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Tribuna:
Tribuna
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El futuro del pueblo vasco

La derogación del decreto-ley del 23 de junio de 1937 que privó a Guipúzcoa y a Vizcaya de sus últimas peculiaridades fiscales y administratívas es un acto simbólico con el que se quiere manifestar la voluntad de enmendar el grave yerro político y la dolorosa injusticia que se cometieron al arrebatar a ambas provincias, hace casi cuarenta años, el residuo de su foralidad en el campo del derecho público.Ahora bien: por el hecho de disponer que hasta que se acuerde lo procedente en cuanto al ordenamiento administrativo de dichas provincias, subsastirá en ellas la legalidad, común vigente para las demás, la medida no tiene sino un carácter formal cuya importancia no debe ser exagerada, pero tampoco minimizada.

El decreto-ley del año 37 impuso a Guipúzcoa y a Vizcaya el llamado «régimen común», y en esto consistía su originalidad. El del año 76 declara que subsiste en ellas ese «régimen común», y en esto estriba su falta de originalidad; pero contiene, además, una importante innovación consistente en que dicho régimen ha pasado a ser, para ambas provincias, meramente provisional y en que el establecimiento de un nuevo régimen definitivo no tendrá ya por qué ser materia de ley, o de decreto-ley, sino que podrá hacerse por simple decreto, siempre que no se viole la ley del 21 de julio de 1876, todavía vigente y a cuyo amparo fueron desmantelados los Fueros alaveses, guipuzcoanos y vizcaínos.

Esta última ley trazó un marco, en cuyo interior cabe hacer muchas cosas. Así como los gobiernos de hace un siglo suprimieron, dentro de ese marco, las viejas instituciones forales y recortaron considerablemente las competencias de las tres provincias, puede el Gobierno de hoy, sin salirse de él, reconocer a estas últimas la facultad de dotarse de instituciones en consonancia con su tradición foral (adaptándolas como es debido, a las necesidades actuales), así como una esfera de competencia más amplia que la que hoy poseen, e incluso más amplia que la que poseían antes de la guerra civil de nuestro siglo. A ello podría pensarse que se aspira mediante el llamado «régimen especial», para cuyo estudio se nombró hace un año una comisión que acababa de termínar sus trabajos. Derogado el decreto-ley del año 37, cabe establecer ahora el «régimen especial» por decreto, sin recurrir a medidas de orden leaislativo.

¿Se atreverá el Gobierno a hacerlo, enfrentándose así con una opinión pública que, fuera de Vasconia, está mal preparada para acoger sin recelos el reconocimiento de unos derechos que, a sus ojos, pueden parecer privilegios? Consciente de su propia provisionalidad, ¿se decidirá a tomar unas medidas que tendrían base mucho más sólida si se sintiera respaldado por unas Cortes democráticamente elegidas? ¿Esperará tan sólo a que el próximo referéndum aporte a la Corona el complemento de legitimidad democrática que todavía le falta para actuar entonces con el respaldo de la autoridad regia así consolidada?

La actuación del Gobierno

Sea cual sea la respuesta a estas interrogaciones, lo cierto es que -vistas las cosas meramente desde el ángulo jurídito-formal- el Gobierno tiene ahora, como queda dicho, amplias posibilidades de actuación. Con tal que no suprima el servicio militar obligatorio en Alava, Guipúzcoa y Vizcaya ni exima a estas provincias de «contribuir en proporción de sus haberes, a los gastos del Estado» (obligaciones expresamente impuestas en la ley de 1876), puede alterar completamente, por simple decreto, el régimen a que las mismas se hallan hoy sometidas, actuando al amparo de las leyes del 25 de octubre de 1839 y del 16 de agosto de 1841 (expresamente citada esta última en la de 1876), todavía vigentes.

En cuanto a lo que el Gobierno debe hacer, habrá sin duda opiniones para todos los gustos. Dar aquí la mía, llevaría un tiempo y requeriría un espacio de los que no dispongo. Me limitaré a decir lo que, a mi juicio, no debe hacer el Gobierno.

Primeramente, y por razones de elemental prudencia, debe abstenerse de reconocer a las provincias vascas un régimen fiscal y una esfera de compentencia que no sean susceptibles de aplicarse, llegado el caso, en otras regiones que así lo pidan. La única diferencia es que para esas otras regiones, no bastarán ya simples decretos. sino que harán falta normas legislativas.

En segundo lugar, debe abstenerse de imponer unilateralmente el nuevo régimen, el cual no tendrá estabilidad y duración más qué si es aceptado expresa e inequívocamente por cada una de las provinclas interesadas. Si la aceptación tuviese lugar mediante referéndum, la legitimidad democrática de ese régimen sería muy,superior a la más que dudosa del Estatuto de autonomía de 1936, cuyo proyecto fue, sí, aprobado en votación popular; pero cuyo texto definitivo -que difería notableniente del proyecto-, además de haber sido sancionado improvisada y precipitadamente por unas Cortes que, a partir del comienzo de la guerra civil, no tenían ya de tales más que el nombre, no fue sometido a la aprobación del cuerpo electoral (trámite que no preveía la Constitución de la II República y que, aun en el caso de que hubiera sido preceptivo, habría sido imposible, de cumplir en aquellas circunstancias).

