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La promoción de la violencia en cine y televisión

Muy justo es que se aúnen todas las voces contra la violencia, que se potencien todas las iniciativas para oponerse a ese cáncer social que parecía impropio de una sociedad moderna y que, sin embargo, parece lo más propio de una sociedad como la nuestra, deformadora y decepcionante. Pero no dejan de ser falaces esos lamentos ante tales hechos cuando todos nosotros, en cierta manera, somos responsables del desarrollo e instauración de las formas de convivencia violentas. Una parte de nuestras costumbres, una parte de nuestros proyectos de felicidad individual implican directamente la solución violenta.

Aún para el 98 por 100 de la población, una pistola es un artefacto tan ajeno como el contador de radiactividad: millones de españoles terminan su vida sin haber tocado un revólver ni saber manejar un fusil. Sin embargo, las carteleras de los cines, los anuncios de películas en la prensa, las portadas de libros populares, nos muestran insistentemente hombres y mujeres empuñando armas y disparando. El cine ha institucionalizado el uso de armas cortas y la interpretación más espontánea dirá, ingenuamente, que tiende a reflejar la dureza de la vida norteamericana, en la que resolver asuntos a tiros es natural en un pueblo joven e impulsivo. Pero cuando ya hace muchos años se levantaron protestas en Estados Unidos por esa tendencia del cine y se contrastaron opiniones vino a demostrarse que las escenas «de tiros» eran necesarias para lograr un efecto estremecedor en el público que así olvidaba la estupidez o falsedad del guión. Un análisis más penetrante en la realidad del país descubrió que tal publicidad tenía su lógica, por maquiavélica que ésta parezca. Los beneficiarios eran todos los que prefieren que un conflicto se resuelva no con la discusión, la controversia, los razonamientos y la machacona argumentación, sino en forma de patadas y puñetazos.

La historia ha dado la razón a esta sutil interpretación de la violencia cinematográfica. Hemos visto que nunca se tomaron medidas para evitar su difusión, aun en las épocas en que toda secuencia era revisada para hacer desaparecer un escote femenino.

En los años sesenta se propinaba a la familia española, en las sobre mesas, unos cortometrajes de TVE que eran una verdadera enseñanza de fanfarronería, de actitudes altaneras, de réplicas agresivas, de amenazas y expectativa de peleas, todo ello pronunciado con un acento ajeno al castellano. Estas películas, si mal no recuerdo, presentaban a un grupo de hermanos muy unidos —esto es, venía a fomentar el espíritu de «banda» no de colectividad—-, que luchaban con unos rufianes más o menos armados.

Se hizo tan popular aquella serie que su título dio nombre a restaurantes y hasta una constructora lo adoptó como homenaje e identificación con aquel modelo de brutalidad. Con sorprendente pasividad la familia española asistía atenta a lo que ocurría en la pantalla, sin que nunca se haya oído que algún padre haya protestado de que lo vieran sus hijos, como hacia si una actriz mostraba unos centímetros de su busto.

Pensando en estas intensas influencias a ni bien tales, se comprende que las teorías pavlovianas de lo reflejos condicionados desagraden a muchos. Han venido a demostrar cómo se crean hábitos instintivos en función de la perseverancia del estímulo. Acostumbrad a una generación a que responda con risa mefistofélica a una súplica —según e oía miles de veces en los «seriales» de la radio en los años cuarenta y cincuenta—, y responderá de esta forma a cualquier solicitud de comprensión. Y el hombre que reacciona así cumple dos fines: primero, crea la insolidaridad en el lugar de trabajo, en su vecindad, en la calle: segundo, desgasta su ímpetu en gestos y actitudes gratuitos que harán que se le domine fácilmente llegado el momento porque la suya es una energía solitaria. El que no une la perseverancia a la firme decisión —y la perseverancia es una cuestión de organización mental no de fuerza bruta -—, es un petardo verbenero que podrá estallar en vistosos chispazos pero que no tiene en su acometividad eficacia ni tenacidad.

Desde decir cualquier grosería a una mujer en la calle, hasta disparar contra un ser humano y dejarlo sin vida, hay toda una amplia gama de violencias que hemos creado nosotros con nuestra falta de sentido social. Un país donde el flamenquismo llegó a las más altas capas de la sociedad —las que están más responsabilizadas por ser las que marcan los modelos de comportamiento. —, donde se aplaude y sonríe al cacique y al echao p'a lante, y se admira la jactancia como una virtud, ese país tiene que medir bien sus actos, y no sólo, naturalmente, los programas de televisión y radio.

Sobre el inquietante panorama de la injusticia social y de la economía vacilante, actúan las individualidades que cargan con su parte de culpabilidad: el joven que se insolenta con su compañero de discoteca, el oficinista harto que va al gimnasio a aprender kárate, el señorito que explota a sus braceros, el hincha que apedrea a un árbitro, el conductor que saca la cabeza por la ventanilla para vociferar insultos, todos siembran una cosecha amarga que habremos de sufrir. Todas estas formas, al parecer intrascendentales, de la vida diaria anuncian soluciones violentas, llevan en sí el germen de la violencia máxima como es atentar contra vidas humanas. Sepamos que toda violencia recibe respuesta violenta.

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