El problema
Pocos problemas más senos y graves, entre los muchos que tiene planteados nuestra patria en este momento, que el que suscita el tema regional. Tras tantas torpezas acumuladas (yo comencé mis estudios universitarios en Barcelona en 1940 y recuerdo bien los famosos e increíbles carteles, la cifra misma del separatismo más estricto: «Si eres español, habla español»; la mayor e insigne torpeza, sin embargo, fue la aplicación de la doctrina de la responsabilidad colectiva para suprimir los fueros de Vizcaya y Alava en 1937), tras tantos años de pretender ignorar el probiema, tras tantos intentos de buscarle derivativos o semi-soluciones que escamoteen la realidad y la profundidad del mismo (el último intento, el de la ley de Bases del Estatúto de Régimen Local, de 19 de noviembre de 1975), tras unos años trágicos de violencia y de muerte en algunas de las regiones más sensibles, he aquí que, ante los ojos asombrados del español corriente, se presenta el tema regiotal de manera súbita en sus contomos más apasionados y preocupantes (y, a la vez, como algo que, insoslayablemente, hay que abordar y resolver en plazos perentorios).El español simple oye hablar cada vez más, en términos que le desconciertan y le preocupan, de nacionalidades, de autodeterminación, de federalismo, de libertades nacionales de los pueblos hispánicos, de la reducción de la vieja entidad histórica que se viene llamando España desde hace más de mil años a una simple superestructura artificial, «el Estado español», vieja carcasa sin espíritu, supuestamente destinada a ser vaciada y destruida. El castellano, el extremeño o el andaluz, que viven difícilmente entre las ruinas de una vieja sociedad agrietada y en crisis, escuchan consternados y atónitos que son ellos. los que están some tiendo, colonizando y explotando a las regiones más ricas del país, a las cuales, al final, han de terminar emigrando para poder subsistir, trabajando en las labores más bajas. ¿Dónde vamos?
En este clima de confusión, no faltan, y aún proliferan, los demagogos: de uno y otro signo, los que Jacobo Burckhardt llamaba los terribles simplificateurs, desde quienes se dan abiertamente a la irresponsabilidad regionalista y cantonalista más elemental, hasta aquellos otros que pretenden hacer su agosto político por el camino fácil, y no menos irresponsable, del alarmismo y de la excitación del patriotismo espasmódico, por la in vocación enfática de «la unidad de España» y el anatema contra sus supuestos enemigos.
Pero el camino, una vez más, no es el de atiborramos de slogans y de mitos, que llaman a la irracionalidad y a la pasión, y en último término, por esa vía, al final de ella, a la violencia abierta. Por el contrario, lo obligado parece ser la actitud opuesta: detenerse a pensar sobre el problema (y, por tanto, antes que nada, sobre la realidad que lo suscita) y aplicar sobre el mismo el único remedio de que, como hombres y como ciudadanos disponemos, la razón.
Los españoles somos el pueblo europeo que llevamos más tiempo viviendo juntos en una cierta estructura política (cien años antes que los franceses, doscientos más que los ingleses, casi cuatrocientos más que los italianos y alemanes) y juntos hemos de seguir viviendo por mucho tiempo más, lo cual es seguro y creo que prácticamente nadie niega en parte alguna del país. Pero ello no quiere decir, en absoluto, que esa comunidad de vida deba identificarse indisolublemente con el armazón institucional que hoy la expresa políticamente. Esta es toda la cuestión y no otra, cuestión que nos remite, pues, a planos no ya de pasión y de violencia, sino de raciocinio operativo e instrumental perfectamente objetivables.
No sin algún escrúpulo y, por supuesto, sin pretender poner el paño al púlpito, sino al contrario, como simple incitación a reflexiones ulteriores por Parte de otros muchos más calificados, como mero intento de clarificación para mí mismo de este grave problema nacional, voy a pensar en voz alta sobre algunos aspectos primordiales del tema regional.
