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Reportaje:

Todavía tiene enemigos

Salvador Dalí todavía tiene enemigos. Los enemigos, eso si, más estimulantes que nadie puede soñar: aquellos que confirman tus propias obsesiones. El primero, y último, pues sus escrúpulos siguen vigentes, fue André Breton, quien creyó acertar con la injuria perfecta, llamándole «neo-falangista-mesilla de noche» y A vida Dollars. ¡El bueno de Breton siempre confundiéndolo todo; y de paso, poniéndose, en evidencia!, porque esgrimir la avidez de dinero como prueba de culpabilidad artística es el camino más corto para ir de la vanguardia bien pensante al ascetismo resentido y policiaco de la pequeña burguesía, según la cual el artista sólo se redime de esa dudosa ocupación a la que quizá hiperbólicamente cabría considerar un trabajo como Dios manda, cortándose la oreja, dando sablazos en cafés de mala nota o pillando una cirrosis. Y si no le gusta este papel de moraleja viviente, pues al tajo; con vacaciones pagadas y seguros sociales, desde luego. Lo demás es tomarle el pelo al respetable.

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Pero como de la miseria productiva a la política hay el canto de un duro, Breton se saca de la manga la traca final: Salvador Dalí no sólo da propinas de cien francos en los taxis que toma para desplazarse hasta la esquina más próxima, sino, que además es políticamente sospechoso. A Dalí, según parece, Lenin y Hitler se le confundían en sueños; entiéndase bien: se le confundían con las mesillas de marras, los paisajes de Cadaqués, los relojes blandos, las barretinas y las caderas de Mae West. Y lo que es peor: para Dalí, esas azarosas y escabrosas combinaciones que tanto escandalizaran a la ortodoxia surrealista no aparecían como residuo poético de un ejercicio de interpretación razonante de imágenes automáticas y oníricas; eran, por el contrario — ¿Quién lo creyera?—, imágenes reales, ya sistematizadas. Por eso, el cuadro de la nodriza hitleriana, que le valió a Dalí una reprimenda por fascista, es la imagen delirantemente concreta —paranoica— de Hitler, y no una triste alegoría del nazismo. Desde un punto de vista estilístico el símbolo daliniano resultaba, sin duda, más convincente que los proyectados por Heartfield en sus fotomontajes; desde un punto de vista histórico, la capitulación de la izquierda ante el fascismo le ratificaría a Hitler en su disfraz de nodriza-gran madre castradora.

Las dos acusaciones habituales,

Aquel autómata disciplinado con que alguna vez soñó el doctor Breton Frankenstein deliraba peligrosamente, y su delirio productivo, espontáneo e implacable nada lo podría contener, ni siquiera las razonables convicciones morales y políticas del surrealismo menos sectario. El método paranoico- crítico de Salvador Dalí, leído atentamente en la tesis doctoral de Jacques Lacan (De la psychose paranoïaque dans ses repports avec la personnalité, París 1932), desbarató, entre otras cosas, el último y desesperado plan de la vanguardia para sobrevivir entre sus escépticos contemporáneos: una alianza con las fuerzas políticas, ya fuese en un plano de supuesta ligualdad (Trotski-Breton), ya de pura y simple capitulación (PCF-Aragón, etcétera). Esto es algo que casi nadie le perdonó entonces ni le perdona ahora.

De algún modo, las dos acusaciones habituales contra Dalí, más una tercera, la de academicismo, que he descartado por desmesurada, y hasta chusca, se resumen en una sola: indignidad. Pero como decía William Blake, «la indignidad es una cosa y la disipación otra. El que no tiene para disipar no puede, disipar; el hombre débil puede ser bastante virtuoso, pero no será nunca un artista». Ahí le duele. Dalí es molesto porque se da a sí mismo el goce de una riqueza excesiva: su permanente y total convicción alucinatoria; crimen éste que Dalí comete a diario, y además de balde, pero que una sociedad que, se martiriza los domingos con gadgets carísimos y aburridísimos, como Vasarely o la política profesional, no está dispuesta a tolerar por más tiempo. Las cosas cambian y el anacronismo de Dalí es ya flagrante. Sus enemigos dicen que se descubrió sin 'vuelta de hoja al regresar a la España franquista y protagonizar algún espectáculo poco edificante. No les falta razón: España es el asilo donde su delirio portentoso de los años de París y Nueva York va poco a poco resignándose a la trivial condición de locura pintoresca y de pasatiempo inofensivo. Valgan como ejemplo todas esas soserías suyas del ácido dexorribonucleico o los rayos láser. En ocasiones me pregunto si la única clave de su éxito popular no habrá sido cierta rara facilidad para el galimatías vocal, supremo argumente de la comicidad española. Hasta en esto, sin embargo, se ha pasado de moda, como se pasaron de moda también los chistes de baturros, los de Otto y Friz o Pepe Iglesias en el Zorro.

Salvador Dalí, el pintor que conquistó Hollywood de la mano de Harpo Marx y bebía champán en el zapato de Coco Chanel nuestro Salvador de España — « ¡Qué fantástico! ¡Qué tipo de español más completo!», dijo Freud cuando le conoció— ya ni siquiera vale en televisión. Aburre a medio mundo y cualquier día acabará de bongosero en la orquesta de Xavier Cugat. Quienes todavía lo defendemos hubiéramos deseado para él un declinar más luminoso y a su gusto: de chamán siberiano o de asesor artístico en la corte de Rodolfo II en Praga.

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