La España real de Julián Marías
Muchas cátedras ha sostenido Julián Marías, sin que pudiera impedirlo la incomprensión e injusticia de la España oficial, que le privó de un puesto universitario para el que estaba llamado de una manera indiscutible e indisputable, y entre las muchas cátedras que ha sostenido no es la menor la cátedra de energía moral, que tanta falta nos hace a los españoles para que no decaiga nuestro ánimo. Constantemente ha sostenido este ánimo con la vigorosa corriente de su pensamiento.Pero una cátedra ininterrumpida a lo largo de su vida ha tenido por vehículo la letra impresa: el artículo periodístico, el ensayo en revistas de Filosofía o pensamiento, el libro de hondo análisis o de palpitante actualidad como el que ahora nos ofrece tratando de explorar la España real. Como capitán de los vientos y de las tempestades -que diría Alberti- para ser luego condecorado por un golpe de mar, se lanza al descubrimiento de una tierra ignota, próxima y remota a la vez: La España real. Julián Marías sabe mejor que nadie hasta dónde puede llegar el divorcio entre la España oficial y la España real. Si no hubiera sido por ese divorcio, hace muchos años hubiera sido catedrático de la Universidad de Madrid y hubiera conocido una cierta España real que no ha podido conocer por el hecho mismo de tal ruptura. Hubiera conocido mejor la situación real de la Universidad. En este caso, la España oficial le ha impedido conocer una parcela de la España real. Así son de complicadas las cosas.
La España real,
de Julián Marías. Espasa-Calpe,Colección Boreal. Madrid. 1976.
Se basa este título del libro de Marías en una contraposición establecida por José Ortega en Vieja y Nueva Política, el año 1914. Las fronteras de la España real y la España oficial son difíciles de delimitar. Ortega, evidentemente, como dice Marías, no cayó en la ingenuidad de pensar que la España oficial se reducía al Gobierno. La España oficial se compone de gobernantes y gobernados y, tanto unos como otros, pueden estar en la irrealidad. Pues la España oficial, como contrapuesta a la España real, no puede ser otra cosa que la España de la irrealidad.
Problemas apremiantes
Ahondando más, la España oficial es la que elude los problemas apremiantes y que son apremiantes porque son reales. ¡Qué duda cabe! En el análisis de la vieja política que hizo Ortega, aquellos problemas apremiantes eran fundamentalmente tres: el planteado por los restos del imperio colonial; la cuestión social y el problema regional. De estos tres problemas, los dos últimos siguen en pie y el primero terminó con la pérdida de las últimas colonias; que hubiera sido irremisible, pero que hubieran podido hacerse guardando algunos vínculos algo más que afectivos. Todo se perdió, posiblemente, por no saber manipular la realidad. Tan terrible fue la pérdida que todavía, cuando nos dolernos de algún quebranto, nos queda la amarga frase: Más se perdió en Cuba.A los problemas que siguen en pie se suman otros igualmente inquietantes: el de la discordia civil y el de la liquidación de cuarenta años de régimen de excepción. Al final, estos problemas exigen un enfrentamiento si queremos ser personajes de la España real; todo lo demás nos llevaría al mundo de la fantasmagoria al que propende la España oficial.
Julián Marías tiene bien ganada su ejecutoria de hombre valiente que se enfrenta cara a cara con los problemas, como lo demuestra en casi todas las páginas de este libro animoso. Pero además de ánimo esforzado hace falta talento para preparar la estrategia del ataque. No se trata de batir en campo raso a una serie de problemas como si fueran ejércitos aislados, ni menos de poder derrotar a uno de ellos para, una vez hecho, enfrentarse con el otro.
Si tomamos esos problemas, regionalismos, fenómenos sociales, discordia civil, liquidación de la dictadura, veremos que están múltiple e intrincadamente enmarañados. Todos son consecuencia y presupuesto, a la vez, unos de otros. Por eso, hace falta el pensador para desenmarañarlos y precisamente la operación de desenmarañarlos exige como primera premisa tomar pie en la realidad. Eso es lo que dice Marías que hace sin interrupción desde hace treinta y cinco años: «Tratar de ver cómo es la realidad y -pase lo que pase- decirlo». Totalmente de acuerdo.
Dicotomía un tanto maniquea
El libro La España real, escrito entre 1974 y 1975, está, quién lo duda, empujado por un viento (en este caso el Bóreas) de optimismo y con este empuje ha salido al mar océano del panorama nacional. Frente a tantos libros que, desde Cadalso y Forner, pasando por los regeneracionistas y llegando a la generación del 98, se han escrito sobre España con una perspectiva triste y hasta levemente masoquista, el de Marías supone un soplo de brisa fresca y tonificante. Alabado sea Dios. Julián Marías basa su optimismo, también es cierto, en una dicotomia un tanto maniquea: echar las culpas de lo malo que pasa a la España oficial, que adquiere un perfil de traidor de película, y hacer reposar todo su optimismo en la llamada España real, que acaso se idealiza con exceso como si fuera algo aparte, limpio e incontaminado. En esto es donde yo puedo sentir leves dudas, pues no sabría diseñar las fronteras entre una y otra España. Eso está difícil, porque los españoles de una y otra parcela han salido de las mismas madres y cargan, quieran o no, con los mismos vicios nacionales.Cuando el optimismo podrá ser plena y totalmente justificado, si esto llega algún día, es cuando no tengamos que acudir a esa dicotomía ya planteada, como hemos visto en Vieja y Nueva Política. Siguiendo a Ortega, Marías presiente que la España real, poderosa, enérgica, llena de vitalidad y de salud, romperá esa costra que la envuelve y que al saltar en pedazos nos abrirá un porvenir espléndido. Mis dudas residen en desconocer si a la costra actual, una vez rota, no sucederá otra nueva, distinta, pero también purulenta. Me temo que todavía los españoles no han hecho más que cambiar en la superficie, aunque esto ya es bastante.
