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Reportaje:

El anacrónico cardenal Segura

La figura del que fue cardenal arzobispo de Sevilla Pedro Segura es el eje de estas páginas sobre las relaciones de la Falange con la Iglesia, y de la Iglesia con el Estado, escritas por El cardenal, Segura, a quien el autor retrata como hombre de carácter íntegro, de talante integrista y de una intolerancia medieval, fue a pesar de todo, uno de los pocos príncipes de la Iglesia, que en los años cuarenta y cincuenta permanecieron al margen del confusionismo existente en las relaciones de la Iglesia con el Estado. «Mientras el clero intervenía de mil maneras en actos profanos -escribe Serrano Súñer-, personajes y personajillos del régimen se creían autorizados a predicar incluso en el interior de las iglesias o a dirigir fuera de ellas verdaderas homilías y hasta el sermón de las Siete Palabras». Las siguientes páginas pertenecen a un próximo libro de memorias que prepara el autor de Entre Hendaya y Gibraltar.

Entre el clero, con referencia a la Falange, se habló más de una vez de estatolatría, de panteísmo hegeliano y de otras herejías análogas. A la cabeza de los recelosos intransigentes se puso, pronto el cardenal Pedro Segura. Era éste un hombre sin duda virtuoso, piadosísimo -organizador de misiones para los gañanes en los cortijos de Sevilla-, pero fanático, de cabeza dura, aunque también de una digna consecuencia, con sus prejuicios que,ya habían, causado, quebraderos de cabeza a la República -y a Roma- y no tardaría mucho en, creárselos también a Franco, mientras mantenía a su diócesis con la férrea intolerancia de un obispo medieval, proscribiendo regocijos, prohibiendo el culto en los pueblos donde se bailaba agarrado, imponiendo un ascetismo casi lúgubre.También se las tenía tiesas con el Poder constituido, pues su orgullo como príncipe de la Iglesia era, a pesar de su personal ascetismo, de una viveza casi inimaginable.

El cardenal Segura nació tarde, pues como me decía, con expresión precisa el profesor Sánchez de Muniaín, hubiera sido insigne de no haber sido anacrónico. Hubiera cubierto gran lugar en las Cruzadas, como Jiménez de Rada contra los almohades, o Gelmírez en su pelear sin descanso con doña Urraca o con los normandos y organizando nuestro poder naval en el océano. En Roma también dio que hacer y creo que allí se le respetaba tanto, como se le temía. Cuando llegó a la Ciudad Eterna expulsado por el Gobierno de la República, el Papa lo recibió con muy afectuosas, paternales palabras, llamándole «perseguido y mártir de la Iglesia»; pero Segura le interrumpió, diciéndole: «Precisemos las cosas, Santidad, yo en realidad he sido expulsado de España por el nuncio Tedeschini y por don Angel Herrera» (que entonces era director del periódico El Debate y del movimiento de Acción Católica). También allí, en Roma, se mantuvo con su entereza y su independencia de siempre. Tengo información muy directa y solvente de su actitud en la fase final de un proceso de beatificación en el que, siguiendo un protocolo muy riguroso, reunía el Papa a todos los cardenales de la Curia para «dictaminar sobre las virtudes heroicas de un siervo de Dios». El Papa presidía, y a uno y otro lado de la gran sala estaban alineados los cardenales a quienes aquel protocolo, observado rigurosamente por, todos, no permitía otra respuesta que el sí o el no, sin más palabras. El cardenal Segur a estaba sentado en uno de los últimos lugares de lado izquierdo y la votación empezada por los cardenales que estaban alineados a la derecha, por lo que fue uno de los últimos en emitir su dictamen. Todos los cardenales, sin excepción -nemine discrepante- habían ido diciendo «sí, sí, sí, sí», pero cuando le llegó el turno a Segura, con asombro de todos, dijo: «Santísimo Padre, yo, ante Dios, no puedo decir ni que sí ni que no, porque tengo la certeza de que este proceso de beatificación no ha sido llevado con el debido rigor, pues por saberse el gran interés que Vuestra Santidad tenía en él, los cardenales no lo han estudiado a fondo, por lo que yo, siendo materia grave, en conciencia me veo obligado a manifestarme en estos términos.» El Papa -se trataba de Pío XI, hombre cultísimo, e mucho carácter y gran fortaleza física, que había sido alpinista en su juventud-, mientras hablaba el cardenal español escuchó sin pestañear, como una estatua. Cuando Segura terminó, el cardenal romano que tenía a su lado, conociendo muy bien el carácter del Papa, en voz baja, le habló así: «Desde este momento su eminencia ha dejado de ser cardenal.» (Como es sabido, a diferencia del orden sacro, la dignidad cardenalicia no imprime carácter; y el Papa había destituido a un cardenal francés, famoso teólogo jesuita que se había opuesto, o censurado la excomunión lanzada contra la «Acción Française».) Pero aún fue mayor el asombro general cuando el Papa pronunció estas palabras: «Mi parecer está de acuerdo con lo que ha dicho el cardenal. Segura y Sáenz», y dando acto seguido las gracias en latín, levantó la sesión.

