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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Con la economía no se juega; con la huelga, tampoco

Joaquín Espinosa Morales es el nombre colectivo bajo el que tres jóvenes profesores de Sociología e Historia de la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de Madrid inician en este periódico un proyecto de trabajo en común.Los planteamientos políticos del Gobierno se han ido haciendo cada vez más claros e inteligibles. Se podrá estar o no de acuerdo con ellos, pero al menos es posible ver cuál es su intención y saber a qué atenerse. No ocurre lo mismo, por desgracia, con sus diagnósticos y sus medidas en materia económica, que siguen en la misma línea de oscuridad y confusión de sus predecesores.

No es preciso ser un experto para distinguir una fábrica de un banco, o una constructora de una sociedad de inversiones inmobiliarias. Sin embargo, el Gobierno parece ignorar esta simple distinción entre industriales y financieros y, lo que es peor, da la impresión de confundir a los inversores, en general, con la especie mucho más particular de los especuladores. No otra explicación puede tener el hecho de que, para reactivar la economía y elevar la producción, adopte medidas de apoyo a la Bolsa, a las compañías de seguros y a las grandes empresas más íntimamente ligadas a los centros de poder financiero, al tiempo que favorece el incremento de las plusvalías. resultantes de simples transacciones. Entre tanto, restringe los créditos que necesitan como el aire multitud de empresas medianas y pequeñas, no ya para expandirse, sino, tan sólo, para ir tirando.

En idéntica línea de contradicción, el Gobierno afirma querer devolver la confianza a los inversores, mientras lo que en verdad hace es cuidar el dinero de los especuladores. Más cerca de la sensatez estaría el proceder contrario: quienes necesitan recuperar la confianza perdida son los especuladores; lo que los empresarios piden es crédito, no con fianza. Lo segundo no lo dice sólo el que suscribe, sino la voz autorizada de Luis Olarra, empresario, refrendada por los aplausos de otros cuatrocientos empresarios: «Que no se nos diga que es problema de confianza de los empresarios, que no se deciden a invertir; es que no hay nada para invertir, ni dinero, ni crédito, ni esperanza de beneficios». Por lo que respecta a los especuladores, vano propósito es pretender de volverles su confianza en unos negocios suspendidos en el aire por unos hilos políticos tan gastados que han de buscar refugio seguro en el extranjero. El Gobierno hace de las huelgas, los aumentos salariales y el exceso de consumo los chivos expiatorios de la crisis económica. En consecuencia, facilita el despido para mejorar la disciplina y la productividad y congela de facto los salarios para que la gente compre menos. Veamos qué racionalidad hay detrás de todo esto, si es que hay alguna.

Entre los varios factores responsables de que el conjunto de la industria funcione al sesenta o setenta por ciento de su capacidad, el tiempo perdido por huelgas representa en términos globales, el chocolate del loro. Sin embargo. los portavoces del Gobierno nos machacan a diario los oídos con los millones de horas perdidas en huelgas y absentismo, y nos auguran solemnemente el más irremediable caos si persistimos en este camino. No ven, o no quieren ver, que repartidos los sesenta millones de horas de huelga por los trece millones de españoles que trabajamos no salimos ni a una tarde de asueto. Poco pesan estos millones de horas, aunque les sumemos los días festivos, en comparación con los que pierden involuntariamente los que no pueden hacer horas extras o el millón de parados. En todo caso, si las cosas van mal, no será por no trabajar, por lo menos en los últimos años: según el FOESSA 70 salíamos,-cuando se podía, a doce horas diarias de media, lo que significa que muchos, seguramente de mono y abarcas, tendrían que salir a dieciséis.

Un excelente candidato para cargar con las culpas de la inflación es la carestía del petróleo. Para combatir a tan formidable enemigo, a los avispados expertos económicos del Gobierno no se les ocurre otra cosa que recomendar el ahorro de energía en casa y dejar las calles en la penumbra desde una hora temprana, por un lado, y subir, con escasa discriminación, los precios de la electricidad y el fuel a los usuarios domésticos e industriales. Poco alivio cabe esperar de tales remedios. Confiar en que el ahorro doméstico de energía contribuirá a reducir el déficit de la balanza de pagos es casi tanto como esperar que el «día del ayuno voluntario» acabe con el hambre en el mundo. Por lo que respecta a las subidas de precios, no hay que olvidar que, por muy cara que esté la energía, no se puede producir sin ella. Encarecer las materias primas no es la mejor forma de fomentar la producción; por este camino terminarernos pagando al extranjero por productos acabados muchas más divisas de las que en petróleo se ahorren.

