Donald Trump y la energía de la Unión Europea
Ante el giro político en Estados Unidos, es el momento de rediseñar la UE desde la descarbonización y la transición energética
Donald Trump ya es sinónimo de crisis existencial para la Unión Europea. Nuestras vulnerabilidades han quedado súbitamente a la vista. El manto protector de la OTAN se debilita. Las instituciones europeas no tienen claro qué cartas deben ―o pueden― jugar. El orden comercial internacional liberal erigido tras la Segunda Guerra Mundial se desintegra. Emerge un mundo basado estrictamente en el uso de la fuerza (es decir, en la potencia militar y el poder económico). En resumen: asistimos a un acelerado giro copernicano de las relaciones internacionales que afecta, de manera muy directa, a la arquitectura de la seguridad europea (y, en consecuencia, a su autonomía y a su soberanía).
Los europeos debemos reaccionar rápidamente. La llamada Brújula de competitividad presentada a mediados de enero por la presidenta de la Comisión Europea es una buena hoja de ruta. Pero siguen siendo ideas y papeles, no acciones ni resultados. Necesitamos desplegar un arsenal de iniciativas que repercutan significativamente en la realidad, en cuestión de pocos meses, no de años.
De entre los imprescindibles ejes de acción, aquí propongo uno muy concreto: la energía. La Unión Europea se fundó sobre las bases de la energía. La primera semilla fue la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). El Tratado de París de 1951 le dio forma entre seis estados (Francia, Alemania Occidental, Italia, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos). Posteriormente, el 25 de marzo de 1957, se firmaron dos tratados: el Tratado constitutivo de la Comunidad Económica Europea (CEE) y el Tratado constitutivo de la Comunidad Europea de la Energía Atómica (CEEA o Euratom). Pues bien, más de 70 años después, es el momento de rediseñar Europa, de nuevo con la energía en su punto de mira.
La invasión de Ucrania por parte de Rusia en febrero de 2022, con el gas de trasfondo, marcó un trágico punto de inflexión. Una dramática guerra a la que se suman las belicistas actitudes del presidente estadounidense Donald Trump, empeñado en primar hasta el paroxismo los exclusivos intereses de Estados Unidos y en subir aranceles para proteger, presuntamente, su economía doméstica.
Así lo resumía durante una entrevista con la CBS el prestigioso CEO de Berkshire Hathaway, Warren Buffett ―quizá el inversor más inteligente, rico y exitoso de Estados Unidos―: “Los aranceles son, en realidad, un acto de guerra”. Pues bien, actos de guerra exigen actos defensivos y de ataque. Una de las principales defensas de la Unión Europea es dejar de depender, en todos los sentidos posibles, del gigante norteamericano. Y, muy especialmente, en el ámbito de la energía. Esta sigue siendo una de nuestras principales subordinaciones. Lo que se traduce en debilidad.
Vayamos a los datos del European Union Institute For Security Studies: en 2022, casi el 63 % del suministro energético de la Unión Europea dependía de las importaciones extranjeras. Esta cifra es aún más grave si hablamos del petróleo y del gas: el 97,7% de los productos petrolíferos que consumimos y el 97,6% del gas natural que utilizamos proceden de fuera de la Unión. Así, la UE gastó la asombrosa cifra de casi 450.000 millones de euros (fueron 448.800) en importaciones de combustibles fósiles en 2023. El coste de la dependencia de los combustibles fósiles es, por lo tanto, estratosférico. Y destroza la competitividad europea.
Los datos hablan por sí solos: las empresas de la UE se enfrentan a precios de la electricidad entre dos y tres veces superiores a los de Estados Unidos. Y, en términos per cápita, el ingreso real disponible de los hogares ha crecido casi el doble en Estados Unidos que en la Unión Europea desde el año 2000, tal y como reconocen tanto el Informe Draghi, encargado por la Comisión Europea, como el Informe Letta, reclamado por el Consejo Europeo. Informes que, además, señalan la considerable carga impositiva que afecta a la energía, en contraste con Estados Unidos, donde se fomenta el crecimiento industrial a través de deducciones fiscales a las energías limpias.
Tal y como subraya el investigador principal del Real Instituto Elcano, Gonzalo Escribano, “Europa conoce bien las consecuencias económicas de su dependencia de los hidrocarburos importados”. Paradójicamente, para sustituir el gas ruso, la UE necesita el gas que nos vende Washington, a costos más caros que el gas de Rusia, lo que tiende a elevar precios en los mercados marginalistas del gas y de la electricidad europeos.
Tras su toma de posesión, Trump eliminó la moratoria impuesta por la Administración Biden a nuevas exportaciones de gas natural licuado (GNL), exigiendo más importaciones europeas, con el compromiso de garantizar el suministro a Europa. ¿Queremos abrazar esa insensata dependencia?
La fiabilidad de la actual Casa Blanca parece escasa. Si es capaz de desconcertar a su propio sector con contradicciones constantes de política energética, qué no hará con sus socios internacionales. ¿Debemos correr ese riesgo? Tal y como afirma el historiador Timothy Garton Ash: “Los europeos deberíamos ponernos en lo peor y actuar como si EEUU no fuera ya nuestro gran aliado”.
¿Qué debemos hacer a partir de ahora? Muy sencillo: acelerar la transición energética que permita a Europa realizar un despliegue rápido y masivo de tecnologías como la solar fotovoltaica o la eólica, para no depender de recursos importados, caros y contaminantes, como el gas o el petróleo. Así, la UE debería proponerse una ambiciosa (y para nada imposible) meta: que el 70 % de su mix energético proceda de energías renovables antes de 2030, logrando así más autonomía energética y una economía más competitiva, contribuyendo, adicionalmente, a la lucha contra el cambio climático. Ese fin introducirá cambios tectónicos en la geopolítica actual, ya que los “petroestados” ―ricos por la venta de combustibles fósiles― serán sustituidos por los “electroestados” ―energéticamente autosuficientes y muy competitivos―.
La energía es, en esencia, geopolítica, dados los numerosos y estratégicos vectores relacionados con el poder que aglutina. Es fácil de entender por qué cualquier proyecto político con miras de futuro debe pasar por incrementar la soberanía energética de la Unión Europea. Gestionar la energía supone tomar decisiones políticas valientes y sin cortoplacismos. Ante el desafío que procede de la otra orilla del océano Atlántico, nuestra mejor defensa y nuestra mayor seguridad es, sin duda alguna, descarbonizarnos y electrificarnos a la mayor velocidad posible. Seamos sensatos. Hagámoslo.
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