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Debo añadir, y señalar, como ejemplo de conducta, que desde ese momento empezó una gran amistad entre aquellos dos hombres de carácter íntegro: integrista Segura y abierto Pío XI..

Inflación religiosa No a mucha distancia suya se situó en los primeros meses el obispo de Madrid-Alcalá, doctor Eijo Garay, que no tenía, por otra, parte, ni el temple ni el rigor moral ni la inflexibilidad del cardenal de Sevilla, pero que también hostigaba al falangismo con las reservas sobre su ortodoxia a que acabo de referirme. El grueso de la Iglesia, sin embargo, no tardó mucho tiempo en percatarse de que la situación que se le ofrecía era óptima y que sus posibilidades de acción-sobre el Estado y la sociedad eran ilimitadas ; el monopolio práctico de la enseñanza privada o la supervisión de la que el Estado se reservaba; la transcripción del Código Canónico en todo lo referente al Derecho familiar y a las leyes sobre costumbres; las prestaciones económicas para el sostenimiento del culto y el clero; la restauración y ampliación de los templos; la renovación de los seminarios y la promoción de toda suerte de obras de protección social; el fuero penal canónico; las exenciones fiscales; la utilización de toda suerte de tribunas; la alianza del brazo ejecutivo para la imposición de sus edictos. No hay que decir que el obispo de Madrid no resistió mucho tiempo a la tentación de aquella jauja religiosa, y un día, después de recibir bajo palio al jefe del Estado en la iglesia de las Salesas, tomó el incensario y mientras ejercitaba el rito -yo acompafiaba al primero- dijo con voz muy clara: «Nunca he incensado con tanta satisfacción como ahora lo hago con V. E.» Cosas, del mismo estilo sucedieron en otros, lugares y con otros eclesiásticos. El obispo de Astorga, comentando un.discurso de Franco, públicamente dijo: «Así, como este hombre, ninguno otro ha hablado jamás.»

El necesario equilibrio de los dos poderes -Iglesia- Estado- se rompió no por tensión, sino por confusión. Así el Concordato con Roma que al régimen convenía por razones de prestigió internacional, se retrasó largamente. ¿Qué se podía obtener en él que no se tuviera ya?

La cosa llegó a tal extremo, que el cardenal arzobispo de Toledo, Pla y Deniel -al que el pueblo llamaba graciosamente «Su Menudencia», porque era de estatura muy pequeña- llegó a denunciar en carta dirigida al jefe del Estado su preocupación por el fenómeno de «inflación religiosa» que se producía. Y es que, efectivamente, mientras el clero intervenía de mil maneras en actos profanos, personajes y personajillos del régimen se creían autorizados a predicar incluso en el Interior de las iglesias o a dirigir fuera de ellas verdaderas homilías y hasta el sermón de las Siete Palabras, como el que

El anacrónico cardenal Segura

pronunció el gobernador y profesor universitario, Pascual Marín, en Segovia.Rara excepción en ese estado general de cosas fue -como ya he apuntado-, el incómodo cardenal Segura quien, por otra parte, más que abogar por una distinción entre las dosjurisdicciones, abogaba por una decidida sumisión de las potestades civiles a las eclesiásticas. Era, por decirlo de algún modo, un Bonifacio VIII a la española. El cardenal Segura dio al Gobierno muchos quebraderos de cabeza y desató más de una vez la cólera de la suprema potestad civil, muy susceptible a los desdenes y humillaciones. En una ocasión, con motivo de una comida oficial, Segura se negó a aceptar el reconocimiento protocolario de la dignidad de la esposa del jefe, del Estado, por no ser reina, exigiendo que su puesto en la mesa fuera rectificado, ocupando él y no aquélla la segunda presidencia que le correspondía como príncipe de la Iglesia, pues de otra manera él se abstendría de asistir.