Dos concepciones del regionalismo.
El regionalismo como tradicionalismo.
Conviene, quizá, comenzar por establecer una distinción, capaz por sí sola de aportar alguna luz: hay dos concepciones diferentes del regionalismo, que podemos filiar rápidamente; una en el siglo XIX y principios del XX, y la segunda en la última mitad del siglo XX. Conviene precisar sus rasgos respectivos.
El regionalismo surge en el siglo XIX, sencillamente, como un tradicionalismo. Es inicialmente el carlismo él que lanza el tema bajo la rúbrica general de Fueros frente al Estado centralizado que ha ultimado la Monarquía en un largo proceso secular y que la recepción del sistema administrativo francés napoleónico, a comienzos del XIX, acabó de llevar a su término. El origen carlista del regionalismo vasco y catalán no es circunstancial y va a estar presente aún en la formación de los primeros movimientos regionalistas autónomos a finales del siglo y principios del XX. Estos movimientos (y el gallego que sigue) continúan siendo también tradicionalistas en cuanto a concepción básica. Es el clero rural y los patricios rurales quienes lo animan en la base y su idea de principios es la de preservar una sociedad sana, viviendo sobre valores cordiales y propios, frente a la disolución con que amenaza la sociedad moderna, universalista y abstracta. Estos movimientos no se hacen, sin embargo, operativos hasta que. a las clases antiguas que los personifican no se alía la burguesía urbana, preocupada por la marca obrera que intenta expresarse en el anarquismo y el socialismo.
La sustancia de estos movimientos es de clara filiación romántica: se apoya en una identificación de una unidad étnica alrededor de los valores de la lengua, la historia, la raza, el Derecho, el folklore, la música y el arte, expresión de un verdadero «espíritu del pueblo» singularizador, en la integración en el cual encontrarían sus miembros individuales todos su sentido. Frente a la forma política y técnica del Estado unitario triunfante, que ha encontrado su última expresión tras el constitucionalismo, en la centralización administrativa de tipo francés, estos movimientos aparecen más como corrientes románticas que como una verdadera alternativa técnica demasiado depurada, que en todo caso, aún en esbozo, limitan a su propio problema, desentendiéndose del tema general del Estado (con la excepción, del federalismo pimargalliano, de raíz proudhoniana, y que es, por cierto, la formulación izquierdista originaria del tema regional y que influye positivamente en Cataluña). Postulan, sobre todo, el reconocimiento pleno de la identidad cultural e histórica propia (a esto suele llamarse, por la misma influencia romántica, nacionalismo) frente al uniformismo que, con más intensidad una vez que se ha instaurado un sistema general de enseñanza pública, el Estado unitario impone de hecho.
El tradicionalismo de su concepción se revela en su sistemático apoyo en la historia (en general, reelaborada estéticamente de manera convencional), en la búsqueda constante y en la invocación de «títulos históricos» y aun en la utilización de técnicas jurídicas un tanto arcaizantes: los fueros, el Derecho histórico frente al racionalizado, el Derecho consuetudinario frente al legal (así en la magna batalla contra la codificación, dirigida, con un enorme talento y calidad, por Durán y Bas), los conciertos económicos como dispensas o privilegios tributarios, la idea de ley-pacto. La autonomía, a la que, en definitiva, se orienta todo, es vista, según la misma concepción, como inmunidad y exención. Toda la región habría de articularse según la técnica de la lex specialis, como un privilegio en sentido técnico: restos actuales de un pasado histórico glorioso que intenta conservarse.
Esta concepción del regionalismo ha tenido entre nosotros una importancia excepcional. De ella viene cuanto de regionalismo existe, aun fragmentaria e insuficientemente, en nuestro Derecho, positivo (Derecho foral civil, fueros administrativo y fiscal de Navarra y de Alava) y es la que nutre, todavía hoy, la substancia de nuestros regionalismos de más peso, aunque en ellos estén pesando ya también otras influencias.
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