La crisis de la economía española
A principios de este año un destacado economista hacía un diagnóstico muy acertado de la situación de nuestra economía.
Decía que en ella coinciden tres tipos de problemas: uno coyuntural, otro estructural y un tercero político.
Coyunturalmente, España se encuentra todavía en la fase depresiva del ciclo económico que ha afectado a todas las economías occidentales, después del boom que habían experimentado en el bienio 1972-73.
El problema estructural viene impuesto por la necesidad de ajustar nuestro sistema económico al brusco cambio que ha supuesto el empeoramiento de la relación real de intercambio, como consecuencia del aumento de precio del petróleo.
El problema político que se superpone a los anteriores se presenta como consecuencia del cambio total del sistema bajo el cual había estado organizada la vida española en los últimos años.
El conjunto de estos tres problemas, el coyuntural, el estructural y el político, ha situado a la economía española en una situación crítica, cuyos síntomas más destacados son también tres: inflación de precios, déficit exterior y alto nivel de desempleo.
Ante los graves problemas económicos con que nos enfrentamos, el tratamiento al que han tendido algunos economistas ha sido el siguiente: en las actuales circunstancias no es posible poner en marcha la política económica que exige la situación, pues para ello es necesario que se acuerde algún tipo de pacto social y este pacto sólo puede alcanzarse dentro de un pacto político de carácter democrático.
Dicho de otra forma, hay que pedir y conseguir una tregua, que pueda ser hasta después de las elecciones, y en ese momento se tomarán las medidas oportunas y se iniciará el periodo en el que nuestras dificultades podrán que dar resueltas.
Esta forma de razonar es, en mi opinión, simplista. Creo que ningún economista piensa de verdad que la solución a nuestros problemas económicos va a llegar en el momento en que empiece a funcionar en España la nueva situación política.
A pesar de las dificultades de diagnóstico y terapéutica con que se enfrenta la ciencia económica, parece que se debe aceptar con generalidad que las medidas que, a corto plazo, requiere la economía española, pasan por un plan de estabilización que va a suponer un freno importante al crecimiento y una devaluación de la peseta proporcional al desfase de tasas de inflación acompañada de un conjunto de medidas destinadas a transferir recursos reales al exterior.
Ahora bien, ¿se puede pensar que este tipo de medidas de austeridad va a venir proporcionado a través de una cadena pacto político-pacto social-plan de estabilización? Evidentemente va a haber dificultades. El intento del Gobierno inglés y el Gobierno italiano para implantar un pacto social que permita tomar las medidas económicas que la ortodoxia requiere, ponen de manifiesto que en modo alguno el pacto político garantiza una solución económica.
Cualquier salida de un proceso electoral, bien sea con soluciones 51-49, 60-40, 30-30-40, tiene poca trascendencia cuando se enfrentan programas económicos y sociales muy/parecidos y que se aplican en países muy integrados, con rentas altas, y con una cierta perspectiva histórica para contrastar las realidades con las promesas electorales.
Lo que es difícil en España, poniendo las cosas en términos simples, es que una minoría acepte con facilidad el programa de un 51 % cuando se están enfrentando conceptos fundamentales sobre la organización de la vida económica y social. Y es que los materiales con los que se están construyendo en España los programas de nuestros partidos dan la impresión, a veces, de pertenecer a otras épocas. En parte a un pasado ya superado y e parte a un futuro que no ha llegado aún. Al pasado, en cuanto se vuelve a planteamientos maximalistas que no responden al sistema económico en el que estamos insertos en los países occidentales; y al futuro, en cuanto se quiere incorporar nuevos conceptos válidos, pero propios de un desarrollo que aún no hemos alcanzado.
Si esto ocurre en el proceso electoral, más que una clarificación sobre los problemas, puede producir una desintegración de las fuerzas sociales. La única forma de evitarlo está en que los partidos acepten el compromiso y renuncien a objetivos poco realistas.
El segundo punto guarda relación con una posibilidad de pacto social. Este es un problema que se refiere al del futuro de los partidos y de los sindicatos y a cuáles van a ser sus relaciones recíprocas. Si el modelo español va a ser semejante al alemán, en el que el partido domina las decisiones políticas y el sindicato es un órgano de defensa profesional o más bien se va a acomodar al sistema inglés, en el que los sindicatos dominan al partido, al Estado y al país.
Los líderes políticos en la nueva situación, indudablemente, van a tener compensaciones, pues se trata, en definitiva, cualquiera que sea su ideología, de minorías sociales en las que el ejercicio del poder político supone ya una satisfacción en sí mismo. En un reciente artículo, Fraga Iribarne estimaba que la población política española la componen 5.000 personas. Sin embargo, la población activa se compone de casi catorce millones de españoles, y hay que pensar que los trabajadores necesitarán y exigirán compensaciones de carácter económico, precisamente en un momento en que la política económica que necesita el país debe pasar por un plan de estabilización en el que sus ingresos reales no podrán aumentar o lo harán muy poco. En este sentido no es pesimista dudar de que los líderes políticos de los partidos de izquierdas quieran o puedan convencer a los trabajadores y a quienes les siguen de la necesidad de cumplir el pacto social.
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