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Crítica:CINE / LA HORA VEINTICINCO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Melodrama rocambolesco

Ya en pleno estío, camino de agosto, el cine se convierte, a juzgar por las salas de Madrid, en un cajón de sastre donde todo cabe. Junto a auténticos estrenos, películas mediocres sin hueco ni turno en la pasada o futura temporada; junto a reposiciones más o menos encubiertas por la publicidad, filmes a los que su misma calidad prohibe la aparición a lo largo del año.Como en las soleadas mañana del Rastro, se trata de pasarnos, al amparo de unas cuantas piezas de calidad auténtica, un montón de antiguallas, sin valor, fuera de moda. Tal estrategia llega a sumir, al espectador en un confuso mundo cronológico. No llega a saber si tal filme lo vio ya, si no lo conoce, si lo que recuerda fue una versión distinta o primera, si leyó el libro de donde la historia procede, si le hablaron del tema o lo soñó tan solo. Confusión, en definitiva, que a veces consigue lo que se propone: arrastrarnos hasta la sala, aunque sea tan sólo para salir de dudas.

La hora veinticinco

Guión de Henri Verneil, François Boyer y Wolf Makowitz. Dirección: Henry Verneil. Intérpretes: Anthony Quinn, Virna Lisi, Gregoire Asian Dalio, Sergio Reggiani, Michael Redgrave. Melodrama. Color. 1965.

Tal es el caso de este filme, versión con once años de retraso de una novela célebre, melodrama rocambolesco cuyo protagonista, desde su pueblo natal, a través de diversos campos de concentración, acaba en prototipo de una variante medio extinguida de la raza aria. Como sus cambios de fortuna nunca coinciden cronológicamente con los avatares bélicos, siempre lleva las de perder, lo cual se nos presenta como una acusación contra la guerra en general y en particular contra el propio Destino. Un destino injusto -se nos viene a decir-, pues el protagonista es un buen hombre, sin ideas, que pasea optimista por los campos de trabajo donde piensa llevar a sus hijos, para que los conozcan, a su vuelta. No protesta como los demás, no se rebela, sin ninguna razón para el sí o para el no, aparece impermeable a todo lo que no sea su mujer, sus hijos y el pan nuestro de cada día.

En esta historia donde faltan muchas circunstancias que explicar, muchas razones en pro y en contra, Anthony Quinn hace de Anthony Quinn, es decir, despliega su panoplia completa de armas ofensivas y defensivas: ternurismo, indefensión, ingenuidad y bondad a toda prueba. Virna Lisi es su mujer, una especie de Heidi rumana cuyas desgracias en la guerra se le ocultan al espectador par ajugarlas como baza clave en el juicio final del filme, donde todo -campos de trabajo incluidos- aparece suavizado, dulcificado, se diría.

Y a propósito de suavizar: hay en la historia un momento en el que el jefe de uno de esos campos decide comprobar si el protagonista, a quien se toma por judío, está circuncidado o no. Durante la proyección de la película, al comenzar la escena, la pantalla se oscureció de improviso, encendiéndose tímidamente la sala. Cuando la proyección volvió a reanudarse, ya Anthony Quinn se abrochaba los pantalones. Seguramente se trató de una pura coincidencia pero sobre los espectadores voló por unos instantes el recuerdo de aquellos cines parroquiales de nuestra postguerra, donde la mano previsora del cura ocultaba los besos al público rural hasta que las bocas de los protagonistas se hallaban a años luz la una de la otra.

Deseamos que haya sido tan sólo una coincidencia. No vaya a resultar que ahora, cuando parece que la censura alza la mano un poco, comiencen a bajarla, en la misma medida, los prejuicios morales de algunos empresarios.

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