Los españoles han salido de la pobreza, se ha erradicado el analfabetismo, leen más o, por lo menos, compran más libros y revistas; acuden en mayor proporción a la enseñanza media y superior, aunque esta enseñanza esté por su masificación bastante deteriorada; tienen una mejor asistencia médica y una vida más asegurada; viajan y empiezan a conocer su propio país, salen al extranjero... Todo esto es positivo. Pero esta nueva instalación en la vida, a mi juicio, no ha calado hasta modificar profundamente el ser íntimo del español.
Mientras un alcalde no pestañee ni menos vacile cuando se trata de construir un aparcamiento de coches destruyendo una alameda centenaria, o mientras un modesto podador, armado de una sierra mecánica, deje un árbol convertido en un poste para acabar antes y poder irse a tomar un vaso de vino, no creeré demasiado en los cambios profundos del español, sea de la España oficial o de la España real.
Síntomas indicadores
Existen una serie de síntomas (que podríamos llamar también indicadores, como hacen los economistas) en la conducta de los españoles, que siguen siendo alarmantes. Son estos síntomas materia de preocupación ante los días difíciles que se nos avecinan. ¿Sabemos si el español ha salido indemne de la cruel enfermedad psíquica de tantos años pasados en la irrealidad? ¿Será verdad, como piensan y sobre todo quiere pensar Jullán Marías, que el español de la España real ha alcanzado estatura moral, semejante a la estatura fisica ganada con los avances del desarrollo? Nosotros también lo queremos así y por eso agradecemos a Julián que con su clara inteligencia nos dé argumentos para pensarlo.La costra marchita pero coriacea de la vieja -ahora ésta es la vieja- política iniciada el 18 de julio, se cuartea por todas partes y más pronto o más tarde saltará hecha pedazos, en vez de dejarse abrir para que salgan los malos humores. Es el mal síntoma que nos ofrece la España oficial. Esperemos que no se forme otra costra igualmente coriacea en un futuro próximo; que una presunta España real pase a su vez a endurecerse en una nueva España oficial.
Voluntad proyectiva
Julián Marías nos ofrece una fórmula que es, en principio, convincente. ¿Por qué los españoles en lugar de pasarnos la vida cavilando sobre qué va a pasar no se nos ocurre pensar en qué vamos a hacer? Basta de cruzarse de brazos esperando lo que nos va a caer del cielo. Seamos nosotros los que con nuestro esfuerzo nos labremos nuestro futuro. Esto es lo que quiere y predica constantemente en su libro el autor de la España real: esfuerzo de imaginación, voluntad proyectiva, futurización. Que cada cual, sin pensar en lo que le puede venir, se prepare a ejecutar lo que puede hacer. Marías trata de ver cómo es la realidad y -pase lo que pase- decirlo. Los demás debemos trabajar en nuestro oficio o nuestro menester con parejo entusiasmo. He oído muchas veces decir que si todos cumpliéramos con nuestro deber el mundo marcharía como una seda. Pero creo que no es tan simple. Es menester articular esos deberes y en eso reside la cosa pública. Lo malo es que la cosa pública muchas veces no articula sino que desarticula esos deberes y, en ese caso, es mejor una falta de articulación que una de desarticulación. Quizá en eso se basaba la doctrina liberal de un Estado mínimo o mínimamente interventor. Pero este ideal también nos ha sido arrebatado en una civilización como la nuestra, basada en una compleja tecnología y en unas exigencias sociales que no permiten el Estado cortés y prudente de otros tiempos.
Respetar la condición humana
Este es el problema de nuestra situación para los que, como Julián Marías, somos liberales. A través de este libro llegaríamos a una conclusión inesperada. A la pregunta ¿cuándo hay libertad?, habría que responder: cuando se respeta la realidad. Cuando no se la fuerza, no se la suplanta por otra, no se va más allá de lo que las cosas verdaderamente son. Esto quiere decir que la libertad es posible en muchas formas, con diversas estructuras sociales, con muy diferentes regímenes políticos, a distintos niveles económicos y técnicos. Cada una de esas formas tiene sus propios requisitos y su propio contenido de libertad.Con un elemento común, permanente, a través de su variación histórica; lo primero que hay que respetar, porque es la clave de toda realidad: la condición humana. Si el hombre es una realidad dramática, proyectiva, futuriza, circunstancial e intrínsicamente libre, este es el punto de partida. La fidelidad a la estructura de la vida humana exige la posibilidad de su realización adecuada; y esto quiere decir la capacidad de proyectar y de cumplir -en la medida en que circunstancialmente sea posible- los proyectos personales y colectivos. En otras palabras, la libertad humana reclama la libertad política y social.
Babelia
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