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Una discriminación: la mujer y la sucesion al trono

Próximamente las Cortes van a dictaminar el proyecto de ley de sucesión en la Corona. Uno de los principales cambios introducidos es el reconocimiento a la mujer de capacidad legal para ocupar el trono, derecho que la Ley Orgánica actual le niega tajantemente. Esta coyuntura nos brinda oportunidad de divulgar las vicisitudes del régimen sucesorio en la monarquía española, y rememorar a la vez los infrecuentes casos de protagonismo femenino. I

Las tres leyes sucesorias monárquicas que han regido en España desde la Alta Edad Media representan sendas etapas de masculinismo en progresión ascendente. El corpus de las Partidas, redactado a mediados del siglo XIII bajo la dirección de Alfonso X y promulgado cien años después por Alfonso XI, intenta compilar y sistematizar usos y costumbres castellano-leoneses, los más de origen inmemorial. «La norma sucesoria de las Partidas, de vigencia multisecular, es también la de signo masculinista más atenuado («si fijo varón non oviesse, la fija mayor heredasse el Reyno»). Al permitirle a la mujer heredar el trono se rompe con el derecho romano (la mujer recluida en el gineceo) y con el Fuero Juzgo visigótico (la mujer apenas tiene entidad social; el rey elegido es jefe del ejército). Asimismo, el Rey Sabio, tan permeable a la cultura árabe, rechaza, como legislador, el pensamiento y praxis musulmanes visceralmente antifeministas (la mujer, bestia de trabajo y carne de harén): un dato revelador en abono de la tesis de Sánchez Albornoz sobre la escasa influencia del elemento semita en la gestación de la personalidad española. Vence la idea cristiana de la igualdad esencial de ambos sexos («en Cristo no hay varón ni mujer»). Repárese en que es época de vibrante exaltación femenina, en que privan la galantería caballeresca y las trovas de amor más idealizantes.

La dieciochesca ley Sálica, implantada en España por el Auto Acordado de 1713, radicaliza sin disimulos la exclusividad masculina fundándose en rigurosa agnación («sean preferidos todos mis descendientes varones por la línea de varonía a las hembras y sus descendientes»); deja, con todo, abierta para la mujer una remota posibilidad («siendo acabadas todas las líneas masculinas, suceda la hija del último reynante varón»), por lo que el nuevo sistema hereditario no puede llamarse sálico estrictamente, sino más bien de tipo semisálico. Doce años de dura guerra contra el archiduque pretendiente explican bien el porqué Felipe V, con la importación de esa ley francesa, buscara impedir en lo posible a los Habsburgos el acceso al trono de España por futuros enlaces con princesas españolas, y eso no obstante de deber él mismo su legitimidad dinástica a línea femenina (su abuela M.ª Teresa de Austria, hija de Felipe IV). La ley Sálica, vigente sólo durante un breve paréntesis de setenta y seis años (Carlos IV la derogó en 1789), es, por añadidura, de funesto recuerdo para los españoles. Su caprichoso restablecimiento por Fernando VII en 1832 acarreó al país la triste secuela de tres guerras civiles, que a lo largo del siglo XIX anegaron en sangre y odio el suelo patrio.

Las Constituciones del siglo pasado (incluida la de 1876, cuya vigencia se prolongó hasta 1931) restauran el tradicional derecho sucesorio de las Partidas. Finalmente, en la carrera antifeminista, bate la plusmarca la actual ley de Sucesión de 1947, con su artículo 11º cerradamente vetativo («para ejercer la jefatura del Estado, como rey o regente, se requerirá ser varón») incorporado en la Ley Orgánica del Estado de 1967 (artículo 9.º). Tal disposición prohibitiva para la mujer se aprueba incomprensiblemente en mitad del siglo XX, de espaldas al fenómeno de integración de la mujer en la actividad sociopolítica, una de las revoluciones más profundas de la humanidad, que ya en 1963 auscultara el Papa Juan XXIII como peculiar «signo de los tiempos», en que vivimos.

En cotejo con la vigente ley de Sucesión, la pretendida modificación supone, indudablemente, un gran adelanto. Pero, si bien se mira, ese aparente progreso resulta muy relanivo y cuestionable, siendo en realidad un evidente retroceso, dado que nos retrotraemos nada menos que al código medieval de las Partidas.

II

Al anunciarse el 28 de enero la reforma del artículo vetativo para la mujer, en la ley de Sucesión, se acudía al argumento histórico («tal precepto carece de clara justificación en el país de Isabel la Católica y de Blanca de Navarra»). La socorrida cita de Isabel y la imprevista de Blanca (más asequible a la audiencia catalano-aragonesa) pudieran hacer creer a más de uno que el elenco de ejemplares memorables se reduce a la rebuscada pareja. Para los olvidadizos de nuestro pasado aireemos las páginas amarillentas de la historia patria. Entre las mujeres de estirpe real que han ejercido el poder supremo efectivo en España o sus dominios como reinas, regentes o gobernadoras, se encuentran (la lista no es exhaustiva): Toda de Navarra, Ermesinda de Cataluña, Urraca de Casi Berenguela de Castilla, Petronila de Aragón, María de Molina, María de Luna, Blanca de Navarra, Isabel I, Juana de Austria, Margarita de Parma, Isabel Clara Eugenia, Marian de Austria, M.ª Cristina de Borbón, Isabel II y Cristina de Habsburgo.

Curiosamente, cuando los historiadores juzgan el gobierno de nuestras soberanas, si destacar la energía, el valor, la serenidad visión política y sobre todo, subrayan unánimemente la prudencia, virtud tradícionalmente, considerada un tanto ajena al ánimo femenino, de suyo versátil, y por ello más propia y específica del varón (Felipe 11, El Rey Prudente). Es proverbial el caso de María de Molina, triunfante la vorágine de turbulentas intrigas («La prudencia en la mujer», Tirso de Molina). De la gigantesca figura de Isabel la Católica recordemos aquella «divina maniera di gobernare según frase de Baltasar Castiglione. En el proceso unificador de España hay que resaltar el decisivo papel, conscientemente activo, jugado por varias reinas (Ermensinda, Berenguela Petronila, Isabel l).

De una nómina de 16 reinas aducidas es natural que no todas hayan sido dechado de gobernantes. Afrontemos, sin embargo el parangón con nuestros reyes. Si veleidosa y sensual fue Urraca, la «varona castellana» (Lope de Vega), no faltó entre aquéllos quien la dejara tamañita: si Mariana de Austria fue favoritista, M. Cristina de Borbón temperamental e Isabel II milagrera, no les van en algunos coronados varones. Pese a todo, el catálogo mencionado de reinas españolas arroja un balance de su actuación sobremanera positivo, que en nada desmerece ante el presentado por los varones reinantes e incluso lo aventaja.

Particularmente, por lo que a la castiza Isabel II se refiere, es hora ya de reconciliarnos con su reinado, tan confuso y denigrado. Aquella época, innovadora y convulsa a un tiempo, alumbró el sistema político demoliberal, dejando el terreno abonado para la Restauración, etapa finisecular de gran florecimiento y estabilidad política.

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