Aunque parezca cinismo, también se achaca la inflación a exceso de consumo, y, en consecuencia, se adoptan medidas directas e indirectas de freno a las rentas salariales para mitigarlo. No se piensa, probablemente, que el aumento del número de parados que la estrategia del Gobierno producirá ya tenderá de por sí a restringir la demanda. Ahora bien, descuéntense del índice de precios los aumentos conseguidos por los grupos de presión, como panaderos y otros vuelos más altos, los provocados en el coste de la vivienda por la desenfrenada especulación inmobiliaria, y así sucesivamente; quítense, por otro lado, los incrementos debidos realmente al precio de la energía, y se verá que no es el exceso de demanda, sino la falta de ella, lo que inclina a las empresas a subir los precios para conseguir, a corto plazo y aunque sea a costa de las ventas, el dinero líquido que no pueden conseguir de otro modo.

En definitiva, las raíces de la crisis económica no están sólo en el precio del petróleo, sino en la fuga de capitales, en la falta de liquidez, en la intocabilidad de los beneficios de algunos, en el paro, en la congelación de salarios y en la insuficiencia de la demanda. Por tanto, no es la caída de la Bolsa, ni la falta de confianza, ni el «derroche» de luz y gasolina, ni siquiera el destape de las revistas y la ola de erotismo lo que nos lleva al caos. Porque no es cuestión de caos, sino de una crisis económica agravada por la crisis política de unos mecanismos de poder financiero cuyos beneficiarios parecen empeñados en escapar llevándose todo lo que puedan, y al tiempo preparar la vuelta sobre la base del miedo que siembran con sus profecías.

Desde el punto de vista económico, las medidas del Gobierno no parecen muy racionales. Es posible, sin embargo, que haya que buscar su coherencia en otro terreno. La pista más segura para la indagación nos viene dada por el hecho de que los perjudicados y los beneficiados por ellas son los mismos de siempre. Los beneficiarios van a ser las gentes cuyas plusvalías no se recortan, las grandes empresas ligadas a los grandes bancos hacia las que se canalizan los aumentos de inversión obligatoriamente impuestos a otras entidades de crédito, los monopolistas de la electricidad que se sientan en los consejos de administración de los bancos y en el Consejo del Reino; los perjudicados, los que trabajaremos este año por el veinte pos ciento menos de salario real que el pasado, los que se quedarán sin trabajo por defender sus derechos laborales, los que irán a la calle al suspender pagos sus empresas porque el dinero huye a lugares más tranquilos.

Esto apunta ya a una racionalidad política. Cabe pensar que las medidas económicas constituyan una de las vías por las que el Gobierno pretende vender una mercancía política a un precio «político». La mercancía es el proyecto político del Gobierno, y los eventuales compradores, los grandes patricios de la alta finanza que más damnificados pudieran sentirse por la remodelación de las vías de legitimidad del poder que aquél contiene. Nadie puede extrañarse de que la obtención de la aquiescencia de personas de tan alto standing no resulte barata. Algunos llamarán a esto sacrificar la economía a la política (la economía de los trabajadores, claro está), y, atendiendo a los altos intereses en juego, encontrarán fácilmente justificable cierta ligereza en materia económica. A los que así procedan conviene, no obstante, alertar ante los peligros que la operación encierra. No sería la primera vez en la historia de España que una estimable oportunidad histórica se pierde por satisfacer en exceso intereses mitioritarios. Con la economia no se juega, y con la conflictividad social, menos. A nadie puede interesar tanto, objetivamente, el mantenimiento de situaciones insostenibles que pudren la convivencia y aceleran su deterioro como a los que contemplan como su meta la restauración de la ley y el orden so capa de contener el caos. Todos sabemos bien lo que restaurar la ley y el orden significa, y también sabemos que si ello llega alguna vez a producirse ni el proyecto del Gobierno actual seria posible. Saturno termina por devorar a sus propios hijos.

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