Crítica del intelectual egoísta
Una sátira monumental, una farsa feroz, un dramatismo que no impide la risa ocasional ni la sonrisa permanente, una escalofriante economía de medios, un largo y absurdo diálogo, sobre el hambre... ¿Es que esta comedia, singular, va a gustar a nuestro público? Me agradaría mucho, porque estamos dando vueltas y vueltas por un camino que se está estrechando en demasía. Nuestro abrelatas es una novedad. Pertenece a un género crítico -el cabaret- que no hemos desarrollado ni casi conocido. Tengo dudas.¿De qué se trata aquí? De algo importante. En un escondite improvisado, bajo tierra, en un país no identificado, dos hombres conviven después de la catástrofe desencadenada en la superficie. La tal convivencia está planteada en términos frescos, feroces, divertidos, duros y originales. Los condenados poseen un depósito, pequeño, de guisantes, pero han extraviado el abrelatas vital. Y hablan. Hablan de todo lo humano, hablan divertidamente, hablan patéticamente, para mostrar -para revelar- el trasluz de los comportamientos egoístas.
Nuestro abrelatas, de Vícior Lanoux
Adaptación: Carmen Vázquez Vigo. Director: Juanio Menéndez. Escenógrafo: Bruman. Intérpretes: Juanjo Menéndez y Francisco Cecilio. En el teatro Arlequín.
Uno de estos hombres es un intelectual y el otro un simple, un pobre, un inocente. El intelectual come y defiende sus posesiones con una dialéctica impecable en su rigor técnico. En él se representan todos los fuertes, los potentes, los poderosos del corazón seco y crueldad lúcida. El otro es el desgraciado, el servil, el pobre esclavo. El intelectual juega con él y este juego nos hace sonreir por la justicia del corrosivo tratamiento. El tema del hambre no puede ser más trágico. Pero el subtexto es una límpida y cristalina caricatura de aquellos que utilizan su talento, su ciencia y su inteligencia en su propio y exclusivo beneficio.
Al llegar aquí, Nuestro abrelatas, ya desborda la simple sátira de los intelectuales para afrontar, más ampliamente, la condena de todo torturador que, instrumentando su poder «superior», maneja a los demás y los coloca a su servicio. El tratamiento es circense o clownesco o directamente salido de los cabarets literarios. Pero detrás, podría estar Beckett. Y más al fondo tendríamos que ver a Sartre.
No es gracioso, ni muchos menos, ese intelectual egoísta, retorcido y cruel. Mucho menos, aún, lo es su desdichado y humilde compañero hambriento. Pero Víctor Lanoux -actor-autor, joven, con larga experiencia del mundo de los cabarets críticos- ha cristalizado entre ellos un diálogo increible, entre el drama y el sainete, diálogo de un cerebro bien capaz con un estómago bien desfallecido, diálogo que desmenuza, descompone y pasa al ácido, los mecanismos de comportamiento humano de quienes, simplemente, tienen talento y quienes, muy simplemente, sólo tienen hambre. Suficiente para una radiografía del egoísmo y otra de la inocencia.
Es increíble lo que ha podido hacer Lanoux con esos elementos. Sus dos personajes hablan de casi todo. Y lo que dicen es transparente. puro y refrescante. Y absurdo, claro. Con un hallazgo: la comicidad. Este Víctor Lanoux es, en cierta manera, un Ionesco templado en sus frialdades por el ardor de la sátira. Donde Ionesco denuncia a todos, Lanoux puntúa y subraya. El hombre es, viene a decir, «un lobo para el hombre». Pero hay un lobo que come y otro que se deja comer. La cosa es tan grave que pronto se dirá que Lanoux trivializa el horror de la condición humana. No es cierto. No hay nada trivial. Ese diálogo cruel y risueño es un magnífico microscopio que apresa entre sus lentes bastantes datos serios e importantes.
Dificilísima y concienzuda versión de Carmen Vázquez Vigo. El original francés es un sútil encadenado de réplica y contrarréplica, terso y muy fluído. Carmen Vázquez Vigo ha mantenido el rigor de esa delicada forma coloquial y, con singular fluidez, ha prestado a Lanoux, un castellano equilibrante y eficaz.
El género es, de por sí, dificilísimo. Tenemos, por otra parte, una dolorosa falta de tradición para el abordaje de estos trabajos. Por eso, quizás, ha asumido la tarea de dirección un actor culto, sabio de efectos y recursos, interesado por el hermoso trasluz de la comedia: Juanjo Menéndez. Como es, a la vez, intérprete, ha dicho lo que debía decir, pero ha clarificado impecablemente el grave subtexto de la obra: todos sus movimientos, sus tonos y sus ritmos guardan, paralelamente, el sabor burlón del diálogo y la energía granítica de la denuncia. Francisco Cecilio le secunda con eficacia, que ya es decir bastante. Pero Juanjo desmonta, ruedecita a ruedecita, el tema del intelectual maligno y egoísta. Es un dominador. Su trabajo requiere tres planos: La lucha dialéctica con su hambriento compañero, la burla de esa dialéctica, la ligera -y profunda- revelación de ciertas relaciones humanas.
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