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Tribuna
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Los adioses

(Para J. C. Onetti)Un día 31 de octubre, un checo a quien catorce años más tarde asesinaría la leucemia, inicia una visita a España. Va a cumplir 37 años y ha viajado ya por Europa, por varias de sus Iiteraturas, por la soledad, el ocultismo, el dolor y el lenguaje. Hombre de poca salud y de mucho silencio, de cuerpo menudo, dueño de una autodisciplina gigantesca, ha viajado sin fin -y presumiblemente sin descanso- por Alemania, Rusia, Francia, Suiza, Italia, Austria, Argelia, Dinamarca, Egipto- En 1900, acompañado de Lou Andreas-Salomé, había llegado hasta Yasmaya Polyana para conocer a Tolstoy. En 1902 se instala en París para estar cerca de Rodin. Trabajando, viajando, estudiando varios idiomas para acercarse a sus maestros, conocerá el matrimonio, la paternidad, la admiración, el egoísmo, la soledad, la huida, la aristocracia y la pobreza. Como si fuera un monje a quien un suave e inexorable desconcierto transforma en un forajido, vivirá amarrado a una movilidad sin fin, alimentándose lo justo, habitando en sus emociones como en la casa de otro para obligar las a ser experiencia, y sin otra patria que la reflexión y el silencioso esfuerzo, de donde irán naciendo páginas que la posteridad situará en el origen de la poesía moderna. Pequeño, cortés, obstinado, pero, sobre todo, viajero, es difícil saber si huye o si busca.

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CRONOLOGIA

Amar es multiplicar

Imposible asegurar si se separa de Clara Wethoff para huir de su mujer y de su hija o para buscar su libertad. En alguna página de su obra habrá escrito que amar es multiplicar la propia libertad por la libertad de la amada, «pues retener es fácil y no hace falta, aprenderlo». En otra página piensa en esta dolorosa y maravillosa penumbra que llamamos el tiempo y anota que es «como la recaída de una larga dolencia». Con su dolencia abultándole el corazón -al que, por lo demás, ordenará que no se exhiba con exceso- entra en España, visitará a El Greco en Toledo, piensa profundamente sobre el Corán en Córdoba, y llega a Ronda para encontrar allí el paisaje de un sueño que tuviera hace años en un lugar lejano a Andalucía. ¿Cómo siente el amor este artesano forajido, tan solitario y tan insatisfecho? ¿Le bastan el tacto, la mirada, la memoria, la voz? Cuando había efectuado prácticas de ocultismo, ¿qué buscaba al otro borde de la noche, de la razón del tiempo? ¿Tal vez un híbrido imposible: un ser que fuese mujer y fantasma? Este hombre de genio, que no desdeña ser también un lento loco, ¿necesita una aparición?

Cartas portuguesas .

En el año 1665 la portuguesa Mariana Alcoforado tiene veintiséis años y hace tiempo que es monja. Sor Mariana conoce a un joven oficial francés llamado Noel Bouton, marqués de Chamilly conde de Saint-Léger. El oficial ha llegado hasta Portugal con un grupo de mercenarios, enamora a Mariana, goza y hace gozar de esa pasión prohibida, y finalmente la abandona. Cuatro años más tarde y en París son publicadas cinco cartas de amor. Narran la nostalgia, la desesperación y, tal vez, el rencor de una mujer abandonada por su amante. Si en la primera página el protagonista es un hombre inconsecuente y en páginas centrales es una hembra que sufre, al final el verdadero personaje de ese texto escalofriante no es ya ni una mujer ni un hombre, no será ya una monja ni un soldado, ni Portugal ni Francia, y ni siquiera una historia de amor que ha sucedido dentro mismo de¡ tiempo: el protagonista de esas postreras líneas es ya un amor exagerado y sabio, sin tiempo, sin derrota y casi ya sin tortura ni herida. Durante cerca de tres siglos, y a pesar de algunas intuiciones en su momento desoídas (Rousseau llegó a escribir: «Apostaría todo a que las Cartas portuguesas han sido escritas por un hombre»), se atribuirán las cinco cartas a la pluma, al padecimiento, a la entereza y a la hermosa soberbia de María Alcoforado. Tal vez no haya existido en toda Europa un poeta que, como Rainer María Rilke, tuviera más necesidad de que esas cartas y aquel amor hayan salido ardiendo de un mismo corazón. Esa mujer (del siglo XVII) y ese amor (al que el silencio del amado convertirá en un monumento de sufrimiento, perspicacia, conformidad, coraje y, finalmente, de sabiduría) llegarán a ser para Rilke un ejemplo y una obsesión.

Nada ni nadie nos impide suponer que en el invierno del año 1913 Rainer María Rilke, artista permanente y, en ocasiones. Viajero por las sombras del ocultismo, desde las alturas de Ronda mira con firmeza al oeste, hacia la parte de la tierra que llaman Portugal, con sus ojos de dulce y temeroso acero. Más de una vez habrá padecido la tentación de echarse a caminar hasta llegar al convento de Clarisas de Nuestra Señora de la Concepción, en Beja, en la zona del Alentejo, al sur- al sur, el punto cardinal más misterioso. Alguna noche, Rilke habrá ambulado por las calles de Ronda sofocando el deseo de visitar a sor Mariana, tan cercana en la geografía, y sentarse a su lado, hacerle una o dos preguntas, escucharla, mirarla y quizá secarle las lágrimas. Un instante existe en, la noche en que el tiempo se retira a dormir en los cuartos oscuros del espejo y en que los siglos se reúnen a conversar con susurros aterradores y en que, tal vez, María Alcoforado, sonámbula, perturbada y espléndida, echa a andar hacia Ronda, echa a correr por los caminos y grita sin besar un nombre que sale estrangulado de su abrasada y solitaria boca. Sor Mariana puede haberse tendido sobre el campo, rodeada de noche y de alto miedo a un tiempo que no parece el suyo, y está diciendo un nombre (¿Noël, René?) que se desplaza en el voluminoso. silencio. Rilke camina por las calles de Ronda, apaciblemente alucinado, y parece decir Lou o Clara o María. Al firmamento le brota la arrogante cicatriz de una estrella fugaz las ramas de los árboles se mueven con solemne pena, un animal del monte corre empavorecido, se oye el sonido brutal de una puerta cerrándose. Horas después, tras el amanecer, Rilke junta, en una maleta sus propiedades antiguas y escasas y, se marcha de Ronda, de España, del siglo XVII, quizá también del siglo XX, un tiempo raro que no parece el suyo.

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