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Lo que dejaron a Andalucía Oriental los "años del desarrollo"

«Ustedes, los andaluces, tienen sol, playas, fiestas y gracia, mucha gracia». Palabras de un prominente ministro «tecnócrata», a finales de los años 60.Los años transcurridos entre 1959 y 1973 fueron para España un período de incremento económico que difícilmente superaremos en un futuro previsible. Pero en ellos unas regiones obtuvieron no sólo un beneficio desproporcionadamente muy superior al de otras, sino, lo que es peor, en buena parte a costa de estas. Quizá la más extensa de ellas, la mayor bolsa de pobreza del país, sea Andalucía Oriental, que abarca las provincias de Granada, Almería, Jaén y Málaga. A muy poca distancia del brillo de oropel de las urbanizaciones y puertos deportivos de la Costa del Sol, la calidad de vida de comarcas enteras no ha mejorado sensiblemente respecto a la de hace 30 años o más.

La agricultura constituye la principal base de la economía de la región, dedicándose a ella todavía una proporción de población activa (43 por 100) aproximadamente doble de la media nacional, o sea, similar a la de Turquía en la actualidad. Y ello por una simple razón: no se ha creado empleo en industria y servicios. Bastará decir que en toda Andalucía Oriental, cuya extensión es superior a la de Bélgica, la mayor «empresa» es... la Universidad de Granada. Durante casi dos décadas, el principal ingreso de muchos pueblos ha consistido en la llegada a comienzos de cada mes, de decenas de millones de pesetas, remitidos desde el extranjero por sus emigrantes, a menudo la mayor parte, de la población en edad ectiva de la localidad. Así, de las 40 comarcas de Andalucía Oriental, 39 se han despoblado en mayor o menor grado.

Y sin embargo, con la excepción de puntos geográficamente minoritarios, la explotación nacional de los recursos naturales de la zona permitiría un mejor nivel de vida a una población superior a la que ya queda en ella. Por citar, sólo algún ejemplo, es sabido que en la región se encuentran los principales depósitos de mineral de hierro del país, de silicatos y caliza para la producción de un cemento de excepcional calidad (inexplotados), cultivos tempranos sin par en Europa, abundantes aguas subterráneas, extraordinarios tesoros históricos, artísticos y paisajísticos, etc., descrito todo ello por los especialistas repetidamente ante unos oídos que se han obstinado en ser sordos. Lo cierto es que otras regiones y países han absorbido sus materias primas, sus productos agrarios, su capital humano y su capital a secas dándole a cambio, ¿qué?

El tan cacareado turismo, que venía «atraído por nuestra paz», dio lugar a la construcción de miles de edificios sin orden ni concierto, a lo largo de una estrecha franja litoral, cuya acumulación resulta hoy desagradable incluso a los turistas menos exigentes. En demasiados lugares el paisaje quedó definitivamente destruido y la actual contaminación de las playas, resultante de los alegres y rápidos beneficios tolerados por una complaciente Administración, aleja a muchos, que aún podrían venir a gozar de nuestro sol (lo único no contaminado) ya que no de nuestros precios.

Dicho sea de paso, a menudo la construcción de tales complejos turísticos se ha hecho con capital de la zona, llegado ilegalmente a Suiza, y vuelto a traer en forma de divisas aportadas por entidades mercantiles de nombre exótico. No se sabe qué es peor, si esto o, como se hizo en los años 40, invertir las ganancias de la venta en el mercado negro del aceite producido por las grandes fincas, en la adquisición de acciones, por ejemplo, del Canal de Suez.

La contaminación del paisaje, desgraciadamente, no ha afectado sólo a las zonas costeras. Ciudades como Málaga y Granada han visto «bloqueadas» perspectivas únicas, por la característica mezcla en las últimas décadas de la frecuente inepcia (¿casual?) de la administración local y el ávido afán de lucro de los especuladores inmobiliarios.

Con toda la fanfarria oficial de estos casos, se anunció la concesión, al fin, de un polo de desarrollo industrial para Granada en 1970. Pero al no acompañarle -o mejor precederle- unas realizaciones de infraestructura, y mejoras de las comunicaciones que atrajesen las inversiones, en los seis años transcurridos sólo se han creado unas pocas decenas de puestos de trabajo. Con razón se le ha llamado el «polo helado». Sólo ahora está comenzando a mejorarse parte de la estructura de carreteras de la región. Pero los trenes «expresos» procedentes de Granada, Almería y Jaén tardan en llegar a Madrid lo mismo que hace 30 años, discurriendo por la región a una velocidad media -increíble hoy en Europa- inferior a 40 k/h. Velocidad que, naturalmente, se duplica en cuanto se sale de Andalucía.

Según un estudio exhaustivo patrocinado por las Cajas de Ahorros, en 1974 se podía considerar en «situación de pobreza» un 40 por 400 aproximadamente de los hogares de Andalucía Oriental. Y una proporción igual de población -seguramente la misma- no había completado siquiera la enseñanza primaria. Sólo el paro agrícola alcanzaba ser casi la quinta parte del total de España, problema por lo demás endémico y por cuya causa sólo una, parte insignificante de los jornaleros cobra seguro de desempleo.

¿Extrañará pues la huida -más que emigración- de cerca de un millón de habitantes de la región en las tres últimas décadas? Ahora, muchos de los que marcharon al extranjero están regresando a sus pueblos de origen, con mayores expectativas de bienestar económico, pero con los mismos medios que antes para satisfacerlas. Porque en la región, como decimos, no se ha creado empleo. ¿Sorprenderá que en unos casos, pues, se adopten actitudes muy radicales y en otros cunda la desesperanza?

La solución de tantos problemas andaluces requieren decisiones técnicas, pero antes que ellas, políticas. Solo una mejor distribución de la riqueza, agraria y de otra clase, una explotación justa de los medios de producción y de los cursos naturales y financieros de la zona, permitiría a esta ocupar el puesto que merece entre las regiones del Estado español. Pero, si en los pomposamente llamados «años del desarrollo» se utilizó con toda Andalucía una política colonial, ¿cabe esperar mejor suerte en un futuro próximo, cuajado de dificultades económicas? Sólo la actuación decidida y coordinada de sus hombres puede evitarlo. Desde los puntos de vista geográfico, histórico y sociológico hay dos -o quizá más- Andalucías; pero a la hora de exigir un trato y una autonomía similares a los de otras regiones, hasta ahora más favorecidas, es necesario hablar con una sola voz.

En Andalucía no hay aún una conciencia regional propiamente dicha, pero sí una conciencia de exasperación que comparte la gran mayoría de sus habitantes. Tal conciencia puede ser una poderosa palanca que, a través de una labor política conjunta, permita alcanzar al pueblo andaluz, especialmente al más empobrecido y numeroso de su zona oriental, sus seculares reivindicaciones en la nueva organización del Estado. De no conseguirlo ahora, a los andaluces nos quedará sólo el sol y la «gracia» con que nos consolaba el tecnócrata. Triste gracia.

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