Retrato de memoria
Este Retrato de la lozana andaluza, es decir, de esta Aldonza hermosa y sensual en la Roma de los Papas, se debe a la pluma de un español ilustre y, por tanto, no demasiado conocido: Francisco Delicado, nacido en el siglo XV, en la diócesis de Córdoba, quien, tras recibir las órdenes sagradas, fue a caer en la gran urbe de donde no saldría sino para morir en Venecia, tras el asalto de la ciudad por los soldados de Carlos V. Que conocía bien el ambiente por él descrito nos lo confirma su enfermedad allí contraída: el mal francés a cuyo remedio dedicó un tratado clásico que quizá contribuyera a aliviar los achaques venéreos de muchos de los protagonistas de su libro.«La lozana -afirma Bruno M. Damiani- nace como retrato fiel de la sociedad romana, alegre, licenciosa y libertina. A su sombra conocemos criados y alcahuetes, cortesanas y cardenales, mercaderes y caballeros, todos envueltos en un magma especial pintoresco y lascivo. Conocemos una Roma subterránea y lupanar que ningún escritor español o italiano ha descrito más acertadamente, una ciudad «triunfo de grandes señores, paraíso de putanas, purgatorio de jóvenes, infierno de todos, fatiga de bestias, engaño de pobres, pequería de bellacos».
La lozana andaluza
Según el libro de Francisco Delicado, Guión de Lorenzo Lópe: Sancho y Vicente Escrivá. Intérpretes: María Rosario Omaggio, Enzo Cerusico, Diana Loris, Carlos Ballesteros. Rafael Alfonso, José María Prada, Josele Román, Antonio Casas, Alfonso del Real. Mirta Miller y Junior. Dirección: Vicente Escrivá. Comedia de costumbres. Color. Española. 1976. Local de estreno: Avenida
Hasta aquí el libro. Sobre de lo que de él queda en el filme, poco hay que decir, aunque siempre conviene apuntar algo, aunque sólo sea a propósito del empeño de llevar tales obras a la pantalla. La novela picaresca tiene poca suerte en nuestro cine. Con censura o sin ella, desnudos o vestidos, sus personajes carecen de entidad, no son nada, desprendidos de su ambiente real, reducidos a la pura anécdota. Esas, mujeres de vida alegre, enfundadas en vestidos inmaculados, recién salidos de la plancha, ese modo de hablan sonriendo como divas de revista, esos rufianes convertidos en mozos atolondrados, afeitados y simpáticos, con su sueño de amor romántico en el fondo de un corazón generoso, nada tienen que ver ni con el libro de Delicado, ni con nuestros Lazarillos o Guzmanes. Reducir la picaresca al acto del amor o a desnudos más o menos aliviados es dar gato por liebre, como diría cualquiera de sus protagonistas.
Que la reciente afición de los españoles por los exabruptos y palabras prohibidas hasta ahora desate habitualmente su regocijo no revela aceptación o carencia de prejuicios sino antes bien un cierto infantilismo que sólo supone aceptar de la obra lo superficial salvo en lo que se refiere a razones etimológicas.
De la extensa aventura de Aldonza se han tomado los días que van desde su llegada a Roma, donde vivirá en el barrio español de Pozo Blanco, hasta su partida para la isla de Lipari. En Pozo Blanco conocerá a Rampín, hijo de una napolitana, a cuya casa va a parar y quien con ella formará el eje de la obra. Aldonza y Rampín, pareja de perfectos pícaros, sensuales, ávidos de dinero y placer, vivaces y cínicos, están interpretados en el filme por dos pésimos actores. No se acaba de entender bien qué razones llevaron a elegir para el papel de la española Aldonza a esta «maciza» Omaggio, de proporciones discutibles.
Su talento como actriz queda inédito, mérito a compartir con Enzo Cerusico, cuya torpeza sólo es superada por Junior.
Ante tal panorama, es un alivio la aparición súbita de actores de verdad como Antonio Casas, José María Prada o Rafael Alfonso, entre otros, aunque tal alegría dura poco.
El filme, rodado con generosidad de medios, lo cual ya es algo a su favor, se halla basado, como se dijo, en la obra de un gran escritor español cuyo nombre aparece en la publicidad en último lugar, entre paréntesis. No sabemos tampoco por qué, si por ahorrar espacio o para no desentonar entre tanto nombre importante.
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