo andaluz ha traspasado.

Y todavía quedan Las sombras. El poeta regresa de su niñez, de su campo y de la vieja casa; está de nuevo dentro de su propio corazón,

allí donde el olvido no puede habitar. «Siempre es penoso -leemos en la Carta a tia Petra la monja- no saberte en tu celda y que si queremos algo de tí, habremos de buscarte en nosotros, hablarnos con tu voz, contarte con nuestra palabra, pronunciarte con nuestro acento.»

Es penoso, desde luego, pero el corazón humano se ilumina precisamente con esas ráfagas de luz de las sombras que lo atraviesan. Léanse Sin sombra, evocación de tremenda ternura contenida, de la madre soñada que no pudo llegar a ser conocida, La Benina, o Sombra de sangre, con su inevitable escalofrío ante el ramalazo de la lejana guerra civil.

Quiero acabar estas pocas líneas tanteantes con la suprema impertinencia de pedir a José A. Muñoz Rojas que no renuncie a escribir, que vuelva, si es que lo ha dejado, a la tarea de esa prosa suya de tanta hermosura verbal, de tan honda emoción, de lectura tan interminable.

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