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Contra el Estado privatizado

Los cuarenta años de dictadura han engendrado graves vicios en todas las esferas, principalmente en las políticas y en las económicas. Una de las deformaciones de mayor peligrosidad social es la confusión, que empecé a señalar en otra ocasión, entre lo privado y lo público.Presten atención crítica a ciertas declaraciones, a conferencias y mitines, etc., y podrán sacar la conclusión: son diversos -demasiados todavía- los que confunden sus intereses particulares con los de todo el país, los que pretenden hipertrofiar la imagen de su fracción arrogándose la representatividad de todo el pueblo. Estas confusiones constituyen un problema que viene de muy lejos.

En la raíz de esas maneras de confundir se halla la reproducción de comportamientos medievales. En efecto, tales asimilaciones son producto de lo que podemos conceptuar, con Gramsci, como actitudes económico-corporativas (de corporación: del latín medieval, «corporari», «formarse en un cuerpo»: «asociación de artesanos»..., «gremio»). Los intereses de uno u otro «gremio» son muy respetables, pero lo grave es cuando desde una «corporación» se quiere aplicar procedimientos dictatoriales a toda la sociedad. (El «gremio» de los franquistas bunkerianos, por ejemplo, el «cuerpo» de los integristas inquisitoriales, etc.)

El sentido del concepto económico-corporativo es, en primer lugar, la actitud de un grupo (o de un individuo) centrado exclusivamente en una gestión primaria de su núcleo económico, en defensa acumulativa y de escasas inversiones productivas, al tiempo que confunden sus intereses privados con los públicos. Esa asimilación se vuelve aún más grave cuando se propaga en la confusión directa entre lo que es la política (dominio esencialmente social, colectivo) y lo que es la economía.

Por ello el concepto de actitud económico-corporativa no lo limito al análisis de la conducta de una sola clase social, esto es, la que posee el poder económico. Actitudes económico-corporativas pueden tenerlas todas las clases, entre ellas las proletarias, y asimismo todas las categorías sociales: desde el sacerdote al oficial. Porque el significado de esa actitud, subrayémoslo bien, si en principio se articula a un cierto modo de utilización de lo económico, puede producirse igualmente desde otros niveles, y en todo caso sus efectos tienen una dimensión política que afecta negativamente al conjunto de la sociedad.

Ahora bien, tal como sugiero más arriba, mucho más grave resulta citando esa confusión parte del Estado, que todos (teóricamente al menos) consideran como una estructura pública. En este caso se entra de lleno en la patología política. Aquí se pone en marcha un movimiento de hipertrofiado retorcimiento mental: se privatiza lo público, se abordan los problemas sociales como si fuesen cuestiones personales, y lanzados en esa irracionalidad algunos pretenden hacer pasar por «cuestiones estatales» el conjunto de la vida del país.

El Estado considerado como un patrimonio privado no es una idea nueva; al contrario, tal concepción es característica del feudalismo: los «Estados del duque», el «Estado del marqués», los «estados», en suma, centrados en los privilegios personales. Las monarquías absolutas llegaban a confundir incluso la persona real con la soberanía nacional: «Con el fin de que desaparezca para siempre del suelo español hasta la más remota idea de que la soberanía reside en otro que en mi real persona; con el justo fin de que mis pueblos conozcan que jamás entraré en la más pequeña alteración de las leyes fundamentales de esta monarquía»... (Real Cédula del 17 de octubre de 1824.)

Por ello sorprende dramáticamente que cerca del año 2000 todavía salga gente confundiéndose o tratando de confundir con esas viejas arbitrariedades jurídicas. En la cultura y en la práctica políticas europeas, hace más de un siglo que se consolidó la idea del Estado como representante de la nación. En el Estado construido democráticamente se concentra todo el pueblo.

En contra de otra idea anacrónica que circula por algunas cátedras de anticuados profesores de Derecho Político, el Estado no es una «cosa» neutra, absolutamente superestructural, al margen de la sociedad. Un Estado auténticamente democrático es el resultado de las tensiones sociales que se han coordinado pacíficamente. La democracia estatal es el resumen de la libre confrontación entre distintas tendencias ideológicas.

Con estas proposiciones teóricas, que están materializadas en Francia, Italia, Gran Bretaña, etcétera estamos, pues, en las antípodas de ciertas confusiones españolas. En esos países europeos, ni siquiera los políticos conservadores caen en las confusiones que adoptan «sistemáticamente» algunos políticos ibéricos.

La idea patrimonial del Estado acentúa su gravedad cuando no sólo se pretende considerar el puesto que se ocupa en el Estado como una propiedad privada, sino que, por si todo ello no fuese ya más que exorbitante ambición, se aspira detentar la «herencia» de los puestos o/y de las concepciones de antiguos familiares y amigos muertos que habían ocupado también, de manera ostentosamente privada, algunas parcelas públicas de primera magnitud. Hay gente que, a pesar de lo que avanza la transición a la democracia en España, todavía considera el Estado de nuestro país como un patrimonio familiar que se amplía -todo lo más- a los clanes organizados por la misma familia.

Hay que terminar con esas vetustas concepciones; pacíficamente, sin duda, pero es necesario archivar esos anacronismos que tanto mal pueden hacer al país. Por ejemplo: ¿Cómo se puede pretender seriamente ser yerno privilegiado a perpetuidad? ¿En qué cabeza -racional- cabe que las instituciones del Estado español deben continuar supeditadas a chanchullos particulares entre miembros de camarillas pasadas de moda? Otro ejemplo: ¿Cómo pueden atreverse viejos latifundistas a considerarse propietarios de los sindicatos? ¿Es que no se enteran de lo que pasa por el mundo? ¿No saben lo que significa la palabra «sindicatos»? ¿Con qué rima la afirmación de que no les van a tocar ni un «ladrillo» de esas instituciones?

Considerar el Estado y cada institución pública como si fuese un cortijo o un coto de propiedad privada, es un grave menosprecio al pueblo, a la intrínseca significación de las formas, estatales.

Desde la actual jefatura del Estado, y desde la del Gobierno, parece ser que existe la voluntad de abandonar la concepción privatizada de las instituciones a fin de dejar, por fin, que en ellas circule libremente la soberanía popular. Esa intencionalidad democratizadora ha comenzado a practicarse con algunos hechos -«amnistía», insuficiente pero importante; diálogo con algunos dirigentes de la oposición, etc-, pero es necesario seguir afirmándola con más hechos; y de manera más rápida.

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