¿El comienzo de la descomposición?
El miércoles 23 de junio finalizaba en la Asamblea Nacional francesa el más enconado debate que ha tenido lugar en el parlamento de aquél país desde los tiempos ya lejanos de la IV República. La intervención in extremis del primer ministro Chirac y del ministro de economía y finanzas, Fourcade, conseguía sacar adelante lo esencial de un texto -el proyecto de ley que establece un nuevo impuesto sobre las plusvalías- que en los días anteriores parecía condenado a ser una mera sombra del presentado por el Gobierno. Si bien Ia atmósfera parlamentaria se aclare grandemente tras la entrevista televisada mantenida por el presidente Giscard el 16 de junio, Io cierto es que el debate sobre las plusvalías ha puesto de manifiesto algo que se barruntaba desde hacía tiempo: la existencia de graves disensiones, a primera vista irremontables, en el seno de la mayoría que gobierna Francia desde que Valéry Giscard d'Estaing fue elegido para la presidencia de la República en mayo de 1974.El rastro de dichas disensiones, que ha ido cobrando paulatinamente intensidad hasta la explosión de hoy, se remonta en realidad al momento mismo de la constitución de la actual mayoría parlamentaria. El debate -durante mucho tiempo soterrado o expresado simplemente por medio de pétites phrases entrecruzadas entre las formaciones que la componen enfrenta básicamente a los Republicanos Independientes (el partido de Giscard) y a los gaullistas de la UDR; los primeros secundados por los diversos grupos reformistas o centristas que también participan en la mayoría, el principal de ellos el Centro Demócrata Social que preside Jean Lecanuet.
La atmósfera comenzó a hacerse tensa tras las elecciones cantonales celebradas el pasado marzo. Los gaullistas de la UDR interpretaron el serio descalabro sufrido en aquella ocasión por las formaciones de la mayoría -en beneficio principalmente del renovado partido socialista de Mitterrand, pero también de los comunistas de Georges Marchais- como una desaprobación por parte del pueblo francés de la política seguida hasta entonces por el presidente Giscard; política -como se encargaron de poner de relieve sus principales dirigentes- de la que la UDR no podía hacerse responsable. El equívoco, cuyo origen hay que buscar dos años atrás, entre una mayoría conservadora que había dado sus votos a Giscard y la política reformista practicada por éste desde su acceso al poder, comenzaba a ser resentido por los gauilistas (que a pesar de todo seguían apoyando al presidente) como la necesidad por parte de éste de cambiar de política.
Más leña al fuego
Tras las tensiones que hicieron aflorar las cantonales, un artículo del jefe del estado mayor de las fuerzas armadas, general Méry, aparecido en la revista Défense nationale, arrojaba nueva leña al fuego. El texto del responsable militar venía a decir que, en caso de conflicto con el Este, el ejército francés vendría a ocupar el lugar asignado dentro del dispositivo de la OTAN (mientras que, por otra parte, se confería una nueva importancia al armamento convencional -dentro del actual punto de vista de los estrategas norteamericanos-, en detrimento de la force de frappe atómica que la política de grandeur del general De Gaulle había puesto en marcha durante su «reinado»). Lo que causó el furor de los gaullistas es que de esta forma se reconocía implícitamente la participación militar francesa en la OTAN, lo cual significaba un nuevo paso adelante en el pro-atlantismo atribuido desde siempre a Giscard y un retroceso en la política de autosuficiencia en la defensa nacional, consagrada por De Gaulle y que le llevó en 1966 a retirar las fuerzas armadas francesas del mando único de la Alianza. Los gaullistas tenían muy presente que el actual presidente había declarado no hace mucho: «Puesto que (en caso de conflicto con el Este) sólo existirá un espacio único, es preciso que exista un único conjunto militar en dicho espacio».
Dentro de este contexto de reticencias y malos humores, el proyecto de ley sobre las plusvalías tenía todos los visos de constituir la gota que hiciera derramar el vaso. No se trataba, ciertamente, de una ley más. Giscard venía pensando en ella desde el comienzo de su septenato. Tras el descalabro y la llamada de atención representada por las cantonales, el proyecto cobraba una evidente oportunidad política: en el ánimo del presidente constituiría algo así como una demostración fehaciente de que su política reformista no se orientaba a mantener -bajo nuevos moldes los privilegios de las clases dominantes (reproche común en la izquierda), sino que trataba de favorecer a la sociedad francesa como un todo. Lo cual implicaba un cierto designio político: ser finalmente reconocido, a través de dicha ley, las medidas reformistas que la seguirían, como el presidente de todos los franceses. En términos de una especie de coaligación directa presidente-ciudadanos, que des carta o atenúa cualquier mediación sobre la base de los partidos políticos. (Giscard ha tenido en quien inspirarse-, no hay duda, sin embargo, de que el actual primer mandatario francés está desprovisto M carisma que era propio de fundador de la V República).
Tras tres semanas -que se han reproducido en un tono menor cuando la semana pasada el Senado examinaba a su vez el proyecto gubernamental- la ley de tasación de las plusvalías, recibía, por fin, el 23 de junio la aprobación de la Asamblea. Pero, en lugar del efecto que esperaba Giscard -un comentarista ha señalado que la nueva regulación «no hará progresar un ápice la justicia», y que su efecto, en este terreno, «corre el riesgo de resultar incluso negativo»-, ha servido para sacar a la luz pública el clima de malestar -muy próximo a la descomposición- que hoy rige entre las formaciones de la mayoría. Los gaullistas han politizado un proyecto en apariencia exclusivamente técnico y se han valido de él para cuestionar abiertamente -y por primera vez desde la elección de mayo de 1974- la política giscardiana.
La intervención presidencial del día 16 ante las cámaras de televisión ponía por el momento término al debate y al clima de agitación reinante entre la mayoría. Giscard, frente a los movimientos de rebeldía gaullistas, utilizaba un argumento que sin duda tenía que resultar eficaz entre los enfurecidos parlamentarios de la UDR: si el régimen presidencialista francés había sido edificado por los propios gaullistas, no era cuestión ahora de que ellos mismos resucitaran las pugnas y los diretes del periclitado régimen de partidos... Pero, ¿se trata de un punto final? Todos los indicios apuntan más bien -y la nueva agitación gaullista de la semana última, cuando la Asamblea Nacional discutía en se sión extraordinaria la Reforma del Código electoral, constituye la manifestación más palpable- a presumir lo contrario,
El malestar que actualmente conmueve a la mayoría francesa -de la cual alguien ha dicho que en realidad sólo se trata de un «matrimonio de conveniencias»- se puede sintetizar en una frase: el reformismo de Giscard, ¿resulta rentable para los intereses de la burguesía o bien hay -ante la ascensión izquierda- a la tradicional línea conservadora de la derecha francesa?
Lo cual lleva inmediatamente aparejada otra cuestión: ¿a quién favorece el reformismo giscardiano, que el presidente francés se propone pese a todo proseguir contra viento y marea?
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