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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Ruidos y votos

El otro día pasaba yo en el coche, camino de casa, por Reyes Católicos, en el momento culminante de la manifestación a la salida de la iglesia de la Ciudad Universitaria. Luego la estuve contemplando desde la terraza. Era todo un espectáculo. Nubes de humo negro que nos envolvían y nos hacían llorar, el ruido y el resplandor de las granadas de gases, como si fueran cohetes. Entretanto, clamores e insultos lanzados a coro, rebotar de balas de goma, coches puestos como barrera en medio de las calles. Chicos universitarios de aspecto corriente, en carrera desenfrenada, arrollándolo todo. En fin, aquello parecía el rodaje de exteriores de una buena película histórica, con mucha acción. Y como, afortunadamente, no había fuego real, permitía filosofar con cierta sangre fría.¿Qué sucedía? Un hecho verdaderamente triste, un crimen. Y, luego, el aprovechamiento del mismo para lanzar un reto al Gobierno, para organizar una especie de plebiscito callejero.

Eminente filólogo, especialista en lengua griega, Francisco Rodríguez Adrados nació en 1922 en Salamanca

En 1951 ganó la cátedra de Filología Griega de la Universidad de Barcelona, y al año siguiente, la de Madrid. Fundador y dos veces presidente de la Sociedad Española de Estudios Clásicos, es autor de varias obras, entre las que destaca Ilustración y política en la Grecia clásica.

Era curioso leer las cifras al día siguiente. Según el gobernador de Madrid, eran unas 7.000 personas; según ABC, unas 12.000, según EL PAIS, de 40.000 a 50.000; según Coordinación Democrática, 100.000. Pero, pensamos, aunque fueran 100.000 (que no lo eran, ni con mucho), ¿qué demuestra esto? ¿Puede dar alguna idea de cómo piensa Madrid, una ciudad con más de tres millones de habitantes?

Uno no puede olvidar que es profesor de griego y como se ha ocupado más de política teórica que práctica, Y más de la historia que de la actualidad, salvo para meditar sobre ella, recuerda aquello que sucedía en Atenas y Esparta. La Asamblea de Atenas tomaba las decisiones -leyes, decretos, nombramientos- por votos. La de Esparta las tomaba por ruidos. Se separaban en dos grupos los que opinaban de manera contraria sobre un asunto, los magistrados se metían en una tienda para no ver nada y los dos grupos se ponían a gritar. El que gritaba más a juicio de los magistrados, ganaba. No hay que decir que no era necesariamente el grupo más numeroso.

Da la impresión de que en España, en este momento, va habiendo demasiados ruidos, como la manifestación del otro día, y de que estos ruidos no pueden ni deben sustituir a los votos. Pero este asunto de los ruidos y los votos viene ya de lejos. Los que llevamos muchos años en la Universidad española podemos explicar al menos una parte de su historia.

Allí, en una primera fase, los ruidos los hacía el SEU. Yo, que siendo estudiante no me apunté en él hasta el día en que se cerraba el plazo para hacerlo obligatoriamente, y que tuve luego algunas dificultades por ello, puedo decir que había allí alguna gente de buena voluntad. Pero predominaban los aspectos negativos: las imposiciones y malos modos, el partidismo, la inoperancia. Sobre todo, pretendían representara la totalidad del alumnado y la verdad es que, en un momento dado, representaban a poquísima gente. Habrían perdido cualquier elección y la escasez de su número la suplían con ruidos. Fue el descontento por esta situación el que desencadenó la crisis universitaria de 1965, cuando la expulsión de los catedráticos. Viví todo aquello muy en primera fila y sé que, si hubiera habido una votación entre los estudiantes, el SEU habría recibido una derrota clamorosa.

Luego vino la inversión de la situación. Ciertos grupos extremistas se presentaron como investidos de la representación estudiantil. Esto sólo ha sido cierto en algunos momentos de caldeamiento, pero los ruidos hacían que pareciera verdad. Llamo ruidos a los incidentes y desgracias explotados o creados, las huelgas arbitrarias, las coacciones, los letreros insultantes, la «solidaridad» con todo lo humano y divino capaz de aumentar la bola de nieve, etcétera. A las asambleas con mínima asistencia o aquellas otras que se reunían una y otra vez hasta que, por aburrimiento y absentismo, aprobaban aquello que querían unos pocos. A la utilización de causas justas y otras discutibles y aun impugnables para aumentar la confusión.