En otra ocasión, encontrándose Franco en Sevilla con motivo de la Semana Santa, el cardenal, que se había opuesto a permitir la inscripción de los nombres de los caídos en las iglesias de su archidiócesis, tuvo que sufrir que algunos jóvenes pintarrajeasen la fachada de su palacio con emblemas y consignas o gritos falangistas; pero el cardenal se desquitó cuando llegada la procesión que debía presidir el jefe del Estado se negó a acompañarle, bajo pretexto de una indisposición; indisposición tan pasajera que cuando Franco abandonó la presidencia, con arreglo a los usos corrientes para ocupar una tribuna en la plaza del Ayuntamiento, el cardenal salió de su palacio y tornó la presidencia que Franco acababa de dejar unos minutos antes. Fue un desaire que toda Sevilla comentó, en términos generales con indignación, pero con júbilo por parte de algunos grupos, pues gestos como ése no se prodigaban.

La Iglesia se había entregado

En fin, llegó un día en que el cardenal Segura, predicando en la catedral, en una de sus entonces famosas «sabatinas», en las que se pronunciaba sobre todo lo humano y lo divino, dijo que la palabra "caudillo" no tenía existencia en a tradición española más que en un sentido peyorativo, porque caudillo significó otro tiempo «capitán de ladrones». (Aquí se manifestó la incultura histórica del cardenal, que no se habla asomado a las crónicas medievales, donde es frecuente la designación de caudillo para los jefes de hueste.) Ante la repetición de estas actitudes, se colmó la indignación del jefe del Estado y recuerdo que, instalados ya en Madrid, un domingo por la noche, regresando yo con mi familia de La Granja, donde habíamos pasado el día, me comunicaron del gabinete telegráfico que el director general de Seguridad había llamado varias veces, preguntando por mí. Puesto al habla con éste, me manifestó con gran preocupación que Beigbeder -a la sazón ministro de Asuntos Exteriores- le había llamado para decirle que preparase un servicio con objeto de expulsar de España al cardenal. Yo me apresuré a decirle que no estaba dispuesto a que tal cosa se llevara a cabo y para que no cupiera duda, en términos rotundos le manifesté que no me daba la gana de ejecutar semejante disparate, y al decirle Beigbeder a Mayalde que el generalísimo estaba de acuerdo, me puse en comunicación con éste, a quien recordé que aunque eran mis colaboradores los que más se habían distinguido en la pequeña lucha contra el purpurado, yo pensaba que repetir el error de Miguel. Maura en la República sería, por nuestra parte, una sandez, y que por mí, la guerra de molestias entre los falangistas y , el cardenal, podía continuar. En cambio, entendía que el Estado español católico no podía ofrecer a los enemigos la satisfacción de esa. entrega o de ese ataque a la jerarquía eclesiástica, que dentro y fuera de España resultaría escandaloso. Por todo ello, me mantenía en la negativa y si querían cometer esa equivocación, no lo harían con mí concurso.

Debo decir que aunque Franco estaba herido e indignado, se hizo cargo de esas reflexiones y comprendió el daño que le causarla personal y políticamente esa equivocación tan grave, como la que habla cometido la República y que sería inconveniente evocar aquellos recuerdos. Una cosa eran las escaramuzas internas y otra la campanada pública y solemne. Convencido Franco algún, el cardenal siguió en Sevilla rodeado de una sorda irritación, pero libre de hacer y decirlo que le viniese en gana. Era estúpido y contradictorio haber dado a la Iglesia tantos vuelos y tanto poder, para luego contradecirse con una medida tan impolítica. Por otra parte, el cardenal era una isla, un caso especial, una excepción, pues el resto de la Iglesia se había entregado incluso más allá de lo que un católico responsable podía desear.

