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Sobre la sinceridad electoral

Las elecciones municipales de 1931 -las que abrieron paso, inesperadamente, a la proclamación de la República-, fueron unas elecciones sinceras. Algunos de los hombres políticos, entonces derrotados, las llegaron a calificar de «rabiosamente sinceras». En una gran parte de los distritos electorales vencieron aquellos que tuvieron realmente un mayor número de votos. Pero este resultado -cuya importancia política fue inmensa- no se produjo por casualidad. Se produjo porque, en medio del gran desconcierto político que se originó en el momento de la caída de la Dictadura, el Gobierno del cual fue presidente el general Berenguer, se propuso que las elecciones, entonces -como ahora- indispensables (y que inicialmente se habían previsto como la de diputados a Cortes), fueran efectivamente sinceras, y para ello tomó unas determinadas medidas. De ellas me propongo hablar. El Gobierno comprendió que unas elecciones -naturalmente por sufragio universal- no serían realmente sinceras si en el período preparatorio y en el momento de celebrarlas persistían en las corporaciones y lugares de autoridad provinciales y locales los hombrés que habían sido designados por el Gobierno de la Dictadura. Y por ello, una de las decisiones que tomó fue la de sustituirlos por otros que dieran unas mayores garantías de imparcialidad. No podía hacer lo por caminos electorales, porque ello le hubiera encerrado en un círculo vicioso, con el mismo riesgo de insinceridad que precisamente quería evitar. Así, se decidió a utilizar, por una sola vez, una solución arbitraria. Los concejales de los ayuntamientos fueron sustituidos, una mitad por los mayores contribuyentes de cada población, y los miembros de las diputaciones, también, en un mitad, por miembros designados por las corporaciones y colegios provinciales. Pero -y aquí estuvo la novedad interesante- para ocupar la otra mitad de los cargos, tanto en los ayuntamientos como en las diputaciones fueron designados los antiguos concejales y diputados provinciales que habían tenido un mayor número de votos en las elecciones anteriores a partir de las de 1917, es decir, en los siete años anteriores a la subida al poder de la Dictadura.

El Gobierno Berenguer no supo hallar, es cierto, otra solución de carácter «automático» cuando hubo de enfrentarse a la designación de gobernadores civiles, su designación hubo de hacerse -según cuenta el mismo Berenguer- improvisadamente. No obstante, y escogiendo tan bien como supo, los cambió todos.

Sin duda, son muchos los lectores que conocen los hechos que acabo de exponer. No obstante, en los momentos en que vivimos, me parece oportuno volverlos a traer a colación. Porque me parece evidente que aquellas decisiones -por otra parte, de tono muy moderado- contribuyeron en gran manera a la sinceridad plena que se obtuvo para las elecciones de abril de 1931. Y por ello conviene recordarlas en el momento en que se nos vuelve a hablar de elecciones que, como aquéllas, se efectúan mediante sufragio universal secreto y libre. Que no serían tales, claro está, si no fuesen sinceras.

Quizá el problema más grave que se presenta hoy, para hacer posible la sinceridad y eficacia de unas elecciones como las anunciadas, consiste en que hayan de celebrarse -todo lo hace suponer- en plena permanencia de unas corporaciones y autoridades locales formadas por miembros que fueron designados -o en su caso, elegidos por sufragio no universal- durante una etapa en que la sola referencia al sufragio universal y libre estuvo considerada como contraria a la situación vigente. De ello resulta un muy grave peligro de que la sinceridad de las elecciones resulte perturbada. El mismo peligro que temió, en su día, el Gobierno Berenguer.

La solución dada entonces al problema fue ordenada por decreto. Y, desde luego, por arbitraria, me guardaré muy bien de proponerla como ajustada a las normas estrictas del derecho político. Pero fue una solución. No negaré tampoco que sería hoy difícilmente aplicable en los mismos términos: la designación de los elegidos por mayor número de votos en los siete años anteriores a las últimas elecciones, por sufragio universal nos llevaría por lo menos hasta las de 1931, pasados cuarenta y cinco años, y teniendo además en cuenta los trágicos hechos acaecidos más tarde en todas las provincias, hemos de suponer que en muchas de ellas los supervivientes serían escasos..., pero ello no excluye que aquella solución del Gobierno Berenguer, aún siendo arbitraria, alcanzó el resultado que se proponía, es decir, la imparcialidad deseada.

Pues bien: he aquí algo que no veo por ninguna parte en cuanto ha sido dicho oficialmente hasta ahora respecto a las anunciadas elecciones. Me refiero a algo que equivalga, de un modo u otro, a la solución que procuró dar al problema, cuarenta y cinco años atrás, el Gobierno Berenguer. Algo que, más o menos ajustado a las normas previstas en el derecho político, y aunque parezca producido o mezclado con una cierta aparente arbitrariedad, demuestre de un modo tangible al público elector la voluntad de llegar a una plena imparcialidad en las elecciones por sufragio universal que han sido anunciadas. Quien puede y debe, ¿ha pensado en ello?

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