Las perspectivas del giscardismo
A finales de junio, después de tres semanas de espectaculares debates parlamentarios, la crisis de la mayoría francesa parecía por el momento contenida. Dos factores habían contribuido decisivamente a ello: 1) La llamada al orden proclamada por Giscard, que el día 16 del citado mes recordaba a los «continuadores» de De Gaulle sus deberes hacia un presidente que ellos mismos han elegido. 2) La actuación enérgica del primer ministro Georges Chirac, quien con ocasión del referido debate comenzaba a cumplir en la práctica el papel que Giscard le asignara meses atrás: constituir un puente entre las formaciones de la mayoría y actuar de transmisor de los propósitos del presidente cara a su propia formación política.Ha bastado sin embargo que la Asamblea Nacional francesa se reuniera en sesión extraordinaria a principios de julio -con objeto de discutir el proyecto de reforma del código electoral elaborado por el Gobierno-, para que el malestar gaullista saliera de nuevo a relucir, obligando a Chirac a actuar por segunda vez de apagafuegos.
La fronda gaullista
Las vacaciones parlamentarias iniciadas el sábado 10 de julio abren un compás de espera que probablemente se prolongará -a salvo de un acontecimiento de relieve, como podría ser una dimisión del premier Chirac, o una remodelación ministerial, que sin embargo Giscard negaba públicamente el mes pasado-, hasta después de verano. Todo hace presagiar que, con la rentrée, la fronda gaullista encontrará nuevas oportunidades para manifestarse, confirmando la impresión dominante de que la marejada entre las filas de la mayoría giscardiana tiene más largo alcance que una simple crisis coyuntural. Los gaullistas no pueden dejar de considerar al jefe de Estado galo como a alguien que ha traicionado en lo esencial -tanto en el terreno de la política interior como en el de la exterior- el legado del fundador e inspirador de la V República. Y en este sentido, tanto gaullistas de izquierda como de derecha, encuentran motivos para sus reproches. Para los primeros, Giscard es simplemente un hombre de derechas (que evidentemente habría que catalogar, con arreglo a la terminología política española, como formando parte de la derecha civilizada); y un hombre que, además, no ha obtenido el consenso -más allá del episodio electoral- de la mayoría del pueblo francés. En cuanto a los segundos, que hoy constituyen el núcleo de la UDR, la actual política ejercida por el presidente sólo tiene un final: el triunfo de la unión de izquierda en las elecciones legislativas de 1978.
El debate parlamentario sobre las plusvalías ha servido para fijar unas posturas que hasta el momento no estaban suficientemente precisadas. Y en la actitud sostenida durante la crisis por los gaullistas de la UDR (Claude Labbé, el jefe de su grupo parlamentario, declaraba el 15 de junio que «no vamos a consentir que las cosas se hagan sin contar con nosotros») se transparenta la intención de marcar a partir de ahora estrechamente al jefe del ejecutivo y hacer valer la fuerza que supone para la formación gaullista el hecho de constituir el grupo parlamentario más importante de la mayoría, y el contar con la certeza de que Giscard se encuentra conducido a una inevitable vía muerta si no dispone del apoyo gaullista.
Todo hace presagiar, por consiguiente, nuevas tormentas para después del verano. La nueva tanda de medidas reformistas que ahora anuncia Giscard para la rentrée, se convertirá presumiblemente en otras tantas ocasiones para la discordia, y para la resurrección de lo más parecido que se pueda imaginar con un régimen de partidos, que es precisamente lo que Giscard se propone evitar a toda costa.
¿Romper la baraja?
Es cierto que la situación no ha adquirido tales visos de gravedad como para que alguien haya acariciado la tentación de romper la barajá. El mismo Labbé declaraba en la ocasión citada que «en ningún caso queremos llegar hasta una crisis de régimen». Y esto constituye sin duda un arma en manos del presidente francés, que le ha proporcionado ya buenos frutos en el caso del debate sobre las plusvalías. Pese a las actuales tensiones y maniobras en el seno de la mayoría gobernante, una cosa es evidente: el principal problema para el régimen francés consiste en un posible triunfo de la izquierda en las elecciones legislativas.
La cuestión se plantea en el sentido de qué hacer frente a esta eventualidad. Y es aquí donde el reformismo giscardiano recibe las mayores reconvenciones de parte de los gaullistas.
Giscard ha declarado recientemente su intención de poner en pie de guerra a la mayoría, a través de un programa común, capaz de oponer al que desde hace años detenta la unión de izquierdas. ¿Qué sentido puede tener sin embargo este pretendido contra -programa? Más concretamente: ¿pueden admitir los gaullistas que esta aglutinación de la mayoría se produzca a través de un planteamiento reformista, cuyos frutos más llamativos han consistido hasta el momento en el serio descalabro mayoritario de las elecciones cantonales? La necesidad de luchar contra el enemigo común puede volverse contra el propio presidente y sus designios -que muchos juzgan abstractos- de «sociedad liberal avanzada».
Cruzada anti-socialista
Algo de esto se barrunta ya cuando desde crecientes sectores de la mayoría se ha desencadenado recientemente una cruzada antisocialista, que trata de presentar al partido de François Mitterrand como el principal responsable de la crisis. Chirac acusaba al PSF de «taimado»; otros, más comedidos en el vocabulario, se limitan a considerarlo como ingenua presa en manos de los comunistas; los más insisten en conceptuar a la unión de zquierda de «alianza contra natura».
No es posible imaginar a Giscard ajeno a estos ataques. El presidente francés, que acarició durante mucho tiempo la intención de atraerse a los socialistas, parece actualmente convencido de la imposibilidad de su empeño. Su sostenimiento entre bastidores de la actual campaña pueden tener bastante que ver con la reacción de la amante desdeñada.
Al margen de frustraciones o de actitudes ideológicas que ahora encuentran campo abonado para su expresión, lo cierto es que el giscardismo parece haber favorecido la abundante cosecha de votos recogida por el PSF en las cantonales. El razonamiento de los electores parece consecuente: ya que es evidente que existe algo que cambiar, vamos con el partido que -al menos sobre el papel- parece propiciar de manera más decidida ese cambio. Pero, en realidad, lo que se debate en el fondo tiene mucha mayor importancia: estriba en saber si el pálido reformismo giscardiano -discutido por sus propios aliados políticos y que no ha traspasado hasta el momento el estadio de las buenas intenciones-, resulta suficiente para dar cauce al intenso deseo de transformación y al agitado clima social que hoy vive Francia.
Así pues, el reformismo de Giscard corre todos los riesgos de recibir, en un período más o menos próximo, el juicio de la historia. Cegadas -al menos por el momento- las alternativas previsibles (y, la principal de ellas, el presunto tandem Mitterrand-Giscard), la recomposición de la actual mayoría en pie de guerra -y en esto sí que coinciden todas las formaciones mayoritarias- se producirá, según todos los indicios, en detrimento del designio de «sociedad liberal avanzada», que puede rápidamente descansar en el sueño de los justos.
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