El obispo de Madrid-Alcalá, impugnador en otra hora del totalitarismo estatolátrico, no tuvo inconveniente (yo no estaba ya entonces en el poder), de ocupar un puesto de la máxima significación, convirtiéndose en miembro de la Junta Política, que era el organismo político por excelencia, el de mayor sustantividad política, el regidor teórico del sospechoso partido totalitario. Algo más tarde, e introducidos por él, llegaban al poder los equipos laicos representantes de la Iglesia procedentes de la Acción Católica, con el ministro Martín Artajo al frente y con una influencia genérica indudable de Fernando Martín Sánchez Juliá, heredero del obispo -y luego cardenal- Herrera. («Le secretaire de Dieu», le llamaban en una popular revista francesa en la primera información que publicó sobre la política, española de aquel tiempo.) Y así, hubo católicos profesionales en las más diversas jerarquías del Estado (entonces. el chispeante ingenio de Agustín Foxá pudo hablar del «nacional-seminarismo») y ellos ayudaron no poco a salvar el aislamiento en que el franquismo -ya no era propiamente el falangismo- se encontraba por parte de, las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial. Algo después sucedería a la Acción Católica el Opus Dei, un instituto religioso en el que, a despecho de las afirmaciones y propósitos de su fundador, usando sus miembros de la libertad que en materia política se les concedía, tomaban partido masivamente por el régimen del que tantas ventajas habían de obtener. La mezcla de lo religioso y lo profano se consumaba.

Todo estaba consumado

La separación Iglesia-Estado, que era un «punto inicial» de Falange, quedó olvidada en el desván de las intenciones frustradas. El Estado privilegiaba y enriquecía a la Iglesia. La Iglesia bendecía al Estado confesional y devoto: todo estaba consumado.

El Opus Dei -o si se quiere, gran número de sus miembros- debía la expansión en el campo profesional y económico a la alianza con el franquismo; al principio con un cierto recato, bajo el amparo del ministro Ibáñez Martín, penetró de un modo dominante en la Universidad y en el Consejo de Investigaciones Científicos, y luego la alianza López Rodó-Carrero Blanco le otorgó el timón de los asuntos económicos. Es la época de su expansión bancaria y empresarial concluida o rematada con el vidrioso asunto «Matesa».

Se prestaba al poder civil su cobertura religiosa, mientras obtenía de él su propia expansión y afianzamiento social. Pero el Concilio Vaticano II vino a perturbar estos idilios. La Iglesia, movida por su santo, el Papa Juan XXIII, reasumía, o reaceptaba sus responsabilidades; confesaba sus impurezas y se disponía a la renovación.

Lentamente estos vientos de fuera llegaron a España y aparecieron los prelados independientes y evangélicos, que se disponían a renunciar a los privilegios para recobrar la autenticidad; a renunciar al poder, para buscar el pueblo. Una figura equilibrada y serena, como el cardenal Tarancón puede representar esta nueva imagen que, como era natural, no podía imponerse sin oposición. Los integristas saldrían a la calle con carteles agresivos: «Tarancón, al paredón». Pero ésta es ya la historia de nuestro días.

La Iglesia, la costumbrada al privilegio, se defiende, mientras la imbuida del espíritu conciliar ataca y una cierta perplejidad -se apodera de los fieles... y de los infieles-. Los unos dudan presintiendo épocas dificiles. Los otros denunciaban un doble juego de conveniencias. Hay una gran turbación en los espíritus. El anticlericalismo se hace conservador y el nuevo clericalismo se hace sospechoso. Muchos fieles atacan a los curas, a los obispos y al Papa, cuando la Iglesia se acerca más a la doctrina evangélica y la acusan de hacer política, acusación que no le formulaban cuando hacía la política que les gustaba o les convenía. Es una hora confusa que exige mucho pulso, mucha honradez y abnegación. Ha llegado la llora de que el poder renuncie al palio, al incienso y a los Te Deum ambiguos. Ha llegado la llora de que la Iglesia se enfrente con el mundo real, tal como es en la realidad, sin brazo ejecutivo al que encomeridar la imposición de su moral.

¿Volveremos al principio?

La Iglesia es la Iglesia: un camino de salvación y una autoridad moral. El Estado es lo que es: el relaizador de los valores temporales e históricos. Parece llegada la liora de acabar con la confusión y el equívoco. ¿Que esto no es cómodo? Seguramente no lo es, pero vale más que la confustón, el aprovechamiento y el desprestigio moral de una y otra esfera. Si los creyentes deben ser creyentes y los ciudadanos, ciudadanos es preciso que las dos esferas se independicen tomando cada una su responsabilidad. Esto hubiera sido la huena doctrina desde el principio.

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