En fin, puede quizá decirse como excusa o explicación que la Universidad ha actuado estos años como la única válvula de seguridad posible y que con ello, en cierto modo, ha prestado un servicio al país. Pero un servicio a sus expensas. En vez de un sindicalismo serio que resolviera cosas, hemos tenido un estado de semianarquía que desmoralizaba a profesores y alumnos, que hacía, a veces, difícil, si no imposible, encontrar personas competentes que se prestaran a desempeñar el desagradecido papel de decano. Ha dado pie a reformas precipitadas y desastrosas, como tantas desgracias que se encuentran en algunos artículos de la ley de Educación. La enseñanza, en tanto, seguía marchando por inercia y por el esfuerzo individual de profesores y alumnos: demasiado bien, pensamos, para las circunstancias.

Pero ese sistema no es el ideal. Y trasladado al país entero, que ahora parece copiar ese modelo, temo que sea desastroso. Porque nosotros los universitarios hemos adquirido ya la ataraxia necesaria para contemplar los carteles más detonantes y los ruidos en general con perfecta imperturbabilidad. Pero nos ha costado mucho entrenamiento y no sé cómo resultaría la experiencia si se repitiera al nivel nacional durante demasiado tiempo.

Esto es, exactamente, lo que parece estar pasando. Una cierta izquierda parece lanzada decididamente, también aquí, a la explotación de incidentes y desgracias, a la creación de otros, a la escalada de exigencias, al estado constante de manifestación, huelga utilizada políticamente, asamblea, protesta, etc., a los ruidos, en definitiva, por más que algunos puedan tener una motivación justa en su origen. Encuentra, por supuesto, la reacción de una cierta derecha. Para qué entrar en detalles.

Y, sin embargo, una breve mirada a nuestra historia hace ver que por ahí no se va a ninguna parte. Desde 1820, y a diferencia de lo que ocurre en el resto de Europa, la historia de España es una especie de disco rayado, de posición repetida de una tragedia clásica en cinco actos, siempre con el mismo argumento aproximado:

Primer acto. Régimen de la derecha.

Segundo acto. La izquierda liberal o democrática o una parte importante de ella se alía con la izquierda revolucionaria.

Tercer acto. El centro se desplaza hacia la derecha.

Cuarto acto. La izquierda revolucionaria devora a la otra izquierda.

Quinto acto. De una manera o de otra se impone el centro-derecha, o, la derecha, o la extrema derecha: se vuelve al primer acto (que es, con mucho, el más largo).

Este drama se ha representado ya varias veces: los años críticos son 1820-23, 1868-74, 1917-21, 1931-36 y siguientes. Sería conveniente que, ahora que empieza una nueva representación, se le cambiara el argumento. Porque se trata de un círculo infernal en el que, numerando los actos de otro modo, todo el mundo puede echar la culpa de su activación a la del contrario en el acto precedente. Pero no es tan importante establecer esa culpa como romper el círculo, que no es escaso en calamidades de todo género.

La pura verdad es que, mientras una parte de la izquierda liberal y democrática se deje arrastrar por la izquierda revolucionaria, la primera no tiene gran cosa que hacer en España. Todos esos ruidos, que son el arma de la otra izquierda, son el procedimiento más adecuado para perder votos. Porque el pueblo español, en su mayor parte, está cansado, es alérgico a esos procedimientos. Por una cuestión de historia. Piénsese que incluso a los que éramos niños cuando la II República española y no hicimos la guerra, nos ha costado un enorme esfuerzo mental el separar la idea de la democracia de la del desorden, el tumulto, los partidos que hacen revoluciones cuando pierden elecciones, etc. Es previsible lo que pasará si se vuelve a esto.

Y la verdad es que se ha creado una situación nueva: el drama no tiene por qué repetirse. Es cierto que también el Gobierno hace sus ruidos: ruidos televisivos y otros varios. Pero que un Gobierno autoritario o dictatorial, como se quiera, anuncie elecciones libres, aunque sea sin resolver de momento todos los problemas, es un hecho nuevo: nuevo en la historia de España, rarísimo en la del mundo. Las razones de esa decisión, que las hay, no importan: podía igualmente haberse tomado una decisión numantina. El hecho es que existe una nueva oportunidad. Que la ofrezcan unos u otros es indiferente. Lo importante es que se aproveche con patriotismo, con inteligencia, con tolerancia.

Así, parece llegado el momento de que los votos sustituyan a los ruidos: y cuanto antes, mejor. Por supuesto, tiene que inventarse un sistema, el que sea, que dé garantías de imparcialidad a todos, porque un boicot o un abstencionismo generalizados causarían un daño grave: dejarían de hablar los votos y seguiríamos donde estamos o peor aún, tratando cada uno de gritar más alto que el contrario. Situación imposible a la larga. Serían ruidos en vez de votos. Y ya sabemos a dónde lleva eso.

Posdata. Escrito esto, llegan los asesinatos de San Sebastián, después del de Madrid y de otros anteriores. Evidentemente, hay quienes no quieren las urnas. Sería triste que se salieran con la suya.

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