En tercer lugar, debe evitar que semejante régimen contenga nada que pueda obstaculizar lo más mínimo la constitución de una región autónoma comprensiva de Alava, Guipúzcoa y Vizcaya tan pronto como las tres provincias lo decidan y la incorporación a ella de otras limítrofes cuando éstas así lo deseen y la región lo admita.

Por último, debe guardarse mucho de hacer suyos, sin haberlos sometido antes a riguroso ex amen crítico, los textos elaborados en el seno de la comisión que ha estudiado la posiblidad de establecer el «régimen especial». Téngase en cuenta que, en lo referente a Hacienda, los miembros de la comilón representantes de la Administración central no han llegado a un acuerdo con los procuradores y los representantes de las Diputaciones provinciales, ni siquiera después de la retirada de varios de éstos. Una reglamentación que reflejara, en materia hacendística, todos o casi todos los puntos de vista de la Administración central, estaría condenada de antemano a ser rechazada por los guipuzcoanos y por los vizcaínos.

Libertad para las instituciones

En lo relativo a las intituciones, el Gobierno debe dejar que las establezcan democráticamente los interesados, sin entrar a prejuzgar su fisonomía. Porque la ponencia de Gobernación, aprobada por la comisión propone el restablecimiento de las Juntas Generales y de las Diputaciones forales, adoptando para la elección de las mismas unos criterios demasiado teñidos de arcaísmo Y por eso, sumamente discutibles, en especial por lo que a Vizcaya respecta. Con arreglo a ellos, en los juntas de esta última provincia Bilbao dispondría solamente del 23,4% de los votos, siendo así que tiene el 40% de la población; Baracaldo, del 6,3% de los votos cuando comprende el 10% de los habitantes, la comarca «Gran Bilbao», en su conjunto, del 52% de los votos, siendo así que alberga el 78% de los habitantes. Cualquier municipio minúsculo. con mil almas o menos, tendría un voto, lo mismo que las villas de Ondárroa o de Lequeitio, que tienen cerca de 10.000 habitantes cada una. Se crearía así un desequilibrio pronunciadísimo y antidemocrático, favorable a los pequeños municipios agrarios y que se agravarían aúno más en el seno de la Diputación foral si este órgano se constituyera y fuese elegida en la forma propuesta por la ponencia (1).

Los autores de ésta parecen haber olvidado que, ya en el siglo XIX la infrarrepresentación de Bilbao en las juntas suscitó gravísimos conflictos. Hace más de cien años que se intentó corregir la anomalía, pero sin éxíto. El Estatuto de 1936 establecía una fórmula mucho más democrática, pero que tenía el defecto de no garantizar en grado suficiente la representación de los municipios pequeños. Sería disparatado caer ahora en el vicio contrario. Si las Juntas Generales han de velar por el respeto de los intereses y las aspiraciones de una sociedad rural minoritaria, la Diputación (que no,representará a los municipios, sino al conjunto de la provincia) debe ser elegida sin discriminaciones. para poder hacerse eco de las aspiraciones y los intereses de la sociedad urbana mayoritaria, y no debe estar supeditada a las juntas más que en casos muy determinados.

Para Guipúzcoa, la ponencia propone un sistema de representación mucho más equilibrado, en consonancia con la tradición foral guipuzcoana. Pero en ambas provincias el hecho de que cada municipio no pueda enviar a las juntas más que un solo representante, el cual dispondría de la totalidad de los votos del municipio respectivo, no dejaría (si se aceptase el criterio de la ponencia) de suscitar dificultades serias, pues minorías considerables se verían así privadas de toda posiblidad de hacer oír su voz en las juntas y en las Diputaciones elegidas por éstas.

Tales son las condiciones que será preciso cumplir para que la derogación del decreto-ley del año 1937 dé, en el marco de la legalidad hoy vigente, los frutos que Vasconia espera y que España necesita. Cabe, igualmente, imponerse un compás de espera hasta que las primeras Cortes democráticas (y, sin duda, constituyentes) decidan sobre el particular. Ambas fórmulas tienen sus ventajas y sus inconvenientes. Sea cual sea la que se adopte, hay algo que se ha de tener muy presente: el pueblo vasco posee un derecho irrenunciable a emitir voz y voto cuando llegue la hora de decidir su propio futuro. Ignorarlo sería tanto como renunciar a resolver los problemas más importantes que ese futuro plantea.

(1) Estos cálculos se basan en el censo de población de 1970. Dada la evolución demográfica posterior, el desequilibrio se acentuaría todavía más, siempre en el mismo sentido.

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