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Tribuna
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La ciudad mítica

El día 27 de agosto de 1576, hace exactamente cuatro siglos, moría en una Venecia infestada por la peste el pintor Tiziano Vecellio. Pocos días después corría la misma suerte su hijo predilecto, Horacio, quedando abandonada de esta manera la casa familiar, que fue casi inmediatamente saqueada. Tal fue el triste y trágico fin de uno de los artistas que, junto a Miguel Angel y Rafael, gozó de más fama en vida y, desde luego, el artista más favorecido y agasajado por los poderosos durante todo el siglo XVI. Heredero de la rica tradición pictórica del renacimiento veneciano, y muertos Giorgione y Giovanni Bellini, nadie se atrevió a discutirle en el siglo su primacía en aquella escuela del color, pero su prestigio traspasó pronto las fronteras y se disputaron sus obras los más refinados príncipes de Europa: Alfonso I del Este desde Ferrara, Federico Gonzaga desde Mantua, Francisco María I della Rovere desde Urbino, el Rey Francisco I desde Francia, Paulo III desde Roma, el propio Carlos V desde donde estuvo, pues fue con mucho, al igual que más tarde su hijo Felipe II, quien más atención le dedicó a lo largo de todo su reinado... No en balde el emperador, a quien retrató por primera vez en 1530 durante las fiestas de la coronación celebradas en Bolonia, le calificaba como su pintor «primero» y llegó a ennoblecerle con el título de conde palatino. Felipe II, por su parte, heredero de la afición paterna, encabezaba su abundante correspondencia con el pintor veneciano con un muy expresivo «amado nuestro». Los escritores y poetas de su siglo no fueron menos generosos en el halago, y algunos, como Aretino, Pino o Dolce, vieron en su pintura el manifiesto artístíco de una escuela equiparable, si no superior, a las afamadas de Florencia y Roma.La larga vida de Tiziano, empañada en una producción incesante, discurrió, como decíamos, en una constante acumulación de éxitos y prebendas, a las que se entregó con esa intensidad y fruición características de su ciudad, Venecia, con cuya suerte histórica guarda tantas similitudes su destino. Había nacido en el último decenio del siglo XV, cuando la Serenísima derrochaba los últimos esplendores de su poderío ancestral sobre el Mediterráneo, un poderío que, desde tiempo inmemorial, fue la clave de las relaciones comerciales e intelectuales entre Occidente y Oriente. Venecia era, por aquel entonces, la ciudad mítica, llena de suntuosidad y exotismo, que describieran maravillados viajeros y embajadores, era, además, el centro de equilibrio de una política europea de estabilidad cada vez mas precaria, la puerta y la barrera del Oriente y, por consiguiente, de lo desconocido; intelectualmente, lo su prestigio no era menor, pues su enorme riqueza, que hacía pensar en pingües patronazgos, y su fama de independiente, al resguardo de la vigilante intransigencia romana, atrajeron a muchos de los más grandes creadores del Renacimiento: poesía, desde 1468, los manuscritos del cardenal Bessarion en sus imprentas editó Aldo Manuccio las más importantes obras de la literatura clásica, en ella, finalmente, nacieron, residieron o publicaron Ermolao Barbaro, Francesco Giorgi, Luca Paccioli, Sebastiano Serlio, Jacopo de¡ Barbaro, Sansovino, Bembo, Beolco Ruzzante, Sarpi o Aretino. Al amparo de sus escuelas de San Marcos y del Riato florecieron la filología y el aristotelismo y, en la Universidad de la vecina Padua, trabajaron los anatomistas Santorio, Acquapendente, Vesalio y el joven Galileo.

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No obstante, y precisamente durante la vida de Tiziano, Venecia conocería una decadencia implacable que no se detendría jamás, hasta convertirse en ese sueño fantasmal de piedra que todavía hoy pervive, existiendo únicamente gracias a la imagen de lo que fue... Abiertas nuevas rutas comerciales en el Atlántico y acechada por el creciente poderío turco, su enemigo mortal, Venecia no resiste sino al socaire de una leyenda que apenas se mantiene con alguna que otra victoria, como Lepanto, de valor más simbólico que real. Pero esta precariedad que acosa el destino de Venecia, paradójicamente no hace sino excitar su voluptuosidad y despilfarro, y es precisamente en aquel siglo XVI, lleno de turbulencias y malos presagios, cuando la República marítima vive uno de los momentos más espléndidos de su historia intelectual y artística. A ella se dirigieron, en 1527, quienes huían del horror del saco de Roma, como Sansovino, Bembo o Aretino, y, celosa de su independencia, en una época de incertidumbre y delirio, fue ella también la que acogió a no pocos perseguidos por el fanatismo y el rencor, como Giordano Bruno. Fue esta prodigiosa y abigarrada mezcla de criterios y destinos la que, junto a la efervescencia y prodigalidad de quien intuye el fin próximo, produjo ese ambiente en el que fueron posibles aquellos programas artísticos como las villas de Palladio o las pinturas de Tiziano, Veronés y Tintoretto.

Tiziano, envuelto en una fiebre de creación infatigable se debatió, hasta su muerte, en lo que había constituido lo mejor del arte veneciano: fue él quien sirvió de nexo entre los refinamientos cromáticos y la plácida sensualidad de Giorgione y el ímpetu nervioso y dramático, la pintura «a borrones», del manierismo posterior. Ya octogenario, sin apenas fuerzas para sostener el pincel, se afana por retocar aquel cuadro que representa La Religión socorrida por España, símbolo de la afirmación victoriosa de un mundo que desaparece por momentos, pero lo hace con la misma obstinada convicción con que en su juventud pintaba, en medio de esa corriente ascética de introspección y gravedad moral que recorría Italia, alegres y sensuales bacanales llenas de luminosidad y esplendor. Vasari, guardián celoso de la preponderancia artística florentina, le reprochó su naturalismo y falta de dibujo, contraponiéndole a ese otro gigante del XVI que fue Miguel Angel, pero esos defectos eran para el veneciano sus mejores virtudes, y no es extraño, por consiguiente, que este voluptuoso y sensual artista se refiriera, por su parte, al éxito de Buonarroti como el ruido que amenaza la llegada de los bárbaros.

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