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Los felices años sesenta

Por lo leído y oído estos días pasados a propósito del rumoreado retorno de los «Lópeces», diríase que la política económica española de durante los años sesenta, tan protagonizada por el grupo de personalidades así apodado fue un modelo de fría y exitosa eficacia tecnocrática. Lo que está lejísimos de ser cierto. Resulta harto natural que los beneficiarios del mito hagan lo posible por mantenerlo en vida y alimentarlo. Los demás no tenemos por qué comulgar con tan magnas ruedas de molino. Recapitulemos unas cuantas obviedades, desvelemos otra vez algunos secretos a voces.El Plan-ficción

Para empezar: los Planes de Desarrollo nunca existieron, como bien sabe todo el que ha seudo-participado en su seudo-elaboración. Existieron -es decir, se publicaron, en general, con mucho retraso- unos gruesos, farragosos volúmenes que imitaban los que publica el Comisariado del Plan francés, con grave merma de legibilidad y gran incremento en el número de erratas. En rigor, esto fue todo. El Plan de Desarrollo pudo acabar desapareciendo, con su ministro, y hasta con su Ministerio, sin que nadie se diese cuenta, por la sencilla razón de que no existía. Era un Plan ficción.

No fue, sin embargo, inocuo. Hay que calificarlo -pese a su extraña condición existencial irreal o surreal- de francamente nocivo. Cubrió con su tupida maraña organigramática, organigráfica y supuestamente indicativista el enorme desorden de nuestro Sector Público. Donde ya entonces era urgente y todavía relativamente fáctible -y hoy es, por supuesto, aún mucho más urgente pero bastante más difícil, cuestión de dimensiones- introducir un mínimo de planificación efectiva a medio plazo: de cálculo de costes y beneficios en las inversiones públicas (para que no se destinen, por ejemplo, al trasvase Tajo-Segura); de coordinación entre las efectuadas por los diversos Departamentos (estancos) de la Administración; de proyecciones de gastos e ingresos corrientes; de previsiones sobre las necesidades y posibilidades del recurso público al mercado de capitales. Todo lo cual constituye la sustancia de un Plan en una economía mixta, y brilló por su clamorosa ausencia en los Planes españoles de los años sesenta. (Habrá que volver a intentar la planificación del Sector Público, pero probablemente llamándola de otra forma, hasta tal punto la ficción llevada a cabo entonces ha desacreditado el concepto). La década transcurrió sin que se iniciase siquiera la modernización de un sistema impositivo comparable -digamos- al del Imperio Otomano, y que constituye hoy el problema quizá más grave de cuantos ha heredado nuestra economía. Respecto al cual, cada año perdido -su solución exige no pocos- ha sido un verdadero crimen macro-económico. Hace falta, realmente, mucho santo tupé para mirar al pasado y congratularse, si se ha sido responsable reciente de la política económica española.

Los tinglados

Se debe añadir que al margen, por debajo, en, desde, dentro, etc., etc., del Plan siguieron floreciendo de hecho, se potenciaron y magnificaron- los fastuosos tinglados económicos. La nuestra había sido hasta el año 59, continuó siendo, cada vez en mayor medida, durante los años sesenta y es hoy, la economía de los grandes tinglados. De la Santa Inquisición inextricablemente mezclada con la Lotería Nacional, ambas vehiculadas por el «B.O.E.» De la cartelización promovida o llanamente impuesta a golpe de Decreto y Orden Ministerial; de las prohibiciones generales que hacen rentabilísimas las autorizaciones y excepciones individuales; de los costes bajos para los agraciados -por el crédito oficial, las acciones concertadas, los polos de desarrollo, etc., etc- y prohibitivos para el resto. De las distorsiones del mercado, incoherentes en su conjunto, pero con beneficiarios extremadamente precisos en cada caso particular. Busque el lector un tinglado detrás de cada subida escandalosa del índice del coste de la vida, y casi siempre lo encontrará. La última verificación de la hipótesis nos ha sido ofrecida por el caso del pan nuestro de cada día. No hace falta que los tinglados sean corruptos para que resulten costosísimos. El conocido ejemplo MATESA me ha parecido siempre muy significativo a este respecto: lo sustraído debió ser poquísimo en comparación con lo simplemente despilfarrado, en forma de chatarra que se oxida en selvas, puertos francos y altiplanos.

No hubo elecciones, pero no faltaron ciertamente los Grandes Electores con presencia muy visible y tangible cerca de los señores ministros, subsecretarios, y directores generales económicos. He aquí, por ejemplo, que a lo largo de los años sesenta -pese a ser ésta una recomendación obvia y machaconamente repetida por todo el mundo -ni las empresas industriales ni los agricultores han sabido a qué atenerse en materia de grado de protección- El arancel ha constituído un maremágnum de hojas intercambiables, incesantemente intercambiadas al arrastre de presiones y promesas; los «derechos reguladores», que debían hacer las veces del arancel para los productos agrarios, una broma pesada y otro asesinato de conceptos. Así se explica que, en virtud de un anexo secreto a un acuerdo comercial, nos encontremos ahora con que hemos de pagar un sobreprecio de unos 10 centavos de dólar por cada libra de azucar importada de Cuba, y quedan todavía unos 900 millones de libras por importar, según lo acordado. (Que Cuba se haya comprometido a adquirir bienes de equipo españoles por valor de unos 900 millones de dólares tiene muy poco de contrapartida. Estos bienes se venden a crédito, y la concesión es más bien de la parte española, que lo otorga y efectúa el correspondiente esfuerzo financiero y de asunción de riesgo).

El milagro.

Cabe preguntarse cómo, en estas circunstancias, la economía del país logró dar el gran salto hacia adelante que media entre 1959 y la actualidad y en el que intenta justificarse el mito antes aludido.

A pesar de todo, señores, a pesar de todo, los españoles han trabajado como fieras y hasta hace bien poco por salarios reales muy módicos (y todavía sin seguro de paro ni jubilaciones razonables para recordar otra de las recomendaciones obvias jamás atendidas). Los empresarios -los de verdad, no los subproductos del «B.O.E.»- han surgido por doquier y han hecho heroicidades innovado ras. Una Europa vecina y excepcionalmente próspera nos ha enviado su turismo y sus capitales y ha dado trabajo a nuestros emigrantes. En el salto de los sesenta -conviene no olvidarlo- hubo, por otra parte, mucho de simple recuperación del terreno perdido, porque el primer franquismo -el de la autarquía, la hiperinflación y el estraperlo- ahogó el progreso económico espontáneo del país durante sus buenos tres o cuatro lustros. Sin duda, fue esencial la reintegración de España al mercado mundial en 1959, es decir, la liberación de las importaciones y la fijación de un tipo de cambio realista para la peseta. Y debe reconocerse en este punto el mérito debido a un político, que era también un técnico respetable y no ficticio, el señor Ullastres; y mucho más aún, el de la media docena escasa de funcionarios que, con el apoyo ( ¡oh, cuán reticente y de poca fe!) de los señores Ullastres y Navarro Rubio, y gracias a que las reservas de divisas se habían volatilizado por completo, lograron meter un increíble gol al Régimen. El desmantelamiento de aquel particular tinglado dio abundantísimos frutos; pero ya ,están dados. Ahora nos las tenemos que ver con todo el resto de ellos, con los que subsistieron, florecieron y se agravaron después, además de con todas las urgencias que, mientras se atendía a los tinglados, quedaron desatendidas.

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