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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Autonomías y nacionalidades

UN TEMA sobre el que es preciso reflexionar sin sentimentalismos es el de la actual política catalana. Ya parece fuera de duda que el Consejo de Fuerzas Políticas de Cataluña -el Consell- no asistirá a la reunión convocada para el día 4 en Madrid por Coordinación Democrática. Josep Tarradellas, presidente de la Generalidad en el exilio, se ha opuesto a una negociación conjunta entre el Consell y Coordinación. Su línea política pasa por una negociación entre las fuerzas políticas catalanas y el Gobierno por medio de la Generalidad. Aún más, pretende sustituir la representación del Consell por una Asamblea Nacional Provisional de Cataluña. Y el señor Tarradellas designaría los delegados de esa Asamblea de entre las ternas que le presentaran los partidos políticos catalanes. La propuesta deja traslucir un mundo -ilusorio, onírico, irreal- en el que nunca puede caer la verdadera política.

El señor Tarradellas merece todos los respetos, es un caballero honorable que permanece en el exilio en erigiéndose en bandera de la catalanidad. Los ingredientes sentimentales del legitimismo catalán tan injusta y, torpemente tratado. deben ser reconocidos y asumidos por todos. Pero resulta inadmisible -debe serlo también para los propios catalanes- que el señor Tarradellas se revista con los ropajes de un bonzo de la política e interfiera con intransigencia notoria la negociación entre los partidos democráticos del Estado español y los partidos autonómicos de ese mismo Estado.

Sin ese pacto previo, poco o nada cabrá negociar en la difícil negociación Gobierno o posición que el Gabinete Suarez pretende llevar a cabo. En cualquier caso, la actitud del señor Tarradellas la reverencia de quienes acuden a París a reconocer su autoridad son la anécdota de un problema más grave, muy necesitado de análisis el de las mismas nacionalidades del Estado español.

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No es caso recordar por sabido el torpísimo tratamiento que los pueblos vasco y catalán recibieron durante los últimos cuarenta años. Desde 1936 se pretendió no ya acallar. sino hasta humillar unos sentimientos, unas culturas, unas lenguas que fueron ciegamente holladas. El resultado de tan arbitraria política es visible: la radicalización de unas posiciones contra el poder estatal que ahora se revela en sus extremos más sorprendentes, desde el separatismo andaluz hasta el irredentismo asturiano.

De repente, en este país hemos comenzado a hablar y escribir de las nacionalidades del Estado español. Aquella prensa que ha podido hacerlo -como la catalana-, ha remitido la información de España a sus últimas páginas, en tanto inunda las primeras con las noticias de los Países Catalanes.

Pero de eso a derrumbarse por la pendiente de la disgregación gratuita del Estado español media un abismo en el que, a lo que parece, a algunos no les importa caer. Conviene, sin embargo, repasar algunas nociones del bachillerato y recordar que antes de la España del siglo XV no existieron en este país nacionalidades de ninguna especie a menos que tengamos por tales a unas monarquías patrimoniales ajenas a las elementales líneas del Estado moderno.

La realidad del Estado español tiene quinientos años como entidad colectiva y no puede arrumbarse alegremente. No se encuentran, por otra parte, precedentes de Estados modernos que hayan puesto a votacion la integridad de su territorio ni de naciones que hayan regresado a la fórmula federal a partir de una situación unitaria clásica. Nada impide que se considere en forma inteligente -no ya generosa, por cuanto no hay aquí generosidad alguna que repartir- la autonomía de las regiones del Estado español que pretendan tener mayor derecho a ella.

Por eso, resulta equívoco el empleo indiscriminado del vocablo nacionalidades. Si con la nacionalidad se propone el levantamiento de fronteras allí donde se den unas condiciones étnicas, lingüísticas, geográficas o historicas, Europa occidental puede generar en este mornento más de un centenar de nacionalidades. Si de lo que hablamos es de entes de derecho, resultado de una serie de pactos históricos, cuyo resultado es la soberanía plenaria y legítima, no existen en la Península lbérica más que tres nacionalidades, a saber: España. Portugal y Andorra.

Si Cataluña fuera libre de optar, de espaldas a la realidad, por su autodeterminación, ¿por qué negar igual derecho al Ampurdán respecto de Cataluña? ¿Por qué negárselo a Figueras respecto del Ampurdán?

Del centralismo torpe y justamente odiado no podemos pasar a un periferismo disgregador, cantonalista y paleto. Si el pueblo catalán -como otros pueblos del Estado español- desea un régimen de autonomía. habra que ir a por ello como ya se hizo antaño. Pero, hoy por hoy. arbolar sin encomendarse ni a Dios ni al diablo la bandera autodeterminadora, y pretender ir con ella hasta las puertas de la Presidencia del Gobierno a negociar, no pasa de ser el fruto del sueño de la razón.

Por ahí no se va a la reconciliación nacional, ni a la construcción de la democracia para todos, ni a la reforma, ni a la ruptura pactada, ni a ninguna parte. Por ahí no se va ni a la autonomía. Por ahí se va al pretexto, tan frecuentemente alentado por los servicios secretos, para que alguien decida poner orden en el manipulado y artificioso «caos nacional».

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